CAPÍTULO XXII

El lunes fue un día normal en la questura: se detuvo a tres norteafricanos por vender bolsos y gafas de sol en la calle sin licencia; se denunciaron dos robos con fuerza; se extendieron citaciones a cuatro embarcaciones por no llevar a bordo el equipo de seguridad preceptivo, y dos conocidos drogadictos fueron arrestados por amenazar a un médico que se negaba a hacerles recetas. Patta apareció a las once, llamó a Brunetti para preguntar si se había avanzado algo en el caso Viscardi, no ocultó su irritación al enterarse de que no era así y se fue a almorzar media hora después, para no volver hasta más de las tres.

Vianello informó a Brunetti de que el sábado no se había presentado el coche y que él había estado esperando, en Piazzale Roma, en la parada del autobús 5, durante más de una hora, con un ramo de claveles rojos en la mano. Al fin, se fue a su casa y dio los claveles a su mujer. Brunetti, cumpliendo su parte del trato a pesar de que, por descontado, no se puede confiar en la palabra de los maleantes, cambió los turnos de servicio para que Vianello pudiera librar el viernes y sábado siguientes, y le pidió que se pusiera en contacto con el chico de Burano, para averiguar qué había pasado y por qué los amigos de Ruffolo no habían acudido a la cita.

Brunetti había comprado los principales diarios camino del despacho y pasó la mayor parte de la mañana leyéndolos, en busca de alguna referencia al vertedero del lago Barcis, a Gamberetto o algo que estuviera relacionado con la muerte de los dos norteamericanos. Pero ninguno de estos temas figuraba en la actualidad del día, por lo que el comisario acabó leyendo las crónicas del fútbol y llamándolo trabajo.

Al día siguiente, volvió a comprar todos los diarios y se puso a leerlos detenidamente. Disturbios en Albania, los kurdos, un volcán, gente que se mataba en la India, ahora ya no por religión, sino por política, pero de los vertidos tóxicos del lago Barcis, ni una palabra.

Sabiendo que era una insensatez, pero incapaz de dominar el impulso, Brunetti bajó a la centralita y pidió al telefonista el número de la base norteamericana. Si Ambrogiani había descubierto algo acerca de Gamberetto, Brunetti quería saberlo ya. Era incapaz de esperar a que el otro le llamara. El telefonista le dio el número de la central y el de la oficina de los carabinieri. Brunetti tuvo que ir andando hasta Riva degli Schiavoni antes de encontrar un teléfono público que admitiera tarjetas. Marcó el número del cuartel de los carabinieri y preguntó por el maggiore Ambrogiani. El maggiore no estaba en su sitio en aquel momento.

– ¿Quién le llama, por favor?

– El signor Rossi, de Assicurazioni Generali. Volveré a llamar esta tarde.

La ausencia de Ambrogiani podía no significar nada. O todo.

Como solía hacer cuando estaba nervioso, Brunetti se puso a caminar. Torció a la izquierda y, bordeando el agua, fue hasta el puente de Sant' Elena, lo cruzó y estuvo callejeando por aquel barrio extremo de la ciudad, que no le pareció hoy más interesante que en visitas anteriores. Cortó por Castello, siguió por la muralla del Arsenale y salió a Santi Giovani e Paolo, donde había empezado todo.

Deliberadamente, evitó el campo, no quería ver el lugar en el que el cuerpo de Foster había sido sacado del agua. Cortó hacia Fondamenta Nuove y siguió el curso del agua hasta que no pudo ir más allá y tuvo que regresar a la ciudad. Pasó por delante de Madonna dell' Orto, observó que todavía se trabajaba en el hotel y, sin saber cómo, se encontró en Campo del Ghetto. Se sentó en un banco y observó a los transeúntes. Ellos no tenían ni idea, ni la más remota. Desconfiaban del Gobierno, temían a la Mafia, les fastidiaban los norteamericanos, pero sus ideas eran vagas, generales. Intuían una conspiración, como la han intuido siempre los italianos, pero carecían de detalles, de pruebas. Por largos siglos de experiencia, sabían que la prueba estaba ahí, que sería más que suficiente, pero los avatares de esos siglos habían enseñado al pueblo que cualquiera que fuera el Gobierno que estuviera en el poder siempre conseguiría ocultar hasta la última prueba de sus fechorías.

