El imán de chicas

¿Alguna vez se le había ocurrido que el ser mandón es una clase de generosidad? ¿Una necesidad de compartir lo que los dioses han concedido milagrosamente? Creo que eso era lo que le pasaba a Polly. Eso y su juventud. Al fin y al cabo sólo tenía veintiséis años. Todas las mañanas se sentía afortunada; pasmada ante el azul del cielo o el gris, qué gris tan precioso. Durante los primeros meses en la ciudad de Nueva York, cuando vino a estudiar en la universidad, Polly miraba a su alrededor y gritaba: «¡Taxi!», no con la intención de coger uno, sino sencillamente maravillándose de que estuvieran allí. Esa emoción con el mundo, ese júbilo, ese grito de «¡taxi!» pudo haber sido la razón de que la ruptura con Chris le afectara tanto.

Polly creía que el mundo era muy prometedor. Si a veces se hacía un lío y pensaba que era ella la que había hecho la promesa, la que sin darse cuenta se había comprometido a enderezar todo lo que estaba torcido a su alrededor, no deberíamos culparla. Era como si hubiera oído su propia gran voz de adulta diciéndole que hiciera correr la noticia. Y, como una niña, ella obedecía. Si, como una niña, no se paró a examinar la noticia en cuestión, tenemos que recordar que Polly se gastó el sueldo de una semana en papel de carta artesano y que a menudo iba al trabajo sin sujetador. Era joven, y cuando sus decisiones se volvían contra ella, siempre se sorprendía, pero nunca se daba por vencida.

Su decisión de vivir con George a tiempo completo, por ejemplo, trajo consigo una de esas impertinentes sorpresas, pues Polly, en semejante proximidad con su hermano, tuvo por fuerza que conocer las costumbres de George en lo que a ligues se refería; de haberle visto desnudo sentado en la encimera de la cocina no se habría sentido tan disgustada.

Al principio sólo se fijó en las costumbres domésticas de George, que no eran tan malas como se había temido. George había limitado su desorden a sus propias dependencias, y de todos modos ella tampoco habría podido quejarse, pues también era muy desordenada, excepto con sus armarios, que estaban impecablemente cuidados y organizados. En la cocina, George hacía las cosas lo mejor que podía: dejaba la puerta del frigorífico abierta sólo de vez en cuando, apagaba las luces casi siempre y tiraba la basura cuando se le ordenaba. Su empleo de barman era suficiente para pagar su parte del alquiler. Era amable, casi atento, y maravilloso con el perro. Realmente maravilloso. Le sacaba a pasear, le daba de comer, jugaban con el Frisbee y a tirar de la cuerda, le enseñaba a sentarse… Maravilloso, sí, pero como con otras muchas cosas maravillosas, fue esa maravillosa atención al perro lo que acabó convirtiéndose en un problema para Polly.

Aunque a Howdy aún no se le permitía pisar las calles de Nueva York, se suponía que, según los libros y los artículos de Internet, tenía que encontrarse con la gente en la calle, oír los ruidos de la calle, ver coches y bicicletas y cochecitos y paraguas y monopatines y camiones de bomberos en la calle. Esta socialización tenía que llevarse a cabo metiendo al cachorro en una mochila, parecida a las mochilas portabebés, hecha especialmente para perros, y paseando luego a un lado y a otro de Columbus Avenue con la cabeza de Howdy debajo de la barbilla de uno y sus cuatro patas peludas y sus enormes zarpas colgando en todas las direcciones. Esta tarea recaía a menudo en George. George estaba en casa durante el día, así que parecía lógico, pero aun así Polly le estaba muy agradecida, ya que su hermano lo hacía siempre de buen humor y a conciencia. Howdy, como consecuencia, era un perro muy amigable y equilibrado que no se asustaba ni de personas ni de animales, fuera cual fuese su tamaño, forma, edad o carácter, ni se alteraba cuando se aproximaban sirenas, silenciadores estruendosos, radios, helicópteros, bandas de música, concentraciones políticas, truenos, mellizos chillones o ensordecedores martillos neumáticos. Polly estaba orgullosa de su cachorro y, de la manera protectora e indulgente que había asumido desde la infancia, estaba orgullosa de su hermano, como si él fuera también un cachorro.

