Cita a ciegas

Julio dio paso a agosto entre truenos, relámpagos y gotas de lluvia grandes como uvas. Llovió durante tres días, de manera intermitente, y cuando pasaron las tormentas, en lugar del subsiguiente periodo de tiempo fresco que todos tenían derecho a esperar, el aire era aún más pesado y caliente de lo que había sido antes. A George no le había importado el tiempo. Él pasó esos días con Howdy, dando largos paseos bajo la lluvia, como el hombre de un anuncio clasificado de contactos.

En uno de aquellos días lluviosos se encontraba George sentado delante del ordenador, curioseando sin ganas en la sección de trabajo del servicio de anuncios Craigslist, cuando el perro, sentándose atentamente a su lado, le puso una pata en la rodilla.

– ¿Un apretón? -preguntó, agarrándole la pata distraídamente-. Muy bien, Howdy.

El perro miró a George a los ojos con lo que sólo podría describirse como adoración.

– Muy bien, Howdy -repitió George, más interesado esta vez, y Howdy meneó la cola, dio varios saltos por la habitación y regresó, expectante.

– ¿Un apretón? -volvió a preguntar George.

Howdy repitió el gesto con entusiasmo, y desde entonces los días de George se vieron colmados.

Aquella tarde, cuando George sacó a Howdy a la calle, vio delante de ellos a una chica que forcejeaba con un rebelde mestizo de rottweiler. Éste brincaba y tiraba, y la chica, de quien al instante George tuvo la certeza de que, como se dijo para sus adentros, era un tamal picante [2], iba desconsolada a rastras. La caballerosidad de nivel medio de George se alió con su instinto amablemente depredador y se sintió incapaz de no intervenir. Él y Howdy los alcanzaron, y con el pretexto de admirar al enorme rottweiler, George tranquilizó al perro y consiguió el nombre y el número de teléfono de su dueña.

El perro, de un negro resplandeciente con el sol, vio un patín y se lanzó hacia delante.

George permaneció quieto y firme hasta que el perro dejó de tirar y se volvió a mirarle.

– Buena chica -dijo entonces.

Al rottweiler pareció gustarle aquello y retrocedió hacia ellos.

– ¿Eres adiestrador de perros? -preguntó la chica.

George se río.

– ¿Por qué no? -respondió él.


George no había aflojado en su campaña para distraer a Polly de su insondable interés por Everett. Pero él no era el único que trataba de hacer que Polly saliera con chicos ese verano. También Geneva, se fijó Polly, estaba siempre encima de ella, y a veces se las arreglaba para arrastrarla a una fiesta o a un bar. Una vez allí, Polly se quedaba junto a su copa y pensaba lo estupendo que sería que se acercara un tipo de la misma manera en que la gente se acercaba a Howdy. «Oh, Dios mío, pero qué guuuapa es», le diría a Geneva, y luego preguntaría si podía acariciar a Polly. Geneva respondería: «Bueno, es un poco tímida, aunque nadie lo diría con ese ladrido que tiene, ¿verdad, Polly?». Y Polly se reiría con su gran carcajada y diría que no, y el hombre sonreiría agradecido y preguntaría su edad, de la que Geneva podría recortar o añadir un año, dependiendo de la edad del tipo, y Polly se tumbaría boca arriba y dejaría que le acariciaran la barriga.

– Nunca conoceré a nadie que se interese por mí, y seguramente nunca conoceré a nadie que me interese -dijo Polly, pensando en qué estaría haciendo Everett. ¿Iba a fiestas? Se preguntó qué clase de música pondrían en las fiestas a las que asistiría Everett. ¿Los Beatles? ¿Clásica? No. Jazz. Definitivamente jazz. Polly detestaba el jazz, pero siempre había sabido que se equivocaba al hacerlo y estaba segura de que aprendería a apreciarlo con un pequeño esfuerzo.

– Tienes que intentarlo -dijo Geneva.

– ¿Qué? -preguntó Polly-. ¿Intentar que me guste el jazz?