Cerró los ojos y se arrellanó en el banco, saboreando el sol. Cuando los abrió, vio a las dos hermanas Mariani cruzar el campo, con su pelo hasta los hombros, sus tacones altos y sus bocas pintadas. Debían de tener más de setenta años. Ya nadie se acordaba de los detalles, pero todo el mundo conocía la historia. Las hermanas Mariani eran judías. Durante la guerra, el marido de una de ellas las denunció a la policía y fueron deportadas a un campo de concentración. Nadie recordaba ya a cuál: Auschwitz, Bergen-Belsen, Dachau, el nombre era lo de menos. Al terminar la guerra, después de nadie sabía cuántos sufrimientos, las hermanas Mariani regresaron a la ciudad. Y, al cabo de cincuenta años, aquí estaban, atravesando el Campo del Ghetto cogidas del brazo, con sus cintas amarillas en el pelo. Las hermanas Mariani fueron víctimas de una conspiración y experimentaron la maldad humana. No obstante, ahora paseaban con sus vestidos estampados al sol cálido de una apacible tarde veneciana.

Brunetti se daba cuenta de que se había puesto sentimental, y tampoco había necesidad. Estuvo tentado de irse a casa directamente, pero enderezó sus pasos hacia la questura, despacio, sin prisa por llegar.

Encima de la mesa de su despacho encontró una nota: «Tenemos que hablar de Ruffolo, V.». Inmediatamente, bajó a ver a Vianello.

El agente estaba en su sitio, hablando con un muchacho que estaba sentado delante de su mesa.

– Es el comisario Brunetti; él podrá contestar tus preguntas mejor que yo.

El chico se levantó pero no tendió la mano.

– Buenas tardes, dottore. He venido porque él me ha llamado -dijo, dejando que Brunetti adivinara quién era «él».

Era bajo y fornido, con unas manos demasiado grandes para su cuerpo, ya rojas e hinchadas, a pesar de que no tendría más de diecisiete años. Por si no bastaban las manos para delatar su oficio de pescador, el tosco y ondulante acento de Burano lo confirmaba. En Burano, o pescas o haces encajes, y las manos del muchacho excluían la segunda posibilidad.

– Siéntate, siéntate -indicó Brunetti acercando otra silla para sí. Era evidente que la madre del muchacho lo había educado bien, porque no tomó asiento hasta que los dos hombres se hubieron sentado, y entonces se quedó muy erguido en la silla, con las manos en los costados del asiento.

Empezó a hablar en el áspero dialecto de las islas exteriores, que ningún italiano no nacido en Venecia entendería. Brunetti se preguntaba si sabría siquiera el italiano. Pero pronto olvidó su curiosidad lingüística, porque el muchacho decía:

– Ruffolo ha vuelto a llamar a mi amigo, y mi amigo me ha llamado a mí, y como yo había dicho aquí al sargento que si volvía a saber de mi amigo se lo diría, he venido a decírselo.

– ¿Qué dice tu amigo?

– Ruffolo quiere hablar. Está asustado. -Se interrumpió y miró a los dos hombres entornando los ojos, para ver si se habían dado cuenta del desliz, pero como ellos no parecían haberlo advertido, prosiguió-. Quiero decir que mi amigo dice que Ruffolo parecía asustado, pero lo único que este amigo mío me ha dicho es que Peppino quiere hablar con alguien, pero que un sargento no le parece bastante. Quiere hablar con alguien de más arriba.

– ¿Te ha dicho tu amigo por qué quiere hablar Ruffolo?