Pero George no era un cachorro, y Polly tuvo que reconocerlo. Era un hombre casi en la treintena sin intención aparente de sentar la cabeza en algún lugar o en algo, y al mismo tiempo que ella disfrutaba del éxito de George con Howdy, no podía evitar fijarse en que su hermano parecía tener una novia diferente casi todas las semanas. Polly apenas tenía contacto con ellas, pues los planes de vida de hermano y hermana eran muy privados. Como la casa antes había estado dividida en dos apartamentos, aún tenía dos puertas, y una de ellas daba acceso directo a la habitación de George. Esa habitación, anteriormente un estudio, era grande y con mucha luz, y tenía su propio cuarto de baño. Polly sólo se topaba con alguna de las chicas en el cubículo de la cocina. Allí a menudo se encontraba con una chica ligera de ropa preparando café por la mañana, y ellas se sonreían y hacían amistad. Pero más tarde o más temprano, normalmente más temprano, la simpática chica era sustituida por otra chica simpática.

Polly se oponía en nombre de todas las mujeres solteras. Le sentaba mal la promiscuidad de su hermano al mismo tiempo que le envidiaba por ella. Simpatizaba con las ex de su hermano, tanto si eran ellas las que se habían cansado de George como si era George el que se había cansado de ellas. ¿Se sentaban en casa a llorar el amor perdido y las esperanzas frustradas como hacía ella? Se dijo a sí misma que realmente ellas no eran novias, que no habían vivido un año con George, compartido cada pensamiento con él, vivido en pareja ni pensado en matrimonio para sus adentros, como había hecho ella con Chris. Aun así, cuando conocía a una nueva amiguita, Polly quería prevenirla. Así es como empieza, deseaba decirle. Y de repente, termina.

Pero ¿y si ése era el comienzo de algo que no terminaba? ¿Y si esa vez funcionaba? ¿No sería una buena cosa? Era evidente que no todas las relaciones terminaban mal. La chica sería muy feliz. George sería muy feliz. ¿O no? Y así, dándole vueltas hasta el infinito, Polly se afanaba en preocuparse por su hermano. En general él era muy inestable. No había dejado de dar bandazos durante los seis años que hacía que había terminado la universidad. Y por si eso fuera poco, Polly se encariñaba con cada una de las chicas y luego las echaba de menos cuando desaparecían. Su hermano y ella se topaban continuamente con amantes desdeñadas. Cuando iba con su hermano por la calle, él a veces se bajaba la capucha hasta los ojos o agachaba la cabeza hasta que pasaba alguna de sus ex novias, si es que alguna vez las había llamado así.

– Donde tengas la olla no metas la polla -le dijo Polly.

Pero George no hizo más que encogerse de hombros.

– Ya sé que no te lías con todas las chicas guapas del restaurante. -Polly lo sabía porque solía estar allí con él, pasando el rato mientras George preparaba bebidas y servía cervezas.

– Polly, ¿me meto yo en tu vida amorosa?

– No, pero es que yo no tengo vida amorosa.

Enseguida George empezó a bromear y a desviar la conversación de las sombrías perspectivas románticas de Polly y de sus propios éxitos.

Polly sabía que estaba celosa, George sabía que estaba celosa y ambos sabían hacer caso omiso de los celos hasta que se liberasen de ellos y quedaran atrás como la piel seca e inservible de una serpiente en la arena. Sin embargo, cuando estaba en casa sentada con Howdy en su regazo, a veces Polly trataba de imaginar dónde estaría George. Sospechaba que quedaba con Chris de vez en cuando, pero temía preguntárselo por si era verdad. Eso sería muy desleal, y no quería pensar que George era desleal. Ella dependía de George. Distante y taciturno, era divertido y alegre a su manera, y a Polly le hacía más llevadera su soledad.