– ¿Qué? No. ¿A quién le importa si te gusta el jazz? Tienes que intentar conocer hombres.

Geneva era alta y rubia, delgada y guapa, y llevaba ocho meses sin salir con nadie, lo cual las dejaba perplejas a ambas. Incluso en el caso de que quisiera conocer a alguien, pensó Polly, que no, ¿cómo voy a encontrar a alguien si la alta y rubia Geneva no puede?

– Me siento gorda y desilusionada -dijo Polly.

– ¡No seas patética y anímate! -Geneva trabajaba en la radio e insistía en enseñar a Polly cómo hacer una entrevista y, lo que era más importante, cómo concederla-. Éste es el truco: si no quieres hablar de lo que están hablando, lo que tienes que hacer es llevar la conversación hacia aquello de lo que tú quieras hablar.

– ¿Howdy?

– No te apetece conocer a nadie, ¿verdad?

– No. Ya te he dicho que no.

– Creí que no lo decías en serio.

– Bueno, no -respondió Polly. Quería irse a casa. A lo mejor se encontraba con Everett en el ascensor. Había estado a su lado en el ascensor esa mañana; olía a loción para después del afeitado y aún tenía el pelo mojado de la ducha. Los dos fueron a tocar el botón «B» al mismo tiempo. Él le rozó la mano, de la misma manera que cuando acarició al perro. Me ha tocado, se había dicho a sí misma. Quería tocarme. Ella había bajado la mirada al agrietado linóleo del suelo, al darse cuenta de pronto de lo pequeño que era el ascensor, de lo cerca que estaban el uno del otro en ese espacio cerrado y cálido. Everett tosió. Ninguno de los dos habló. No intercambiaron ni una mirada y se apresuraron a marcharse cada uno en una dirección.

– Al menos no me había dado cuenta de que lo digo en serio -le explicaba a Geneva en aquel momento.

Geneva la miró fijamente y luego echó un vistazo a la sala, la sala de estar de un chico de Queens que conocían de la universidad y que tocaba en un grupo. «Aún tocaba en un grupo», que fue como él lo dijo. En un rincón alguien vomitaba en una papelera.

– A lo mejor yo también debería tener un perro -dijo Geneva, haciendo una mueca.

Pero darle un perro a Geneva no entraba en los planes de Polly. George, sí, y estaba más decidida que nunca a juntar a George y Geneva. Finalmente se le presentó la ocasión cuando George le propuso a Polly que saliera con un amigo suyo.

Inmediatamente Polly vio que ahí estaba la oportunidad.

– Vale -respondió, para sorpresa de George-. Lo haré con una condición. Yo salgo con uno de tus inútiles amigos si puedo llevar a Geneva y vienes tú también, para que ella no sea la tercera en discordia.

A nadie le gusta que le organicen una cita a ciegas. Hay algo patético en una cita a ciegas. Por suerte ni Geneva ni George sabían que les habían preparado una cita a ciegas. Por un lado, se habían visto tantas veces que no había nada de «a ciegas» en ello. Y además ellos se consideraban carabinas más que participantes, lo que de hecho eliminaba la parte de «cita». A sus ojos era Polly, no ninguno de ellos, la víctima. Ellos, claro está, lo preferían así. Aunque habían puesto mucho empeño en llevarla a cabo, no obstante, inconscientemente, sentían por Polly la compasión, e incluso el ligero desdén, asociados con las citas a ciegas. Pobre Polly.

Pero la pobre Polly era ajena a su compasión y a su desdén. Su cita a ciegas, ella lo sabía, no era más que una farsa, una estratagema, una maquinación para unir a las dos personas que más le gustaban en el mundo. Lejos de la embarazosa resignación de quien está a punto de rebajarse a una desesperada cita a ciegas, Polly experimentó una oleada de orgullo. Ella se sacrificaba para corregir un error incomprensible. Estaba encarrilando a Hado y a Eros, poniéndoles en contacto.