– No, señor. Pero me parece que es porque su madre se lo ha pedido.

– ¿Tú conoces a Ruffolo?

El chico se encogió de hombros.

– ¿Qué puede haberle asustado?

Esta vez el gesto de los hombros probablemente quería decir que el chico no lo sabía.

– Ruffolo se cree muy listo. Siempre está pavoneándose de la gente que conoció cuando estaba a la sombra y de lo importantes que son sus amigos. Cuando me llamó -prosiguió el chico, olvidándose ya del amigo imaginario- me dijo que quería entregarse, pero que tenía cosas que ofrecer que les interesarían. Que podrían hacer un buen trato.

– ¿No sabes qué cosas son? -preguntó Brunetti.

– No; pero dice que son tres, y que usted ya lo entenderá.

Brunetti lo entendió. Guardi, Monet y Gauguin.

– ¿Y dónde quiere encontrarse con esa persona?

Como si se diera cuenta de pronto de que el amigo imaginario ya no estaba allí para servir de amortiguador entre él y la autoridad, el muchacho miró en derredor; pero el amigo había desaparecido sin dejar rastro.

– ¿Saben la pasarela que hay delante del Arsenale? -preguntó.

Brunetti y Vianello asintieron. Se refería a una franja de cemento, de medio kilómetro, que iba desde los astilleros, situados dentro del Arsenale, hasta la parada del vaporetto de Celestia, a unos dos metros por encima de las aguas de la laguna.

– Ha dicho que estaría allí, en la playa que hay junto al puente, en el lado del Arsenale. Mañana, a medianoche. -Brunetti y Vianello intercambiaron una mirada por encima del cabizbajo muchacho, y Vianello silabeó silenciosamente: «Hollywood.»

– ¿Y con quién quiere hablar allí?

– Con alguien importante. Dice que por eso el sábado no se presentó. No quiere hablar con un simple sargento. -Vianello no pareció molestarse por la alusión.

Brunetti se permitió fantasear un momento, e imaginó a Patta, con su boquilla de ónice, su bastón de paseo y, para defenderse de la niebla nocturna, su gabardina Burberry's con el cuello subido, esperando en la pasarela del Arsenale, mientras las campanas de San Marco daban las doce con su voz profunda. Y, puesto a fantasear, Brunetti imaginó que el que acudía a la cita no era Ruffolo, que hablaba italiano, sino este mocetón de Burano. La imagen se borró mientras los vientos de la laguna se llevaban una cacofonía confusa, en la que se mezclaban el cerrado dialecto del muchacho y el acento siciliano de Patta que le hacía comerse la mitad de las palabras.

– ¿Será bastante importante un comisario? -preguntó Brunetti.

El muchacho levantó la cabeza, sin saber cómo interpretar estas palabras.

– Sí, señor -dijo, decidiendo tomar en serio la propuesta.

– ¿Mañana a medianoche?

– Sí, señor.

– ¿Ha dicho Ruffolo…, ha dicho Ruffolo a tu amigo si llevaría consigo esas cosas?

– No, señor; no ha dicho nada de eso. Sólo que estaría a medianoche en la pasarela, cerca del puente. Al lado de la playa pequeña. -En realidad, según recordaba Brunetti, no era una playa, sino un lugar en el que las mareas habían acumulado junto a uno de los muros del Arsenale arena y grava en cantidad suficiente como para que las botellas de plástico y los zapatos viejos pudieran varar y quedar cubiertos por algas viscosas.

– Si tu amigo vuelve a hablar con Ruffolo, que le diga que allí estaré.

El muchacho, satisfecho de haber cumplido la misión que traía, se levantó, saludó a los dos hombres con envarados movimientos de cabeza y se fue.

– Probablemente va en busca de un teléfono para decir a Ruffolo que hay trato -se burló Vianello.

– Ojalá. No me apetece pasarme una hora en el puente para que luego no se presente.

