CAPÍTULO XI

Cuando volvió al vestíbulo, Brunetti preguntó a la primera persona que pasó por su lado, una joven negra con uniforme de enfermera, dónde podía encontrar a la doctora Peters. La mujer le dijo que ella iba al Pabellón B, donde trabajaba la doctora, y le acompañaría.

El comisario, caminando ahora en sentido opuesto, cruzó otras puertas dobles. El personal que transitaba por este pasillo llevaba bata blanca o verde, de quirófano, y no el uniforme militar verde oscuro. Pasó frente a un rótulo que indicaba una sala de recuperación. Más allá, a su derecha, oyó el llanto de los recién nacidos. Miró a la enfermera, que explicó sonriendo y moviendo la cabeza de arriba abajo:

– Tres, nacidos esta semana.

A Brunetti le pareció un contrasentido que nacieran niños en una instalación militar, en medio de cañones, uniformes y actividades relacionadas con fines bélicos. Pero recordó que allí había visto una biblioteca, una capilla, una piscina y una heladería, de modo que no debía sorprenderle que hubiera también una maternidad. En realidad, muy poco de lo que había encontrado allí parecía tener que ver con la guerra, o la muerte, ni siquiera con el ejército. Se preguntó si los ciudadanos norteamericanos sabrían lo que se hacía con su dinero. ¿Eran, conscientes de la prodigalidad con que se gastaba? Como buen italiano, Brunetti daba por descontado que su propio Gobierno sólo se preocupaba de tirar el dinero, generalmente, en dirección a los amigos de los gobernantes, pero no se le había ocurrido que el de Estados Unidos pudiera hacer otro tanto con igual diligencia.

– Éste es el despacho de la doctora Peters. Me parece que ahora está visitando, pero no tardará. -La muchacha le sonrió y se alejó dejándole allí, sin molestarse en preguntarle quién era ni qué quería.

El despacho se parecía a todos los despachos médicos que Brunetti había visto. Una pared estaba cubierta de gruesos libros de título no menos grueso. En un rincón había una báscula provista de vara para medir la estatura. Brunetti subió a la báscula y deslizó el cursor por la barra hasta que se estabilizó en 193. Hizo la reducción dividiendo mentalmente la cantidad por 2,2 y el resultado le hizo suspirar. Luego se midió, 5 pies y 10 pulgadas, pero siempre había sido incapaz de hacer esta conversión sin papel y lápiz. Además, no le disgustaba tanto la estatura como el peso.

Carteles en la pared: las consabidas fotos del Carnevale de Fulvio Roiter; una reproducción de los mosaicos de San Vitale de Ravena y una foto ampliada de unas montañas con perfil de aguda sierra que podían ser los Dolomitas. La pared de la derecha, como en tantos despachos de médico, estaba cubierta de diplomas, como si los médicos tuvieran miedo de que no se les tomara en serio si no empapelaban el despacho con las pruebas tangibles de su capacitación. «Emory University». Esto no le decía nada. «Phi Beta Kappa». Esto, tampoco. «Summa Cum Laude». Vaya, esto sí estaba claro.

Encima de la mesa había una revista, Family Practice Journal. Brunetti la abrió y empezó a hojearla. Se detuvo en un artículo ilustrado con fotos en color de lo que parecían pies humanos, pero muy deformados, casi irreconocibles, con dedos que apuntaban en todas las direcciones, retorcidos hacia arriba o doblados hacia la planta. Miró las fotos y, cuando ya empezaba a leer el artículo, notó movimiento a su espalda. Volvió la cabeza y vio en la puerta a la doctora Peters. Sin preámbulos, ella le quitó la revista de las manos, la cerró bruscamente y la puso en el extremo opuesto de la mesa.

– ¿Qué hace aquí? -le preguntó sin disimular la sorpresa ni el enojo.

Él se levantó.

– Le pido disculpas por revolver en su mesa, doctora. Me gustaría hablar con usted, si tiene tiempo. Estaba mirando la revista mientras esperaba. Siento haberla molestado.

Evidentemente, ella comprendía ahora que su reacción había sido exagerada. Él observó que trataba de serenarse. Finalmente, se sentó en la silla situada frente a él y dijo, esforzándose por sonreír:

– Mejor la revista que mi correo.