La noche en la que el tantas veces postergado plan de Polly para George y Geneva finalmente iba a ponerse en acción, hacía un calor sofocante, con algún soplo de aire caliente al que podía llamarse brisa. George estaba de buen humor. Había enseñado a Hector y Tillie, los cairn terriers mayores de Jamie, a pasarse la pelota el uno al otro, empujándola con el hocico. Y Jamie le había concedido un aumento.

Polly deseó no haberse puesto tacones tan altos, pues George insistió en ir a un club cerca de su antiguo apartamento en el Lower East Side, y el paseo desde la parada del metro era largo, las aceras estaban abombadas y agrietadas, y las calles, llenas de vertiginosos baches del invierno anterior que nunca se arreglaron. Habían decidido cenar en un restaurante vietnamita, que era donde habían quedado con Geneva y Ben, el amigo y compañero de universidad de George que éste consideraba «perfecto» para Polly.

– Es divertido -aseguró George.

Polly se encogió de hombros.

– Tiene un empleo de verdad. Trabaja en una productora.

– George, es una cita -dijo ella-. Una cita a ciegas.

– Te estoy tranquilizando.

– No necesito saber qué nota sacó en la selectividad -replicó Polly de mala gana.

– Vale.

– ¿Es guapo? -preguntó Polly al ver que George se había quedado callado.

– No es mi tipo.

Y era guapo. Polly lo vio en cuanto entraron en el restaurante. Era muy guapo y estaba enfrascado en una animada conversación con Geneva.

– ¡Joder! -dijo Polly en voz baja.

– ¡Joder! -dijo George a la vez.

Porque estaba claro, incluso desde aquella distancia, que la cita a ciegas avanzaba acelerada y satisfactoriamente, aunque en la dirección equivocada.

– Es guapo -observó Polly.

– Y más listo que el hambre -remató George, y se unieron a la feliz pareja para cenar.

Por mí, fenomenal, pensó Polly, puesto que así ya no tenía que interactuar con un desconocido, y fenomenal también para Geneva, que llevaba mucho tiempo sin una cita en condiciones, pero ¿y el pobre George? Su hermano se vería obligado a seguir yendo de flor en flor como una abeja enloquecida. George era un caso perdido y los hombres eran idiotas, débiles criaturas que no hacían lo que ella les ordenaba. Esto la llevó a pensar en Chris. Se preguntaba si, de haber tenido a Chris al otro lado de la mesa en lugar de a su hermano, estaría tan contenta. Un escenario poco probable. A Chris nunca le gustó Geneva, y por esa razón tenía que verla en plan hoy-toca-salir-con-las-amigas. ¿Por qué me gustaba Chris, que no me acuerdo?, se preguntó. Poco antes de romper, Chris había empezado a hacer ejercicio y se paraba delante de cualquier espejo a contemplarse. Eso debería haber sido un aviso. Se preguntó qué aspecto tendría Everett sin camisa. ¿Y qué si él era como uno de esos tíos fofos que veía correr en el parque? Polly se estremeció. Pero ¿no era superficial preocuparse por esas cosas, tan superficial y narcisista como Chris posando delante del espejo? Recordó su primera cita con Chris, un caluroso verano como aquél, un restaurante italiano barato, un cóctel margarita en la ruidosa rotonda con vistas a la dársena de la calle Setenta y nueve, un tranquilo paseo por West End Avenue hasta el elevado apartamento que se convertiría en su hogar. Aún recordaba la primera caricia y la primera vez que vio y olió aquel cuerpo que acabaría siendo tan familiar y una parte tan importante de ella. Luego Chris se llevó ese cuerpo, como si no fuera parte de ella, mejorándolo, adorando su nueva imagen en el espejo y, finalmente, ofreciéndoselo a otra.

