CAPÍTULO V

Sin dignarse mirar al puesto de carabinieri, para ver si se había observado su regreso con la capitán, Brunetti volvió al barco, donde encontró a Monetti con su periódico. Años atrás, un extranjero -ahora no recordaba quién- había comentado lo despacio que leen los italianos. Desde entonces, siempre que observaba a alguien leer un único periódico durante todo el trayecto de Venecia a Milán, Brunetti tenía que recordar el comentario; Monetti había tenido mucho tiempo, y no obstante parecía ir aún por las primeras páginas. Quizá el aburrimiento le había obligado a empezar una segunda lectura.

– Gracias, Monetti -dijo el comisario al subir a bordo.

El joven levantó la cabeza y sonrió.

– He procurado alargar la travesía, pero es terrible tratar de ir despacio, con todos esos locos que se te pegan detrás.

Brunetti asintió con aire comprensivo. Tenía más de treinta años cuando, obligado por las circunstancias, al ser destinado a Nápoles por tres años, aprendió a conducir. Cuando se sentaba al volante, se convertía en un ser agobiado que, con su exceso de prudencia, también irritaba a los «locos», aunque de la especie que conducía coches, no barcos.

– ¿Puede dejarme en San Silvestro? -preguntó.

– Le dejaré en el mismo extremo de la calle, si lo desea, comisario.

– Gracias, Monetti.

Brunetti hizo saltar el cabo del poste y lo enrolló cuidadosamente en el puntal metálico del costado. Luego fue hacia la proa y se quedó al lado de Monetti mientras enfilaban el Gran Canal. Esta parte de la ciudad tenía poco que interesara a Brunetti. Pasaron ante la estación del ferrocarril, edificio que sorprendía por su insipidez.

Al igual que otros muchos venecianos, Brunetti palpitaba con la ciudad. A menudo, inesperadamente, le llamaba la atención una ventana en la que hasta entonces no había reparado, o un arco relucía al sol, y él se sentía vibrar en respuesta a algo infinitamente más complejo que la belleza. Cuando se paraba a pensarlo, suponía que ello podía deberse en parte al dialecto que hablaban los venecianos, en parte a que fueran menos de ochenta mil las personas que vivían en la ciudad y en parte, quizá, a que hubiera ido a un parvulario instalado en un palazzo del siglo XV. Cuando estaba fuera, echaba de menos la ciudad de un modo parecido a como echaba de menos a Paola, y sólo aquí se sentía completo y satisfecho. Una mirada en torno, mientras subían por el canal, le reafirmó en este convencimiento. Nunca había hablado de ello con nadie. Un forastero no lo entendería y un veneciano consideraría superfluo el comentario.

Poco más allá de Rialto, Monetti arrimó el barco a la derecha. Delante de la larga calle que conducía a casa de Brunetti, puso el motor en punto muerto y la embarcación osciló un momento junto al muelle mientras Brunetti saltaba a tierra. Antes de que el comisario tuviera tiempo de volverse a darle las gracias con un ademán, Monetti ya viraba para volver por donde había venido, bajo el parpadeo de la luz azul, camino de su casa y su cena.

Brunetti subió por la calle, sintiendo en las piernas el cansancio de tanto subir y bajar de barcos. Le daba la impresión de no haber hecho otra cosa en todo el día, desde que lo habían recogido en este mismo sitio hacía más de doce horas. Abrió la enorme puerta del edificio y la cerró silenciosamente a su espalda. La estrecha escalera que subía hasta lo alto del edificio describiendo curvas en horquilla era una caja de resonancia, y desde el cuarto piso se oía perfectamente el portazo. El cuarto piso. Le horrorizaba pensarlo.

Cuando llegó al último recodo de la escalera, olió la cebolla, y ello contribuyó bastante a aligerarle las piernas en el último tramo. Miró el reloj antes de meter la llave en la cerradura. Las nueve y media. Chiara aún estaría despierta; por lo menos podría darle un beso de buenas noches y preguntar si había hecho los deberes. Si Raffaele estaba en casa, no se atrevería a darle el beso y sería inútil la pregunta.

Ciao, papá -gritó Chiara desde la sala. Él colgó la chaqueta en el armario y recorrió el pasillo hasta la sala. Chiara estaba recostada en una butaca, con un libro abierto en el regazo.

Al entrar, automáticamente, Brunetti encendió las luces del techo.

– ¿Quieres quedarte ciega? -preguntó, probablemente, por centésima vez.

– Papá, si veo perfectamente.

Él se agachó a darle un beso en la mejilla que ella le ofrecía.

– ¿Qué estás leyendo, cielo?