Porque Polly se dio cuenta de que estaba muy sola. Los otros editores con los que trabajaba en la revista parecían majos, pero eran mayores que ella y hablaban de las tasas de las matrículas de sus hijos cuando ella aún estaba tratando de devolver el préstamo para sus estudios universitarios. Pasaba horas hablando por teléfono con Geneva, y cuando no estaba sentada en el bar del Go Go mirando a George, quedaba con su amiga en un bar apropiado del centro, aunque Polly ni siquiera tenía valor para flirtear con nadie y tendía a hablar demasiado de Chris. Además, cuando salía con amigos, tenía miedo de encontrarse con Chris. Algunos de sus amigos de la universidad vivían en la ciudad y se reunían de vez en cuando para celebrar el cumpleaños de alguien, para cenar o tomar algo. A veces jugaban al billar. O iban al cine. Antes de la ruptura, Polly era la que se encargaba de buscar un nuevo restaurante, de probar una nueva bebida o de llevar en manada a sus amigos a ver el último estreno. Salía con su propio taco de billar protegido en un estuche de cuero. Pero ahora el taco de billar estaba en el armario; detestaba salir del barrio, bebía lo que hubiera y prefería la televisión al cine. Polly estaba dolida y sola, y George, su hermano, era quien más calmaba esa inquietante sensación de vacío. Le costaba relacionarse, le resultaba laborioso y agotador, y si George hubiera podido llevarla a hacerlo en el papoose, se habría unido al cachorro de buena gana. «Papoose», pensó. El Webster define «papoose» como “niño americano nativo”, no como la mochila para transportarlo. Bueno, ¡qué le vamos a hacer! No estaba de servicio, y se decía «papoose», y era George el que lo llevaba.

No importaba lo dominante que Polly fuera con él, George seguía siendo su hermano mayor, el mismo que la ayudaba a hacer su pequeña maleta cuando juntos se mudaban de casa cada vez que pasaban de la custodia de un padre a la del otro, dos veces a la semana, todas las semanas, mientras Polly exigía sumisión con su voz fuerte y le agarraba de la mano. Ahora estaba sentada en el salón deseando que estuviera allí con ella. Para alguien que no tenía una verdadera vida, George parecía estar siempre increíblemente ocupado. El salón del apartamento tenía dos ventanas que daban a lo que el agente de la inmobiliaria había descrito como un patio pero que cualquiera lo habría llamado pozo de ventilación. En el fondo de ese pozo, que Polly veía desde las ventanas, había apiladas muchas bolsas de basura, así como varias estufas viejas, colchones, puertas, lámparas rotas, sillas con tres patas, un mugriento sofá malva y un colorido armazón de barras para juegos infantiles retorcido de tal manera que ningún niño podría trepar por él. El pozo de ventilación, Polly se dio cuenta al poco de mudarse allí, cuando reconoció la librería y la mesa de centro del hombre que se había suicidado en el apartamento, se usaba como contenedor de desechos. Ella puso enseguida persianas de bambú para que no se viera la basura. Pero las persianas no dejaban pasar la luz, y, como era primavera, le gustaba levantarlas y abrir las ventanas, para que entrara la estrecha ranura de sol que se veía una o dos horas por la mañana. Lo hacía por Howdy, que se tumbaba con satisfacción en cualquier trocito de pálida luz urbana que encontrara. Cuando las ventanas estaban abiertas, los sonidos de los otros apartamentos que daban al pozo de ventilación se oían claros y nítidos. Los niños de enfrente lloriqueaban. La pareja de arriba discutía. Y los dos cantantes, una soprano y un tenor, en dos apartamentos diferentes, cantaban. Los dos daban clases de canto, y las escalas de sus alumnos a veces rivalizaban entre ellas en el pozo de ventilación. Esa noche sólo se oía una voz, la soprano, acompañada de un piano. Polly puso la radio para ahogar la interminable repetición. Howdy le lamió la mano con suavidad. Miró cómo se le cerraban los ojos al cachorro y pensó en su compañero de piso. ¿Qué era lo próximo que tenía en la agenda para George? Se preguntó con quién estaría saliendo en aquel momento, y volvió a pensar que George y Geneva, aunque ninguno de los dos había mostrado el más mínimo interés por el otro todavía, estaban destinados a enamorarse perdidamente, y sólo necesitaban un empujoncito, que ella estaba decidida a dar.