Polly decidió beber mucho, y lo hizo. Para cuando llegaron al club al que quería ir George, ya iba haciendo eses. Si no tenía más remedio que andar por la ciudad, mejor tambaleándose, pensó. Bailó con un chico chato y pecoso. Le llamó Opie, y él torció el gesto y se fue con paso airado. Bailó con un chico negro guapísimo que tenía la cabeza afeitada. Miraba cómo se reflejaban las luces en su cráneo reluciente. Le dolían tanto los pies que cuando se los miró se sorprendió de no encontrárselos ensangrentados y en carne viva. Vio a George observándola, riéndose de ella. Su plan había fracasado, su precioso, sencillo y básico plan. George vagaría por las calles de Nueva York para siempre, indómito, rebelde, como un envejecido Niño Perdido. Bailó con Ben y se fijó en que tenía una cicatriz encima del labio. Le preguntó de qué era, pero él no la oyó, y ella lo dejó pasar. Bailó con Geneva, que le sacaba la cabeza y le hizo beber más. Y entonces vio a Chris.

Entró por la puerta con un aspecto fresco y saludable, con la novia sustituta del brazo. Tiene la cabeza pequeña, pensó Polly, enrabietada. Estaba segura de que Chris no la había visto, y se arrimó a George para esconderse, poniéndose detrás de él, pero resultó que era hacia donde se dirigía Chris.

– ¿Qué hay, tío? -saludó Chris.

Polly se recordó lo mucho que odiaba ese saludo. Pero oír su voz aún la entristecía.

– Tío, anoche me dejaste plantado.

– ¡¿Qué?! -exclamó Polly, saliendo de detrás de George-. ¿Que hiciste qué?

– ¡Ay, Dios! -exclamó George a su vez.

– Ah, hola, Polly -saludó Chris. Se quedó pálido, lo cual la satisfizo.

– Hola -dijo ella.

– ¿Conocéis a Diana?

– Hola -dijo Polly a Diana.

Diana sonrió sin mucho convencimiento, y todos se quedaron allí.

– ¿Le dejaste plantado? -preguntó Polly de repente.

– Nada importante -respondió Chris-. Una partida de billar.

George bajó la mirada a su cerveza.

– Le dejaste plantado -repitió Polly-. Que es lo mismo que no te presentaste a un encuentro fijado.

– Normalmente sí se presenta -dijo Chris. George soltó un gruñido. Chris, al darse cuenta de que había metido la pata, trató de sonreír. Torció la cara de manera extraña, suspiró y miró al techo.

Polly vio que el tipo de la cabeza rapada se acercaba. Ella fue hacia él. Bailó con él y observó a su hermano, a su ex novio y a la novia usurpadora, que seguían juntos, aunque ninguno parecía hablar de nada.

– Le odio -dijo.

El de la cabeza reluciente se volvió y miró a George y a Chris.

– ¿A cuál de ellos?

Polly se quedó pensando, pero decidió que aún no estaba preparada para comprometerse.


Esa noche había una desvaída luna llena cuando Doris y Harvey regresaron de la fiesta en casa de la hermana de ella en Bedford. Doris encontró un espacio para aparcar justo delante de su edificio, y la tarde, durante la que había impresionado a un miembro de la alta burguesía local con su apasionada defensa del uniforme en las escuelas públicas, lo que ya constituía un éxito, se convirtió, con el aparcamiento, en un triunfo. Doris deslizó alegremente el coche en el enorme espacio.

– ¡Qué lujo! -exclamó.

Era una verdadera delicia, un espacio grande para aparcar, como deslizarse en un pijama de seda. Durante un rato se quedó sentada sin moverse, disfrutando de la luna llena, de la luz de las farolas, del silencio y del olor a cuero. Sabía que tanto sus colegas como sus amigos, y por supuesto su marido, la consideraban un castigo. Pero pido tan poco realmente, pensaba. Disfruto de los placeres sencillos. Una buena comida. Una conversación inteligente. Las maravillas de la naturaleza. Un lugar donde reclinar la cabeza y donde aparcar el coche.

Harvey estaba dormido. Ya no se fiaba de Harvey a la hora de conducir, y a él no parecía importarle. Se sentaba en el asiento del copiloto leyendo en voz alta: los semáforos, los carteles, los laterales de los camiones, los entoldados. RECONSTRUCCIÓN DE LÓBULOS RASGADOS O AGRIETADOS… NUESTRA CÉNTRICA UBICACIÓN LE AHORRARÁ TIEMPO Y DINERO… CALZADA RESBALADIZA… Doris se alegró de que se quedara dormido en el viaje de vuelta, pues así se quedó a solas con su coche y sus pensamientos.

