¿Estaba enamorada?

Llega un momento, incluso en Nueva York, en que la fruta de los árboles empieza a madurar. Un día aparecen las manzanas silvestres, pequeñas y verdes como uvas. La fruta se hace más grande y adquiere un tono rosado de la noche a la mañana, y al día siguiente, parece, las manzanas son ya de color carmesí. Pasa el verano, agotado, polvoriento y pálido, y aparecen las bayas en arbustos que ni sabemos cómo se llaman. Al menos yo no sé cómo se llaman: rojos, morados o naranjas o, como en un arbusto al final de las escaleras de la calle Setenta y seis que van a dar a Riverside Park, de un increíble lavanda de lencería.

Por lo general a Simon le alegraba la aparición de esas frutas rosáceas, las primeras señales de que el largo paréntesis anual pronto daría paso a su verdadera vida. Pero ese año Simon las contemplaba con consternación. Virginia, aquellos verdes y ondulados prados, donde siempre había pensado que residía su corazón, como en una canción de Stephen Foster, estaba muy lejos de donde su corazón parecía sentirse a gusto últimamente, que era ahí, en su calle, con Jody.

Se podría pensar que tenía muchos años a su espalda para haberse enamorado de aquella forma tan completa y profunda. Podría argumentarse que era a la vez demasiado mayor y demasiado joven realmente: demasiado mayor para un apasionado primer amor romántico, y demasiado joven para un desesperado encaprichamiento de la madurez. Pero a veces los números se equivocan, y Simon estaba enamorado. Se despertaba con el inverosímil y nada melodioso nombre de Jody en los labios. Su voz, que sí era melodiosa, le resonaba en la cabeza de manera exquisita.

Algunas veces pensaba que él también le gustaba a Jody. El resto del tiempo confiaba en que así fuera. Pero sobre todo hacía hincapié en su buena suerte, y cada vez que la veía, cada vez que la tocaba, cada vez que ella hablaba y él notaba la cálida dulzura de su aliento, sentía una abrumadora gratitud. No era la primera mujer a la que había querido, pero sí era la primera mujer de la que se había enamorado. La había cortejado, de una manera un tanto fortuita. Y de manera fortuita, también, la había conseguido. Aquel caluroso verano había sido una bendición para Simon. Y el otoño se avecinaba lleno de incertidumbre.

Jody, a su vez, también pensaba en Simon, pero sus pensamientos iban en otra dirección. A Jody, sencillamente, le había sorprendido la brillantez sexual de Simon. Era como el que levanta la vista para mirar el reloj y se da cuenta de que son las cuatro y doce minutos de la tarde, y se le ha olvidado tanto el desayuno como la comida: tenía un apetito enorme y su placer era ilimitado. Parecía extasiado, como un monje ruso, como un niño. Ella había salido al asfalto nocturno durante el apagón sin esperar nada y sin importarle demasiado. Sentía que ya había desaparecido esa noche, desaparecido de la consciencia de Everett y, hasta cierto punto, de la suya propia. Cuando Simon la llevó delicadamente a su cama, pensó Jody: ¿qué importa lo que haga? Después pensó: ¿cómo puedo ser tan voluble? Luego miró a Simon mientras dormía, sonrió y pensó: todos somos humanos.

Se dio cuenta de que estaba cautivada sexualmente. No había otra forma de describir el lazo que la unía a Simon.

A algunos puede parecerles inexplicable, incluso censurable, que pudiera trasladar su interés de un hombre a otro con tanta rapidez, y al principio era inexplicable y censurable para Jody también. Estás muy desesperada, pensó, pasando de un hombre a otro, tratando de ligar con cualquier viejo, de solterona a puta en una sola noche.

Pero yo no me veo juzgando a Jody con tanta dureza como se juzga a sí misma. Allí estaba ella, en la noche del apagón, abandonada de repente por el hombre al que creía amar. Y allí estaba, ante ella, otro hombre, borracho, con dificultad para expresarse, pero amable y cariñoso. La había cogido de la mano y a través de la oscuridad de la noche la había conducido hasta su cama.

Simon la veneraba como si estuviera ante un altar, a ella, que jamás se le habría ocurrido que tuviera un altar. En los días que siguieron ese amante sustituto la abrumó con la fuerza de sus sentimientos por ella, con su pasión y sus atenciones. ¿No era natural que el suplente empezara, de hecho, a ocupar el lugar del original?