Dicho esto, su sonrisa se hizo menos forzada. Señaló la revista.

– Eso les ocurre a los ancianos. Por falta de flexibilidad, no pueden agacharse para cortarse las uñas de los pies, y ello causa las horribles deformaciones que ha visto.

– Es mejor la pediatría -apuntó él.

Ella volvió a sonreír.

– Sí, mucho mejor. Creo que es preferible dedicar el tiempo a los niños. -Dejó el estetoscopio encima de la revista y dijo-: Pero no creo que haya venido a hablar de mis preferencias profesionales, comisario. ¿Qué desea saber?

– Ante todo, por qué mintió acerca de su viaje a El Cairo con el sargento Foster.

Él advirtió que no se sorprendía sino que quizá esperaba esta pregunta. La mujer cruzó las piernas. Por el borde de la falda del uniforme que llevaba debajo de la bata blanca le asomaban las rodillas.

– ¿De manera que sí que lee usted mi correo? -preguntó. En vista de que él no contestaba, agregó-: No quería que aquí se supiera que había algo entre nosotros.

– Doctora, enviaron la postal aquí, firmada con los nombres, está bien, con las iniciales de los dos. Para nadie debía de ser un secreto que estaban en El Cairo juntos.

– Por favor -dijo ella con aire de cansancio-, usted ya sabe a lo que me refiero. No quería que aquí se supiera lo ocurrido. Usted estaba presente cuando vi su cadáver. Por eso lo sabe.

– ¿Por qué no quiere que se sepa? ¿Está casada?

– No -dijo ella sacudiendo la cabeza con impaciencia ante tanta ignorancia-. Eso sería lo de menos. Lo peor es que yo soy oficial superior y Mike era mi subordinado. -Observó su perplejidad-. Eso es confraternizar, y está prohibido. -Hizo una larga pausa-. Entre otras muchas cosas.

– ¿Qué le ocurriría si ellos lo descubrieran? -preguntó el comisario, sin considerar necesario puntualizar quiénes eran «ellos».

Ella se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Hubieran amonestado a uno de nosotros, quizá nos hubieran impuesto una sanción o nos hubieran trasladado. Pero ya no tiene importancia, ¿no le parece? -preguntó mirándole a los ojos.

– No, por desgracia. ¿Podría perjudicarla en su carrera?

– Dentro de seis meses habré dejado el ejército, Mr. Brunetti. Ya nadie va a preocuparse por eso a estas alturas, aunque tampoco me importaría. No pienso seguir en el ejército. De todos modos, prefiero que no se sepa. Sólo deseo dejar esto y volver a mi vida. -Calló un momento, le lanzó una mirada diagnóstica y prosiguió-: Gracias al ejército pude ir a la facultad. Yo no hubiera podido costearme los estudios de medicina, ni mi familia tampoco. Ellos me dieron cuatro años de carrera y yo les he dado cuatro años de trabajo. En realidad, ni siquiera es exacto decir que desee volver a mi vida. Lo que quiero es empezar a tener una vida.

– ¿Y qué piensa hacer con esa vida?

Ella frunció los labios y arqueó las cejas.

– No lo sé. He escrito a varios hospitales. Siempre cabe la posibilidad de abrir un consultorio particular. O, quizá, seguir estudiando. No pienso mucho en estas cosas.

– ¿A causa de la muerte del sargento Foster?

Ella oprimió el estetoscopio con un dedo, miró a Brunetti y volvió a contemplarse la mano.

– Doctora Peters -empezó el comisario, incómodo por no saber cómo sonarían sus palabras en inglés-. No estoy seguro de lo que ocurre aquí, pero me consta que al sargento Foster no lo mató un atracador callejero, sino que fue asesinado, y quien lo asesinara tiene algo que ver con el ejército de Estados Unidos o con la policía italiana. Me parece que usted sabe algo acerca de las causas que provocaron su muerte. Le ruego que me diga lo que sabe, o sospecha. O lo que teme. -Sus propias palabras le sonaban áridas y forzadas.