– Un libro que me ha dado mamá. Es fabuloso. Una institutriz va a trabajar a casa de un señor, y se enamoran, pero él tiene a una esposa loca encerrada en el torreón, y no puede casarse con la institutriz, a pesar de que están muy enamorados. Ahora hay un incendio en la casa. Ojalá se queme.

– ¿Quién, Chiara? -preguntó él-. ¿La institutriz o la esposa?

– La esposa, tonto.

– ¿Por qué?

– Pues para que Jane Eyre -dijo ella triturando el nombre- pueda casarse con Mr. Rochester -nombre que no salió mejor parado.

Él iba a hacer otra pregunta, pero su hija había vuelto al incendio, de modo que se fue a la cocina, donde encontró a Paola agachada delante de la puerta abierta de la lavadora.

Ciao, Guido -dijo enderezándose-. La cena, dentro de diez minutos. -Le dio un beso y se volvió hacia el fogón, en el que se doraban unas cebollas.

– Acabo de mantener una discusión sobre literatura con nuestra hija -dijo él-. Me ha explicado el argumento de un gran clásico de la literatura inglesa. Me parece que sería preferible que la obligáramos a mirar los culebrones brasileños de la televisión. Ahora mismo está deseando que la señora Rochester muera en un incendio.

– Ay, Guido, todos los que leen Jane Eyre quieren que la señora Rochester muera en el incendio. -Removió las cebollas y agregó-: Por lo menos, la primera vez que leen la novela. Después comprenden que en realidad Jane Eyre es una lagarta hipócrita.

– ¿Eso dices a tus alumnos? -preguntó él sacando de un armario una botella de Pinot Noir.

El hígado fileteado aguardaba en un plato al lado de la sartén. Paola deslizó una cuchara de madera ranurada debajo de los filetes y echó la mitad a la sartén dando un paso atrás para esquivar las salpicaduras del aceite. Luego se encogió de hombros. Acababan de empezar las clases en la universidad y era evidente que no quería pensar en sus alumnos durante su tiempo libre.

Mientras removía el hígado en la sartén, preguntó:

– ¿Qué tal la capitana médica?

Él sacó dos copas y sirvió vino. Se apoyó en la repisa, dio una copa a su mujer, tomó un sorbo de la suya y dijo:

– Muy joven y muy nerviosa. -Al ver que Paola seguía removiendo, agregó-: Y muy bonita.

Ella, al oírlo, bebió un trago de la copa que tenía en la mano y le miró.

– ¿Nerviosa por qué? -Tomó otro trago, levantó la copa para mirar el vino a contraluz y dijo-: No es tan bueno como el que nos vendía Mario, ¿no crees?

– No -convino él-. Pero tu primo Mario está tan ocupado labrándose un nombre en el mercado internacional del vino, que no puede perder el tiempo con pedidos tan insignificantes como los nuestros.

– Otra cosa sería si le pagáramos puntualmente -replicó ella secamente.

– Vamos, Paola. Ya hace seis meses.

– Y seis meses le hicimos esperar para cobrar.

– Paola, lo siento. Creí que le había pagado y luego se me olvidó. Ya le pedí disculpas.

Ella dejó la copa y dio una sacudida a la sartén.

– Paola, sólo eran doscientas mil liras. No creo que tu primo Mario fuera a la quiebra por eso.

– ¿Por qué le llamas siempre «mi primo Mario»?

Brunetti fue a decir: «Porque es primo tuyo y se llama Mario», pero lo que hizo fue dejar la copa en la repisa y abrazar a su mujer por la espalda. Ella se mantuvo rígida y apartada. Él la abrazó con más fuerza y entonces ella se relajó, apoyándose en él y dejando descansar la cabeza en su pecho.

Así estuvieron hasta que ella le hurgó en las costillas con el mango de la cuchara diciendo:

– El hígado se quema.

Él la soltó y volvió a tomar la copa.

– No sé por qué está nerviosa, pero la afectó mucho ver el cadáver.

– ¿No afecta a cualquiera ver un cadáver, sobre todo si es de un conocido?

– No; es algo más. Estoy seguro de que entre ellos había algo.

– ¿Algo como qué?

– Lo de siempre.

– Tú mismo has dicho que es bonita.

Él sonrió.

– Muy bonita. -Ella también sonrió-. Y está… -empezó él y se interrumpió, buscando la palabra, pero la palabra que se le ocurría no reflejaba la realidad-…está muy asustada.

– ¿Por qué lo dices? -preguntó Paola, llevando la sartén a la mesa y dejándola sobre una placa de cerámica-. ¿Teme que se sospeche de ella?

Él llevó a la mesa la gran tabla de picar que estaba junto al fogón. Se sentó y levantó el paño de cocina que la cubría, y apareció la media rueda de dorada polenta que estaba debajo, todavía caliente y ya cuajada. Ella puso en la mesa el bol de la ensalada y volvió a llenar las copas antes de sentarse.