Mientras Polly tramaba el futuro amoroso de su hermano, George se dirigía en bicicleta junto al río Hudson hacia Battery Park. Montaba en bici por las noches, después del trabajo. Nunca había hablado a Polly de estas excursiones. Se habría preocupado y habría hecho de su vida un infierno, y de la de ella, también. Qué extraño era vivir con la propia hermana. Deseaba tanto hacerla feliz, pero, al final, él era el único hombre en el mundo que de ninguna manera podía hacerlo. Que necesitaba un hombre, a él no le cabía duda. Polly se había obsesionado con el perro, y George lo entendía. También él se sentía muy unido al animal, y pensaba en él, en la expresión de sus ojos oscuros, en la forma en que ladeaba la cabeza como interrogando, en el sedoso manto amarillo, en la forma en que bebía a lengüetazos de su cuenco… George se echó a reír. Era como estar enamorado. Pensaba más en Howdy que en las chicas con quienes salía. ¿Salir? Qué palabra más tonta. Follar era más adecuada. No. Estaba siendo injusto consigo mismo. Empezaba todas las relaciones muy esperanzado. La chica a la que veía últimamente, Sarah, parecía perfecta. Iba camino de casa después de ver una película de los hermanos Farrelly cuando la conoció. Llevaba un ejemplar de las obras completas de W. H. Auden, su poeta favorito, que había comprado en Barnes & Noble antes de entrar al cine. Ella se paró y acarició al cachorro, que se retorcía en la mochila, acercando tanto la cara a la de George que él creyó que el corazón se le paraba de lo guapísima que era. Se la mirara por donde se la mirara. Dulce y maravillosa. ¿Qué más podía pedir? ¿Por qué no estaba enamorado de ella? ¿Qué le pasaba?

Nunca se le había ocurrido pensar que pasara algo con las chicas de las que no se enamoraba. Era lo bastante honesto, y lo bastante vanidoso, como para cargar con toda la responsabilidad. Rara vez era él el que rompía. De alguna manera ellas lo sabían y acababan alejándose. George se sentía como si fuera una ventana abierta. Ellas entraban flotando, luego salían y dejaban tras de sí un aleteo de cortinas. Soy una ventana abierta y vacía, pensó, disfrutando casi de su autocompasión, ya que le había sobrevenido con una imagen muy bonita. Se imaginó la sensación de la suave brisa, la caricia de las cortinas en la cara a la suave luz del sol. Pero no, la cortina no podía rozarle la cara. Él no miraba por la ventana; él era la ventana.

Al menos lo intentaba. Polly, por otro lado, buscaba pretextos para no salir. A veces quedaba con sus amigas para ver Friends, lo cual a él le parecía de una tristeza especialmente nauseabunda. También se sentaba en el Go Go cuando George estaba allí. A veces la arrastraba a jugar al billar o a un bar. Pero nunca hablaba con nadie. Se preguntaba por qué le importaba tanto, pero el caso era que sí le importaba. La felicidad de Polly siempre le había importado. Ella era su competente y mandona hermana pequeña, y hasta aquel momento lo único que había tenido que hacer para que ella fuera feliz había sido permitir que le dijera lo que él tenía que hacer. Estaba satisfecho de ello y además se le daba bien. Ella se encargaba de las cosas. Polly siempre había establecido las reglas, y George, al igual que su madre y su padre (debatiéndose entre la culpa y la ira), había procurado, con escaso éxito, seguirlas. Cuando los padres cometían una transgresión, cuando su padre compró a George una escopeta de aire comprimido que su madre había prohibido, cuando su madre prohibió a los niños que asistieran a la boda de un tío paterno en uno de los días en que les tocaba estar con ella, cuando la maldad y el espíritu competitivo del uno hacia la otra se sobrepuso a la lógica y al amor a sus hijos, fue Polly quien les ajustó las cuentas. Era activa, chillona y testaruda, y George había dado las gracias, había dejado los asuntos del mundo en manos de Polly y se había retirado cómodamente a su tranquilo y maravilloso universo. Pero en aquel momento, con el viento dándole en la cara y las estrellas brillando sobre el río Hudson, pasó junto a los esqueléticos cascos de los embarcaderos que se ondulaban como montañas rusas en las oscuras aguas y decidió que buscaría, tenía que hacerlo, un novio a Polly.