Ella le miró, y él sorprendió en sus ojos la sombra de la expresión que había visto en ellos la otra tarde, en la isla de San Michele. La mujer fue a decir algo, desistió y volvió a mirar el estetoscopio. Al fin, sacudió la cabeza y empezó:

– Creo que sobrevalora mi reacción, Mr. Brunetti. No sé a qué puede referirse al decir que tengo miedo de algo. -Y entonces, para convencer a ambos-: No sé por qué habían de matar a Mike ni quién había de querer matarlo.

Él miraba la mano de la mujer, que pellizcaba el tubo del estetoscopio con tanta fuerza que en el caucho negro había aparecido una raya gris. Ella siguió la dirección de su mirada, se vio la mano y, lentamente, aflojó la tensión haciendo que el tubo se enderezase.

– Lo siento, tendrá que disculparme, pero me espera otro paciente.

– Por supuesto, doctora -asintió él, consciente de haber perdido-. Si recuerda algo más o desea hablar conmigo, llámeme a la questura de Venecia.

– Gracias -respondió ella, levantándose y yendo hacia la puerta-. ¿Desea acabar de leer el artículo?

– No -dijo él. Se puso en pie apresuradamente y se dispuso a marcharse-. Si se le ocurre alguna otra cosa, doctora…

Ella estrechó la mano que él le tendía, sonrió y no dijo nada más. Brunetti la siguió con la mirada y vio que entraba en la habitación de al lado, a mano izquierda, donde se oía hablar a una mujer en voz baja y cariñosa, probablemente a un niño enfermo.

El conductor esperaba fuera, enfrascado en una revista. Cuando Brunetti abrió la puerta trasera del coche, levantó la cabeza.

– ¿Adonde, comisario?

– ¿Funciona ya el comedor? -Tenía hambre, y vio que era más de la una.

– Sí, señor. Ya acabó la huelga.

– ¿Quién la hacía?

– La CGL -dijo el hombre. Éste era el mayor de los sindicatos comunistas.

– ¿La CGL? -repitió Brunetti, atónito-. ¿En una base militar norteamericana?

– Sí, señor -ratificó el conductor riendo-. Cuando terminó la guerra, contrataban a personas que hablaran inglés, sin prestar atención a ideas políticas ni sindicatos. Después, al descubrir que los de la CGL eran comunistas, se negaron a admitir a nuevos miembros, pero no pueden echar a los que ya están dentro. Y muchos trabajan en el comedor. La comida es buena.

– Pues lléveme allí. ¿Está lejos?

– A dos minutos -dijo el hombre mientras ponía el coche en marcha y hacía un viraje de ciento ochenta grados en una calle que Brunetti estaba seguro de que era de un solo sentido.

Dejaron a su izquierda dos grandes estatuas que el comisario no había visto hasta aquel momento.

– ¿Quiénes son? -preguntó.

– El ángel de la espada, no sé, pero la otra es santa Bárbara.

– ¿Y qué hace aquí santa Bárbara?

– Es la patrona de las armas de artillería. A su padre lo fulminó el rayo cuando iba a cortarle la cabeza.

Aunque católico, Brunetti nunca se había interesado por las cuestiones religiosas y le resultaba difícil distinguir a un santo de otro, al igual, suponía él, que los antiguos paganos debían de tener dificultades para recordar las atribuciones de cada dios. Además, siempre le había parecido que los santos mostraban una excesiva tendencia a perder partes del cuerpo: ojos, pechos, brazos y, ahora santa Bárbara, la cabeza.

– No conozco la leyenda. ¿Qué pasó?

El conductor hizo un quiebro en una señal de STOP, dobló una esquina, se volvió hacia Brunetti y explicó:

– El padre era pagano y ella, cristiana. Él quería casarla con un pagano y ella quería ser virgen. -Entre dientes, comentó-: La muy tonta. -Volvió a mirar hacia adelante, con el tiempo justo para pisar el freno y evitar incrustarse en un camión-. Así pues, el padre, para escarmentarla, decidió cortarle la cabeza. Levantó la espada, le preguntó por última vez si estaba dispuesta a obedecer y entonces ¡zas!, un rayo le cayó en la espada y lo dejó muerto.

– ¿Y ella?

– Esa parte de la historia nunca te la cuentan. Lo cierto es que, a causa del rayo y el trueno, la hicieron patrona de la artillería. -Paró el coche delante de otro edificio bajo-. Ya hemos llegado. Es extraño que no supiera usted la historia de santa Bárbara, comisario.