– ¿Quiere que vaya con usted, comisario? -propuso Vianello.

– Ya me gustaría -dijo Brunetti, consciente de que no tenía fibra de héroe, pero agregó, con sentido práctico-: Aunque me parece que no es buena idea. Tendrá amigos apostados a cada extremo de la pasarela, y no hay un sitio en el que usted pudiera pasar inadvertido. Además, Ruffolo no es un traidor y nunca ha sido violento.

– Podría preguntar por allí si me permiten estar en alguna casa.

– No me parece conveniente. Lo más probable es que él también haya pensado en eso, y tendrá amigos merodeando, ojo avizor. -Brunetti trató de representarse mentalmente los alrededores de la parada de Celestia, pero lo único que recordaba eran bloques de viviendas subvencionadas, una barriada casi sin tiendas ni bares. De no ser por la laguna, nada hubiera indicado que se encontraba en Venecia: todos los apartamentos eran nuevos y adocenados. Lo mismo hubiera podido estar en Mestre o Marghera.

– ¿Y los otros dos? -preguntó Vianello, refiriéndose a los otros dos hombres que habían tomado parte en el robo.

– Supongo que también querrán beneficiarse del trato de Ruffolo. Si no, será señal de que el chico es ahora mucho más listo que hace dos años y ha conseguido hacerse con los cuadros.

– Quizá los otros dos tengan las joyas -apuntó Vianello.

– Es posible. Pero lo más probable es que Ruffolo hable por los tres.

– No lo entiendo -dijo Vianello-. El robo les salió bien: tienen los cuadros y las joyas. ¿Qué ganan con devolverlo todo?

– Quizá les sea difícil vender los cuadros.

– Vamos, comisario, usted conoce el mercado tanto como yo. Si se busca bien, se encuentra comprador para cualquier mercancía, por peligrosa que sea. Yo podría vender hasta la Pietá, si consiguiera sacarla de San Pedro.

Tenía razón Vianello. Era muy extraño. Ruffolo no era de los que se enmiendan, y para los cuadros siempre existía un mercado, cualquiera que fuera su procedencia. Recordó que habría luna llena, y pensó que su silueta oscura, recortada sobre el muro pálido del Arsenale, ofrecería un buen blanco. Desechó la idea por ridícula.

– En fin, iré a ver qué nos ofrece Ruffolo -dijo para sí, y le pareció que hablaba como un personaje de película británica de acción, de pequeño calibre intelectual.

– Si cambia de opinión, avíseme. Mañana estaré en casa. No tiene más que llamarme.

– Gracias, Vianello. Pero no creo que pase nada. De todos modos, se lo agradezco.

Vianello agitó una mano y volvió a enfrascarse en los papeles que tenía encima de la mesa.

Puesto que tenía que ser héroe de medianoche, aunque faltara todavía todo un día para la cita, Brunetti consideró que ya podía dar por terminada su jornada de trabajo. En casa, Paola le dijo que aquella tarde había hablado con sus padres. Estaban bien y se divertían en lo que su madre se empeñaba en llamar Ischia. El único mensaje de su padre para Brunetti era que había empezado a ocuparse de su asunto y que creía que a finales de semana quedaría resuelto. Aunque Brunetti estaba convencido de que este asunto nunca quedaría resuelto del todo, dio las gracias a Paola por la información y le pidió que, la próxima vez que hablara con sus padres, los saludara de su parte.

La cena transcurrió con insólita tranquilidad, a causa, sobre todo, de la conducta de Raffaele. Brunetti reparó con sorpresa en que Raffi parecía hoy más limpio, aunque nunca se le había ocurrido pensar que iba sucio. Se había cortado el pelo hacía poco y el pantalón vaquero que llevaba tenía la raya bien marcada. Escuchaba lo que decían sus padres sin hacer objeciones y, curiosamente, no disputó a Chiara el resto de la pasta. Al terminar la cena, protestó cuando se le dijo que le tocaba fregar los cacharros, lo cual tranquilizó a Brunetti, pero los fregó sin suspirar ni rezongar, y aquel silencio hizo que Brunetti preguntara a Paola:

– ¿Le pasa algo a Raffi? -Estaban sentados en el sofá de la sala, y el silencio que llegaba de la cocina llenaba toda la habitación.