El verano terminó y comenzó el colegio.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó la profesora de arte el primer día de clase.

– Sí. ¿Por qué?

– ¿Duermes últimamente?

Jody se quedó pensativa. ¿Dormía últimamente? ¿Lo que hacían Simon y ella era dormir? Y, sin embargo, se despertaba todas las mañanas, lo cual implicaba dormir. Y cuando se despertaba, el día la recibía con dulzura y amabilidad, y ella saltaba de la cama agradecida por la noche y agradecida por las horas que tenía por delante hasta que diera comienzo la noche siguiente.

– Sí -contestó-. Sí, supongo que sí.

La profesora de arte meneó la cabeza.

– Me sorprende, eso es todo -dijo.

– A mí también -replicó Jody, y cuando fueron a almorzar a la cafetería Pollyanna, ella no defendió la lechuga marchita ni el café aguado. Todo lo contrario.

– ¿Los restos de Snowball? -preguntó, señalando la lechuga y aludiendo al conejito del jardín de infancia-. Esto sabe a agua de fregar -añadió, bajando con asco la taza de café.

La profesora de arte la miró, luego dejó el termo del café que había estado a punto de servirse y cogió una bolsita de té.

Al darse cuenta, Jody se sintió eufórica, con una repentina sensación de poder. Se quedó sin respiración. Qué agradable ser desagradable, pensó.

– ¿Sabes lo que creo? -dijo la profesora de arte, echándose agua hirviendo en la taza y dando vueltas a la hinchada bolsita de té-. Creo que estás enamorada.

Jody no dijo nada. Bebió a sorbos el infame café con aire pensativo. ¿Estaba enamorada? No sabría decir. ¿Y eso qué significaba? ¿Acaso importaba? Estaba de un humor estupendo, y la amaban. Sin duda eso le bastaba a cualquiera.


Para George, el otoño no fue muy distinto del verano. Trabajaba en el Go Go, salía las noches que tenía libres y se sentía vagamente culpable e insatisfecho. Los dos cambios más significativos eran que no tenía novia y que había empezado a pasear a otro perro. El incidente con la chica guapa y el mestizo de rottweiler derivó en un corto romance con Laura, la chica guapa, y en el compromiso a largo plazo de pasear y domesticar a Kaiya, el bonito perro.

El cielo azul de otoño resplandecía con brillantes nubes blancas y el viento era fresco y tonificante cuando George, Howdy y Kaiya llegaron al parque. Los perros daban saltos al otro extremo de la correa, ladrando a las panzudas ardillas que trajinaban de un lado a otro como prósperos burgueses, con sus opulentos abrigos de piel. George les quitó la correa. Los perros se quedaron totalmente quietos, pero enseguida empezaron a saltar como locos en todas las direcciones, dando vueltas en el aire, persiguiendo ardillas, hojas, la vida misma. Un hombre de mediana edad que llevaba a un doguillo sujeto de una correa se paró a charlar con él sobre el tiempo. Pero luego pasó por allí una pareja joven con otro doguillo, y George, con sus dos enormes perros de dudosa raza, se sintió frustrado.

George se preguntó si echaba de menos a Laura y por qué no había funcionado su relación. Era guapa, con mucho pecho, una chica exigente, casi tan impetuosa como su hermana. ¿Todas las chicas eran como su hermana? Y si no, ¿por qué no? Porque, verdaderamente, pensó, Polly es la mejor. Estaba sorprendido de lo bien que se lo pasaban juntos. Sus amigos al principio creían que era una locura que se fuera a vivir con su hermana, como lo creía él también. Pero los dos se habían dado cuenta de lo acertado que era tener un rincón agradable y un amigo agradable, que era lo que había resultado ser Polly. Podía hablar con ella o no, según de qué humor estuviera. Cuando estaba resfriado, ella le preparaba zumo de naranja y sabía cuáles eran las pastillas sin receta que le ayudaban a dormir. Siempre estaba dispuesta a ir al cine con él o a pedir una cena para llevar. Se peleaban por el mando a distancia y por la silla más cómoda del salón. Era como si los dos hubieran regresado a casa, no hubiera habido divorcio y sus padres tardaran mucho en volver de cenar fuera.