– Fuera. Vamos -dijo, empujando a Harvey con suavidad. Sintió una oleada de ternura hacia él, lo que a su vez le proporcionó un sentimiento de magnanimidad y satisfacción.

En la puerta, Harvey buscó las llaves a tientas mientras Doris esperaba pacientemente.

Luna llena, un hueco para aparcar, una tarde de conversación ingeniosa y excelentes vinos. Doris lucía un vestido corto sin mangas, un clásico de Pucci que llevaba cuarenta años guardado en el armario esperando a que lo resucitara, y que había sido muy elogiado esa noche. El pelo, de un prudente aunque demasiado juvenil tono bermejo, no muy distinto del color de su piel, lo llevaba recogido en un moño tirante, y sentía el calor húmedo en la nuca como una suave caricia. Vio una botella grande de Poland Spring abandonada entre las balsamináceas al pie del escuálido árbol de su edificio, junto a un montón de excrementos. Se estremeció de rabia. Tendría que estar más pendiente. La calle se estaba echando a perder. Y esas balsamináceas, tan de los años ochenta. Éste es mi vecindario, mi comunidad, pensó. Y se enderezó y miró a uno y otro lado del bloque, como si fuera un bloque desaliñado y recalcitrante, avergonzada y rehuyendo el contacto ocular mientras confiscaba el teléfono móvil a su marido.

Jody vio a Doris desde su portal al otro lado de la calle. Esperó a que Doris y Harvey entraran en su edificio, luego llevó a Beatrice hasta el monovolumen tan holgadamente aparcado.

– Buena chica -susurró mientras Beatrice meaba junto a la rueda delantera izquierda.

Simon las vio. Regresaba a casa de su noche de póquer, en la que había ganado cuarenta dólares. Beatrice brillaba, con un blanco fantasmal, a la luz de la luna. Al lado del impecable monovolumen blanco, el perro bajó los cuartos traseros, con cuidado, con elegancia, toda una señora, pensó. Esperó sin que le vieran, pues le parecía que lo que presenciaba era privado. Entrometerse en ese íntimo acto de rebeldía sería casi sacrílego, una profanación de la pureza del blanco perro a la luz de la luna, de la silenciosa, sonriente mujer y del reluciente charco junto al reluciente coche.


George vio a Geneva y a Ben salir juntos del club. Iban abrazados. Sintió un ramalazo de celos, luego se hundió en la profunda desazón que sentía normalmente al terminar una noche de juerga. Todos esos cuerpos retorciéndose. Todo ese ruido. Toda esa diversión. ¿Para qué?

Polly, con el pelo húmedo y revuelto, apareció a su lado.

– Eres un canalla -le espetó ella.

– Lo siento, Polly.

– Es como la definición de canalla.

– De verdad que lo siento mucho. No pensé que fuera a importarte tanto.

– Pues me importa.

Permanecieron el uno al lado del otro, mirando los dos hacia la pista de baile. George sabía que a ella le importaría, y mucho. Casi hasta pensaba que tenía derecho a que le importara. Y tampoco le caía tan bien Chris. Pero estaba acostumbrado a él. Chris acudía al bar de siempre a la hora de siempre. ¿Qué iba a hacer él?

– No es como si estuviéramos casados, Polly.

Polly incluso dio un zapatazo, como hacía cuando eran niños.

– Vale. Es como si estuviéramos casados.

– ¿Te dijo algo de mí?

George trató de recordar, una palabra, cualquier cosa que pudiera hacer que su hermana se sintiera mejor.

– Me preguntó si estabas bien. -Ni siquiera estaba muy seguro de que eso fuera verdad.

– Narcisista de mierda.

George confió en que todo terminara ahí y sugirió que se marcharan, pero Polly no había acabado.