Fue justo una semana después, una tarde de abril, cuando los días se hacían más largos y el aire era fragante, húmedo y cálido, cuando Polly descubrió el secreto del éxito de George con la población femenina del vecindario. Era un día precioso y Polly caminaba a casa desde el trabajo por el parque. Los narcisos, cientos de ellos, estaban brillantes y frescos y resplandecían al sol, mojados aún por el chaparrón de la mañana. La forsitia inundaba los pasos elevados de piedra del parque. El olor a tierra húmeda hacía que a Polly se le saltaran las lágrimas de alegría. ¡La primavera! ¡Ya estaba allí! Los árboles aún no tenían hojas, pero los pájaros habían venido de alguna parte camino de otra parte y cantaban desde las ramas. Polly fue caminando a casa con otros hombres y mujeres con sus trajes y su calzado de oficina, atraídos por la fragante primavera, balanceando sus maletines alegremente.

Polly compró pan en una panadería de Columbus y se apretó la hogaza templada contra el pecho, sintiéndose privilegiada por vivir en un mundo en el que existía el pan recién hecho, luego caminó unas cuantas manzanas más hasta llegar a su calle. Fue allí, en el banco que había junto a un café en la esquina de la calle que había a continuación de la suya, donde vio a George. Estaba sentado con Howdy colgando en la mochila que llevaba delante. A Howdy se le veía radiante y esponjoso con la suave luz decreciente. George sonreía y arrullaba al perro, besaba su sedosa cabecita, y Howdy se enroscaba y se retorcía para poder lamer la mejilla de George. Polly se detuvo, latiéndole el corazón de orgullo y cariño. Nunca había visto una dulzura semejante, pensó, y entonces se dio cuenta de que ella no era la única que contemplaba a la pareja. Dos chicas guapísimas con grandes bolsos de cuero y gafas de sol de las caras se pararon a mirar y a charlar con habla infantil y acento francés. Cuando se marcharon, otra chica, una joven de pelo oscuro y una pálida y extemporánea belleza no muy diferente de la de George, también se detuvo a acariciar al perro. Mientras Polly permanecía en el otro lado de la calle mirando, la chica nueva se sentó junto a George en el banco. Polly se marchó a casa deprisa.

– ¿Utilizas al perro para conquistar a las chicas? -preguntó cuando George y Howdy llegaron a casa.

– Es un auténtico imán de chicas -respondió George-. Es increíble.

– ¿Utilizas a Howdy, que ya tuvo que presenciar el suicidio de su dueño, para ligar con chicas?

Polly pasó más de una noche de insomnio pensando en el anterior ocupante del apartamento. ¿Cómo era? ¿Por qué era tan desdichado? Ella confiaba en que el cachorro le hubiera dado algún momento de placer y cariño antes de morir. Luego se cabreaba con él por haber dejado al animal encerrado en el armario. Después se disculpaba con el alma del difunto, quien obviamente había agonizado de tristeza. A continuación se preguntaba qué aspecto tendría y dónde estaría enterrado y cómo serían sus padres. Luego encendía el televisor y veía películas antiguas, con la mente convertida en un pozo de resentimiento, vergüenza y angustia por aquel extraño que se había ahorcado en su apartamento. En el apartamento de él, se corregía, y solía encender una luz al llegar a este punto.

Polly sacó a Howdy de la mochila y lo abrazó.

– Eres asqueroso -le dijo a George.

George se echó a reír y Polly tuvo más claro que nunca que George debía sentar la cabeza con una novia apropiada, y que esa novia apropiada no podía ser otra que Geneva.


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