Por otro lado, si Polly era la mejor, ¿por qué perdía el tiempo con el viejo y desabrido Everett? E incluso si Polly era la mejor, lo cual, según esta lógica, puede que no lo fuera, ¿quería realmente tener una relación en serio con alguien como Polly? Probablemente no, pensó. Por una razón, ya tenía una relación seria con alguien como Polly: Polly.

Y lo más importante con Polly era, se recordó a sí mismo, que ella no necesitaba nada más de lo que él siempre le había proporcionado: su fraternal presencia. Y nunca podría hacer eso con alguien como Polly que no fuera Polly.

George se preguntaba si todo el mundo se preocuparía por la clase de cosas que se preocupaba él. Esperaba que no. Silbó para llamar a los perros, que trotaron dócilmente a su lado.

Doris los vio pasar, y aunque conocía la extraoficial pero arraigada costumbre de dejar sueltos a los perros en el parque hasta las nueve de la mañana, se detuvo, chasqueó la lengua y echó una mirada furibunda a la espalda de George antes de reanudar su caminata energética. Vio con agrado a varios jardineros que estaban arrancando plantas secas. Tenía una reunión a última hora de la mañana con esa ridícula Margaret y su encantador esposo, Edgard. Su hijo, Nathan, había vuelto a meterse en un lío. Había llevado al colegio una navaja suiza. Luego tenía una reunión de profesores. Y estaban las leyendas urbanas de las mamadas en los baños de las que habría que ocuparse. El día se le presentaba tan cuesta arriba como todos los demás, un pensamiento que le hizo ser consciente de sus propias necesidades y que le proporcionó una dosis de energía extra para su paseo energético. Harvey se estaba quedando sordo, lo cual era deprimente. Si en el colegio supieran la edad que tenía, seguramente la obligarían a jubilarse. Pero hacía un día radiante, y la calle en la que vivía, tan descuidada, tenía muchas posibilidades de mejora. El día anterior, sin ir más lejos, había recogido ocho botellas de cerveza, seis botellas de agua, y pilló a una mujer dejando que su Jack Russell terrier meara en la base de un árbol. «¡Controle a su perro!», le gritó, señalando el letrero clavado en el árbol, letrero que ella misma había colocado. Doris bajó el camino de herradura con renovada energía y mayor agrado, fijándose alegremente en los peligrosos hoyos escarbados sin duda por algún perro. Incluso aquellos que la querían pensaban que Doris era una persona negativa, mucho más los que no la querían. Pero si la negatividad indica desesperación, entonces no era en absoluto negativa. A decir verdad, las desgracias del mundo y sus malos hábitos eran la fuente de su considerable dicha.

Una mujer que empujaba un cochecito de niño pasó por la senda pavimentada que había cerca. En el cochecito había un perro de ojos grandes, cara chata y con un largo pelaje blanco.

Doris se paró, entre indignada y asqueada.

– Se llama Kissy -dijo la mujer, palmeando al animal con cariño.

Doris siguió caminando, aún más deprisa que antes, llena de energía y en paz.


Jamie estaba sentado a su mesa saludando a los clientes con su acostumbrada sonrisa. La noche era joven y ya se había bebido media botella de vino tinto. Tendría que bajar el ritmo.

– ¡Lois! -exclamó, levantándose a besar a una mujer en la mejilla-. Prueba la raya -le susurró-. Es un plato nuevo. Ya me dirás qué te parece.

Se arrellanó en la silla y esperó a que llegara Noah. Los padres de Noah estaban en la ciudad y todos -Noah, su madre, su padre y todos los niños- iban a pasar a recogerle para asistir a algún horrible espectáculo, circo o patinaje artístico o guiñol, no recordaba. Los padres de Noah odiaban a Jamie, o eso le parecía a él, pero no podía culparles. Todo el mundo tenía aspiraciones para sus hijos. Claramente un restaurador gay no eran las suyas.

Llegaron más clientes y Jamie se levantó a estrechar manos e intercambiar saludos. Le gustaba esa parte de su trabajo. Era rutinario y no le suponía ningún desafío, pero ¿acaso no ocurría lo mismo con la mayoría de los trabajos? Y con los años Jamie había descubierto que caía bien a la gente, que la atraía. De joven alguna que otra vez eso había sido un problema, pues había hecho sufrir a sus muchos admiradores. Pero en el restaurante había encontrado la manera de ser admirado sin causar dolor.