– No me asignaron ese caso -dijo Brunetti.


Después del almuerzo, Brunetti pidió al conductor que volviera a llevarlo al apartamento de Foster. Delante de la casa, en el jeep, estaban los mismos soldados de la víspera. Los dos se apearon al ver a Brunetti y esperaron a que se acercara.

– Buenas tardes -saludó él con una sonrisa afable-. Me gustaría, si es posible, echar otra ojeada al apartamento.

– ¿Ha hablado con el comandante Butterworth? -preguntó el que llevaba más galones.

– Hoy, no. Pero ayer me dio su autorización.

– ¿Podría decirme por qué quiere volver a entrar, comisario?

– Mi libreta. La saqué para anotar los títulos de los libros y debí de dejarla en la estantería. En el tren la eché en falta, y como el último sitio en que estuve es éste… -Al ver que el soldado iba a decir que no podía subir, agregó-: Acompáñeme, si quiere. Lo único que deseo es recuperar la libreta. No creo que en el apartamento haya algo que pueda serme útil para la investigación, pero en esa libreta hay anotaciones sobre otros asuntos que me son muy necesarias. -Comprendió que estaba hablando demasiado.

Los dos soldados se miraron y, al parecer, uno de ellos decidió que no había inconveniente. El que había hablado dio el rifle a su compañero y dijo:

– Vamos. Le acompaño.

Con una sonrisa de gratitud, Brunetti lo siguió hasta el ascensor. Ninguno de los dos dijo nada durante el corto viaje hasta el tercer piso, ni mientras el soldado abría la puerta. Éste retrocedió para dejar entrar a Brunetti y cerró la puerta.

El comisario fue directamente a la sala y buscó ostensiblemente en la estantería la libreta que tenía en el bolsillo. Hasta se agachó a mirar detrás de un sillón.

– Qué extraño. Hubiera jurado que aquí la tenía en la mano.

Sacó varios libros y miró detrás. Nada. Se quedó quieto, pensando dónde había podido dejarla.

– Entré en la cocina a beber un vaso de agua -explicó al soldado-. Quizá la dejé ahí. -Entonces, como si acabara de ocurrírsele la posibilidad, preguntó:

– ¿Quizá ha venido alguien más y la ha encontrado?

– No, señor. No ha entrado nadie desde que usted salió.

– Bien -respondió Brunetti, con su sonrisa más cordial-, en tal caso, tiene que estar aquí.

Precedió al soldado hasta la cocina, se acercó al fregadero. Miró en derredor, se agachó a buscar debajo de la mesa y se levantó. Al enderezarse, se situó frente al calentador. Las ranuras de las cabezas de los cuatro tornillos que sujetaban la tapa frontal, que la víspera había dejado perfectamente perpendiculares entre sí, ahora estaban un poco desviadas. Así pues, alguien había destapado el calentador y descubierto que las bolsas ya no estaban.

– Parece que aquí no está.

– Sí, eso parece -aceptó Brunetti, con una voz de auténtica perplejidad-. Es muy extraño. Estoy seguro de que aquí la tenía.

– ¿No se le caería en el coche? -sugirió el soldado.

– El conductor me la hubiera dado -dijo Brunetti, y agregó, como si acabara de ocurrírsele-: Si la hubiera encontrado.

– Mire en su vehículo, comisario.

Los dos hombres salieron juntos del apartamento. El soldado cerró la puerta con llave. Mientras bajaban en el ascensor, Brunetti se dijo que sería demasiada casualidad encontrar ahora la libreta, escondida en el asiento trasero del coche. Por lo tanto, cuando salieron del edificio, dio las gracias al soldado por su ayuda y volvió al coche.

Como no estaba seguro de si el norteamericano podía oírle ni si entendía el italiano, Brunetti siguió con la comedia y preguntó al conductor si había encontrado una libreta. Naturalmente, no la había encontrado. Brunetti abrió la puerta trasera y palpó detrás del asiento. No encontró nada, lo cual no le sorprendió lo más mínimo. Irguió el cuerpo, se volvió hacia el jeep y mostró las palmas de las manos, en elocuente ademán. Luego, subió al coche y pidió al conductor que lo llevara a la estación.

Загрузка...