– ¿Que si estoy bien? ¿Que si estoy bien? ¿Qué creía, que me desmoronaría, que me moriría sin él? ¿No parece ella una payasa? Odio a las chicas que llevan toreras. Te apuesto lo que quieras a que ella le ha comprado esos mocasines Gucci. Pero qué imbécil es. Con el cuello subido.

– Le he hablado de Howdy.

– ¿Ah, sí?

– Me contó que de pequeño le mordió un perro. Y que por eso los perros le dan pánico.

Polly sonrió.

– Diana es muy alérgica a los perros -dijo George, aunque no tenía ni idea de las intolerancias de Diana, pero se sentía en racha.

– Muy alérgica… -murmuró Polly alegremente.

– Y a los gatos -añadió él para rematar.


George fue a casa con Polly y escuchó mientras ella cubría a Chris de improperios. Tomó asiento en el metro, desplomada pero con la cabeza erguida, relatando en voz baja los muchos defectos del hombre con el que había vivido. Sacaba un dedo por cada falta, tratando de numerarlas según la gravedad, en una escala del uno al diez, siendo el diez lo peor. Empezó por lo menos importante: Chris y las miserables propinas que dejaba. A continuación pasó revista a sus crímenes políticos -votó por Nader, provocando así guerra y hambre- y a sus costumbres, que iban desde el clásico dejarse la tapa del retrete levantada a su manía de dejar pañuelos de papel usados en la mesa del comedor. George se fijó en que algunos pecados que tenían una puntuación alta parecían mucho menos importantes que otros con una más baja. ¿Era la posibilidad de que pudiese llegar a tener papada, basándose en la papada del padre de Chris, como para un ocho, cuando su escasa inclinación a ceder el asiento a una encorvada anciana cargada con un humidificador nuevo había recibido un seis? Pero George pensó que sería mejor reservarse la opinión sobre el sistema de clasificación de su hermana, y para cuando llegaron al portal de casa, Polly parecía estar más serena y más sobria.

– Y tú -dijo, dándose la vuelta y agarrándole del cuello de la camisa-, tú me debes lealtad de hermana. De hermano, quiero decir.

– Sé lo que quieres decir.

Ahí terminó la discusión. George se lo vio en la cara -una calma repentina-, y él sintió la misma calma. Se preguntó si todos los hermanos se preocupaban tanto por sus hermanas. Siempre había sido así entre ellos. Sin palabras. Los dos habían comprendido, y lo sabían. Qué rollo era ese vínculo, y qué alivio a la vez. En todo el mundo, estuviera donde estuviese, hiciera lo que hiciese, había una persona a la que le importaba. Polly alargó una mano. George se la estrechó con solemnidad.


A la mañana siguiente, acostada en la cama, Polly intentó tragar saliva, pero tenía la boca demasiado seca. Le dolía la cabeza y apenas podía abrir los ojos más allá de una rendija. Se obligó a levantarse. Howdy probablemente estaría en la cama de George. Polly sintió un ramalazo de celos. Hasta el perro prefería a otro. Bajo la ducha dijo a voz en grito: «¡Nunca volveré a tener celos!», manteniendo los brazos como Escarlata O'Hara cuando jura que no volverá a pasar hambre jamás. De todos los sentimientos, los celos era el que menos podía justificarse. Era egoísta, era doloroso y era inútil. «Me hace muy feliz que George sea bueno con el perro», dijo, ensayando su nueva actitud. «Chris no era la persona adecuada para mí, así que Diana y él…». Hizo una pausa. «Ojalá se pudran en el infierno», soltó finalmente. Todos somos humanos, pensó.

En la calle se encontró con Heidi y Hobart. Polly le contó a ella que había visto a su ex novio la noche anterior con su nueva novia mientras, con la deslumbrante luz de la mañana, sus dos perros se olisqueaban mutuamente las regiones inferiores.

– Hmmm. Cuando mi primer marido quiso divorciarse, yo le dije que podía irse en paz, siempre y cuando yo me quedara con nuestro hijo -explicó Heidi.

– Bueno -replicó Polly-. Yo no tengo hijos, así que supongo que no pasa nada.


Загрузка...