Miraba a su alrededor y no podía evitar sentirse orgulloso. Podía hacer feliz a la gente. Uno de sus ayudantes de camarero, el hijo adolescente de su contable filipino, tiró sin querer un trozo de pan en el regazo de un cliente y, aterrorizado, levantó la vista hacia Jamie. Jamie enarcó una ceja. El chico recobró rápidamente la serenidad, y el pan, y siguió con su trabajo. Jamie se preguntó si tendría que despedirle. Esperaba que no. Sabía que el chico necesitaba dinero para ir a la universidad al año siguiente. A lo mejor podría cambiarle a la hora del almuerzo.

Simon y Jody acababan de entrar y él les sonrió y les saludó con la cabeza. Formaban una extraña pareja, pensó. Ella, la señorita Cara Risueña, y él, una especie de animalillo del bosque, desproporcionado, perdido, nervioso, un ciervo desorientado. Trató de imaginárselos en la cama pero no pudo. Ambos le parecieron totalmente asexuados. Se distrajo imaginando juntas a otras personas que estaban en el restaurante: las dos mujeres jóvenes, madres en la noche en que sus hijas salían de juerga, supuso él, cotilleando y tomando margaritas; la pareja de mediana edad en lo que parecía su primera cita; los padres de un niño que se portaba bien y había salido guapo y su pequeña hermanita, probablemente europeos, tendría que darse una vuelta por su mesa para ver en qué idioma hablaban. El restaurante estaba lleno, y lleno de divertidas posibilidades de apareamiento. Se quedó pensando en los dos gays, uno bastante mayor que el otro, y después volvió a Jody y a Simon. Ambos parecían muy formales. Quizá eso era lo que les había unido, dos almas formales y solitarias. Volvió a su copa de vino, sintiéndose un mezquino voyeur.

– ¡Ahí estáis! -dijo al ver a sus cachorros entrando a empujones por la puerta. Los más pequeños en su cochecito doble, tan difícil de manejar. Los de cuatro años corrieron a sentarse en las altas banquetas. Su hija se le echó encima y le pidió zabaglione. Los perros empezaron a ladrar y a correr en círculos. Los bebés lloraban. Los chicos daban vueltas subidos a las banquetas de la barra. La chica se sentó taciturna, haciendo pucheros con el labio inferior.

Simon miraba a la familia de Jamie fascinado. Conocía a Noah de una vez anterior. Noah era incluso más alto que él, lo que sin duda les había unido, pensó. Le saludó con la mano, pero Noah, arrodillado junto a un niño que lloraba, no le vio.

Jamie pidió a George que le llevara los perros a casa. Él esperó con sus desabridos suegros, por llamarles de alguna manera. Les ofreció un poco de vino y, para sorpresa suya, aceptaron. Les sentó junto con Noah y los chicos mayores a la barra y les sirvió por el otro lado. Cruzó la mirada con Noah y sintió que se le expandía el corazón.

– Ya estamos todos aquí -dijo, levantando su copa-. Ya estamos todos aquí.

George se llevó a los dos perritos calle abajo a casa de Jamie. Una de las niñeras estaba allí y le dejó entrar. Era un poco mayor para él, pero era guapísima. ¿Realmente importaba tanto la edad?, se preguntó. Luego pensó en Polly y Everett y recordó que sí importaba. Le entregó a los perros.

– Adiós, Héctor. Adiós, Tillie -se despidió.

Ellos se sentaron y cada uno agitó una patita. Él les había enseñado a hacerlo.

– Yo se lo he enseñado. -No pudo resistirse a decírselo a la guapa niñera que aplaudía disfrutando con ello.

Volvió al restaurante y vio a Jamie y a su familia en la barra. Como una verdadera familia, se dijo.

– Guau -dijo en voz alta para sacudirse ese indigno pensamiento-, qué gran familia.

Jody también miraba a la familia de Jamie, pensando en qué extraño era tener tantos hijos en los tiempos que corrían. Bueno, pensó, las fecundaciones in vitro, las madres de alquiler, todo eso era la causa de que hubiera tantos mellizos, ¿no? Se preguntó si ella sería ya muy mayor para tener niños. No cinco, desde luego, pero sí uno o dos. Todavía se sorprendía, casi a diario, de no tener hijos. Entonces los bebés del cochecito empezaron a llorar otra vez, y ella se volvió, aterrorizada de repente de que quizá ya no quisiera tener hijos, ni siquiera uno.