Ella sonrió.

– Resulta extraño, ¿verdad? Me ha parecido la calma que precede a la tormenta.

– ¿Crees que esta noche deberíamos cerrar con llave la puerta de la habitación? -Se rieron, pero ninguno de ellos estaba seguro de si se reía de la observación o de la posibilidad de que eso ya hubiera pasado. Para ellos, como para los padres de todos los adolescentes, «eso» no precisaba aclaración: era esa nube oscura y siniestra de resentimiento y virtuosa indignación que entra en sus vidas cuando las hormonas alcanzan un nivel determinado y que no se disipa hasta que varía ese nivel.

– Me ha pedido que le repasara un tema que había escrito para la clase de Literatura Inglesa -dijo Paola. Al ver el gesto de sorpresa de su marido, agregó-: Agárrate, también me ha pedido una cazadora nueva para este otoño.

– ¿Nueva, de la tienda? -preguntó Brunetti con asombro. Esto, el muchacho que, hacía dos semanas, había pronunciado una contundente condena del sistema capitalista que creaba falsas necesidades de consumo, que había inventado la idea de la moda, sólo para fomentar la demanda de ropa nueva.

Paola asintió.

– Nueva de la tienda.

– No sé si podré asimilarlo -dijo Brunetti-. ¿Es que vamos a perder a nuestro rudo anarquista?

– Eso parece, Guido. La chaqueta que ha dicho que quiere está en el escaparate de Duca d'Aosta y cuesta cuatrocientas mil liras.

– Pues dile que Karl Marx no compraba en Duca d'Aosta. Que vaya a Benetton, con el resto del proletariado. -Cuatrocientas mil liras; él había ganado casi diez veces más en el casino. ¿Podía ser la justa proporción que correspondía a Raffi, en una familia de cuatro personas? Pero no para una cazadora. De todos modos, seguramente ya había llegado, la primera grieta en el hielo, el principio del final de la adolescencia. Y, superada la adolescencia, el siguiente paso lo llevaría a la categoría de persona adulta. De hombre adulto.

– ¿Tienes idea de a qué se debe esto? -preguntó. Si Paola pensó que, en su condición de hombre, él estaría más capacitado para comprender el fenómeno de la adolescencia masculina, se lo calló, y dijo tan sólo:

– Hoy me ha parado en la escalera la signora Pizzuti.

Él la miró desconcertado y luego ató cabos.

– ¿La madre de Sara?

– La madre de Sara -asintió Paola.

– Oh, Dios, no.

– Sí, Guido, y es una buena chica.

– Sólo tiene dieciséis años, Paola. -Detectó la nota lastimera de su voz, pero no podía evitarla.

Paola le puso la mano en el brazo, después se la llevó a la boca y se echó a reír a carcajadas.

– Oh, Guido, tendrías que oírte: «Sólo tiene dieciséis años.» Es que no me lo puedo creer.

Siguió riendo y tuvo que apoyarse en el brazo del sofá, vencida por la hilaridad.

Él se preguntaba cómo esperaba su mujer que reaccionase. ¿Riendo y haciendo chistes verdes? Raffaele era su único hijo varón y no sabía lo que podía encontrar en el mundo: sida, prostitución, chicas que se quedaban embarazadas y te obligaban a casarte con ellas. Pero entonces, de pronto, lo vio con los ojos de Paola, y empezó a reír y reír hasta que se le saltaron las lágrimas.

Cuando Raffaele entró a pedir ayuda a su madre para los deberes de inglés y los encontró en aquel estado, no pudo sino escandalizarse de esta prueba de la frivolidad de los mayores.

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