– No creo que sea por eso -dijo él, sirviéndose hígado con cebolla y un ancho triángulo de polenta. Pinchó un trozo de hígado con el tenedor, le puso cebolla por encima con el cuchillo y empezó a comer. Como de costumbre, no dijo nada hasta que tuvo el plato vacío. Cuando se hubo terminado el hígado y estaba rebañando la salsa con los restos de su segundo trozo de polenta, dijo-: Me parece que ella sabe o sospecha quién le mató. O por qué le mataron.

– ¿Por qué lo dices?

– Si hubieras visto su cara cuando lo vio… No, no cuando vio que estaba muerto y que, efectivamente, era Foster, sino cuando descubrió qué le había causado la muerte… Sintió verdadero pánico. Se mareó.

– ¿Se mareó?

– Vomitó.

– ¿Allí mismo?

– Sí. Extraño, ¿no?

Paola reflexionó antes de contestar. Terminó el vino y se sirvió otra media copa.

– Sí. Es una reacción extraña ante la muerte. ¿Y dices que es médico? -Él asintió-. No se entiende. ¿De qué puede tener miedo?

– ¿Hay algo de postre?

– Higos.

– Te adoro.

– Es decir, adoras los higos -sonrió ella.

Eran seis, perfectos, jugosos, dulces. Él peló uno con el cuchillo. Cuando terminó, con las manos untadas de arrope, lo partió en dos trozos y dio a su mujer el mayor.

Se metió la otra mitad en la boca y se enjugó la barbilla. Luego comió otros dos, volvió a secarse los labios, se secó los dedos con la servilleta y dijo:

– Si me dieras una copita de oporto moriría feliz.

Ella le preguntó al levantarse de la mesa:

– ¿De qué puede tener miedo, si no?

– Como has dicho, de que se sospeche de ella. O también puede estar asustada porque realmente haya tenido algo que ver con el crimen.

Ella sacó del armario una rechoncha botella de oporto, pero, antes de llenar dos minúsculas copas, retiró los platos y los llevó al fregadero. Luego escanció el oporto y llevó las copitas a la mesa. El dulce del vino enlazaba con el sabor de los higos. Brunetti era un hombre feliz.

– Pero no creo que sea eso.

– ¿Por qué?

Él se encogió de hombros.

– No me ha parecido una asesina.

– ¿Porque es bonita? -preguntó Paola, tomando un pequeño sorbo de oporto.

Él iba a responder que porque era médico, pero entonces recordó lo que había dicho Rizzardi: el asesino del joven era alguien que sabía dónde clavar el cuchillo. Y eso lo sabría un médico.

– Quizá -dijo él, y cambió de tema-: ¿Está Raffi en casa?

Miró el reloj. Más de las diez. Su hijo sabía que los días laborables tenía que estar en casa a las diez.

– Como no haya llegado mientras cenábamos… -insinuó ella.

– No -señaló Brunetti con certeza, pero sin estar seguro de por qué lo sabía.

Era tarde, habían tomado una botella de vino, unos higos exquisitos y un oporto perfecto. Ninguno de los dos quería hablar de su hijo. La cuestión seguiría planteada y Raffi seguiría siendo su hijo por la mañana.

– ¿Quito la mesa? -preguntó él, sin ganas.

– No; yo la quitaré. Tú ve a decir a Chiara que se acueste.

«Más fácil sería quitar la mesa», pensó él.

– ¿Han apagado el fuego? -preguntó al entrar en la sala.

Chiara no le oyó. Repantingada en la butaca, con las piernas extendidas, estaba a cientos de kilómetros y de años de distancia. En un brazo de la butaca había dos corazones de manzana y, en el suelo, a su lado, una bolsa de galletas.

– Chiara -insistió él, y luego, con voz más fuerte-: Chiara.

Ella levantó la mirada del libro, pero tardó un momento en darse cuenta de que era su padre quien le hablaba. Inmediatamente, volvió a sumirse en la lectura, olvidándose de él.

– Chiara, es hora de acostarse.

Ella volvió la página.

– Chiara, ¿me has oído? Hora de acostarse.

Sin dejar de leer, ella se levantó de la butaca apoyándose en una mano. Al llegar al pie de la página detuvo la lectura el tiempo justo para dar un beso a su padre, y se fue, marcando el punto con el dedo. Él no tuvo valor para pedirle que dejara el libro en la sala. Bien, ya le apagaría la luz si se levantaba por la noche.

Paola entró en la sala. Se agachó a apagar la lámpara del lado de la butaca y recoger los corazones de las manzanas y la bolsa de las galletas, y volvió a la cocina.

Brunetti apagó la luz y se fue por el pasillo, camino del dormitorio.

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