– A veces me impaciento con los niños de otros -le contó a Simon, tratando de dar sentido a sus pensamientos.

– Bueno, con todos los niños del colegio…

– Oh, no -replicó inmediatamente-. No me refiero a ésos. Ésos son míos.

Jamie y Noah, los niños y los abuelos se marcharon, dejando un repentino silencio a sus espaldas. Enseguida empezó a oírse el tintineo de copas, cubiertos y platos, y las voces subían y bajaban con normalidad. Simon pagó la cuenta, como siempre insistía en hacer. Jody fingió resistirse, pero la verdad era que le gustaba que la invitaran. Jody había dejado a Beatrice en casa y pasaron a recogerla. Simon nunca había estado en el apartamento de ella. Siempre iban al suyo.

– Espera aquí -le pidió en las escaleras de la entrada-. Enseguida bajamos.

No quería que viera su pequeña y única habitación. No habría sabido decir por qué exactamente. Él esperó dócilmente y ella subió corriendo las escaleras.

Simon, no tan dócil como parecía, la miró irse con cierta sensación de pánico. No soportaba estar alejado de ella. Trató de dominarse. Nunca le había hablado a Jody de ello, no quería asustarla, pero la añoraba incluso durante una separación tan corta como aquélla. Dio golpecitos en el asfalto con el pie. Se pasó la mano por el pelo. Suspiró. Se volvió y levantó la vista hacia su ventana. Se volvió y bajó la vista hacia la calle. Cuando por fin apareció Jody, Simon casi temblaba de impaciencia.

– ¡Beatrice! -saludó, lanzándose hacia la perra para ocultar el estado en el que se hallaba.

Beatrice le lamió la cara y movió la cola, y Jody miraba con una sonrisa que Simon temió que no significara nada más que cordial alborozo.

Hacía una noche cálida y agradable. Pasaron dos enormes golden retrievers. Sin collares. Sin correa. La dueña los seguía a media manzana de distancia, una mujer de aspecto altanero vestida con ropa al estilo de Field and Stream [3]. ¡Venga ya!, pensó Jody.

– ¡Mamarracho! -murmuró por lo bajo.

Mientras paseaban por la calle, levantó la vista hacia las ventanas de Everett muy a su pesar. Estaban oscuras, salvo por la parpadeante luz azulada de un televisor. Se preguntó si Simon se habría dado cuenta de que había mirado aquellas ventanas. No quería herir los sentimientos de Simon. Cada día le tenía más cariño. Seguía siendo muy tímido con ella, excepto cuando estaba en la cama, lo cual a ella le parecía encantador.

– ¿No está todo precioso? -dijo, para desviar la atención de su ojeada a las ventanas de Everett-. Me encanta esta época del año.

Simon replicó con su tenue farfulleo.

– ¿Qué? -Jody aún no se había acostumbrado a su inaudible forma de hablar y respondió con obvia irritación, de la que se arrepintió inmediatamente.

– A mí, antes -repitió un poco más alto.

Ahora estaba confundida.

– ¿A ti antes qué? -dijo ella, intentando ser simpática esta vez.

– Antes a mí también me gustaba esta época del año.

– ¿Y ahora…?

– Ahora…

– ¿Ahora?

– Ahora mi vida entera ha cambiado.

Jody procuró no enfadarse ante aquella declaración. Era injusto y grosero enfadarse con alguien cuando te está diciendo que te quiere, aunque fuera de aquella manera tan atropellada, en particular de aquella manera tan atropellada. Pero resultó que estaba enfadada. ¿No era posible tener una conmovedora relación sexual sin enredar las cosas? No lo estropees, le daban ganas de decir.

– No puedo ir -continuó él.

Otra vez Virginia.

– Vamos, Simon. Eso no es verdad.

– Ven conmigo -le pidió.

Ella no contestó. Sabía que no podía decirlo en serio.

Simon se detuvo y la atrajo hacia él, tirando sin querer de la correa de Beatrice.

– ¡Eh! -exclamó Jody.

– Te quiero -dijo Simon-. Quiero casarme contigo.


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