El deshielo, cuando por fin llegó, le trajo a Simon la primavera a la mente, y la primavera le hizo pensar en el verano, lo que significaba que no podía faltar mucho para el otoño. En el mundo hay gente que tiene la suerte de disfrutar del momento en que vive, que posee el don del oído temporal absoluto, para quienes la nota perfecta y sonora que son capaces de dar en todo momento está ahí, en el presente. Simon no era uno de ellos. Para él la única música que existía estaba en el mes de noviembre y en cualquier otro fin de semana que pudiera viajar a Virginia. Todo lo demás no era más que un eco. Pero él disfrutaba del eco, por muy débil que fuera, soñando con calzarse las botas y sentir debajo de él el paso largo y ligero del gran caballo que montaba cada temporada. El compañero de habitación de la universidad y mejor amigo de Simon había heredado una casa, una cuadra y una vida, y cada noviembre invitaba a Simon a quedarse en la casa de huéspedes y a compartir esa vida. Veinte años después era la única vida que realmente le importaba.
Las botas que Simon tenía puestas en aquel momento eran impermeables. Subió las escaleras del metro pisando fuerte y se dirigió a casa chapoteando en los grandes charcos. Aún no eran las seis, pero el cielo estaba oscuro. Pasó una ambulancia con la sirena puesta y le salpicó de agua fría y oscura. En ocasiones como aquélla se permitía a sí mismo reconocer que detestaba Nueva York, y no era la primera vez que pensaba en buscar trabajo en Virginia. Aunque, como era habitual, en ese preciso instante de sus reflexiones en que parecía vislumbrarse un auténtico cambio, el pensamiento de Simon se fijaba en otro asunto. Puede que no estuviera encantado con sus hábitos, pero estaba instalado en ellos. Así que, en aquel momento, al darse cuenta de que al enorme perro blanco que estaba a su lado también lo habían salpicado de barro, centró su atención en eso.
– Vas a necesitar un buen baño -le dijo al perro-. Yo también. -Encontraba más fácil hablar a los perros que a sus dueños, y siguió mirando al animal.
Pero la dueña, una mujer bastante atractiva, se había puesto nerviosa y sacó del bolso un paquete de kleenex.
– Toma -dijo, pasándole un pañuelo-. ¿Servirá? Fíjate en tu bonito abrigo. Espero que al menos quienquiera que fuese en esa ambulancia estuviera gravemente enfermo. -Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se echó a reír. Simon, que había cogido el kleenex por educación, aunque sabía que sería inútil, o peor, pues se haría trizas en el momento en que frotara con él el abrigo de pelo de camello, estaba tratando de evitar que el perro le pusiera las patas en las partes del abrigo que se habían librado del barro.
– Beatrice -exclamó la mujer con bastante aspereza, y el perro se detuvo y se sentó con una expresión tan triste que Simon deseó haber dejado que le plantara sus sucias patas en el abrigo, que tendría que mandar a limpiar de todos modos. Simon acarició al perro.
– Pobre Beatrice -dijo-. No te pongas tan triste. -Y Beatrice obedeció, y de un salto le puso las patas en el pecho. Le lamió la barbilla mientras la dueña tiraba de la correa.
Cuando finalmente Beatrice regresó al suelo, Simon pasó un rato tranquilizando a la dueña, que parecía bastante alterada por la vergüenza.
– Lo siento mucho -no dejaba de decir la mujer-. No se da cuenta de lo grande que es… Es muy buena… Lo siento mucho… Espero que no le haya asustado…
Simon calmó a la mujer acuclillándose para que Beatrice le rozara la cara, para demostrar a la mujer y al perro que estaba todo olvidado.
– Es usted un caballero -aseguró la dueña.
A Simon le gustó cómo sonó aquello. Siempre había procurado ser eso exactamente, un caballero, y, sorprendiéndose a sí mismo, invitó a la mujer, que ya sabía que se llamaba Jody, a tomar algo en el Go Go.
Aunque el Go Go Grill se encuentra en la esquina suroeste de nuestro bloque, a unos pasos de donde estaban hablando, Jody nunca había pisado aquel lugar.
– Nunca he entrado ahí -dijo Jody-. Curioso, ¿no? Vivo dos portales más abajo. En el 236.
– ¡Y yo en el 232! -contestó Simon, como si eso significara algo, como si los portales de sus casas, alineados en el lado sur de la calle, los vincularan de alguna forma-. Puede traer al perro -dijo, señalando el restaurante con la mano-. Al menos el propietario siempre tiene a los suyos allí.
Jody se encontraba a escasa distancia de él, con la cabeza ladeada hacia arriba como si aguzara el oído para entender el trasfondo de lo que él le decía.
– En algunos sitios nos permiten sentarnos a una mesa si tienen terraza en verano -replicó ella-. Pero no ocurre muy a menudo. Beatrice asusta a la gente. -Jody hablaba en voz alta, como si él fuera duro de oído.
Simon se echó para atrás, unos centímetros nada más, dijo que Beatrice no le asustaba, y se sentaron en el bar y de manera amigable tomaron unas bebidas y un plato de calamares fritos mientras Beatrice dormía junto a ellos en el suelo.
El restaurante era pequeño, la barra ocupaba la longitud de una de las paredes. Contra la otra pared había un banco, tapizado de un moderno color marrón, delante del cual se alineaban varias mesas, y había también otras siete u ocho mesas pequeñas en el medio. Era un bonito local, sencillo y de decoración sobria; lo que más destacaba era el color rojo de las enormes lámparas que colgaban del techo. Jody sabía que era el único restaurante bueno de los alrededores, y se preguntaba por qué no había entrado antes. Ella pidió vino blanco, mecánicamente, y cuando Simon pidió bourbon, Jody se dio cuenta de que era eso lo que realmente le habría apetecido. No dijo nada, sin embargo, y se tomó su vino a pequeños sorbos, con la esperanza de parecer recatada pero sofisticada a la vez.
Qué hombre más agradable, pensó, y a continuación se preguntó cómo sería estar sentada al lado de Everett. No había vuelto a verle desde la noche del paseo, a pesar de que siempre se aseguraba de pasear al perro por el lado de la calle en la que él vivía. Si la ambulancia le hubiera salpicado a él en lugar de a Simon, ¿la habría invitado a tomar algo?
– Sí, claro -respondió Jody cuando cayó en la cuenta de lo que Simon le acababa de preguntar: ¿podía tomarse el último trozo de calamar?
Se preguntó si los dos hombres se conocerían. A lo mejor eran amigos. Ese pensamiento hizo que sonriera a Simon, quien se ruborizó y se bebió un vaso de agua de un trago mientras Jody se tomaba su vino y miraba distraídamente por la ventana.
Un camarero le rellenó el vaso.
– Gracias -dijo él.
El camarero no pareció oírle, pero ya estaba acostumbrado a eso. Simon se agachó y acarició al perro dormido. Beatrice aporreó con la cola el suelo de madera, y Jody se volvió de nuevo hacia él. Me ha mirado con buenos ojos, pensó Simon. Se preguntó si volverían a verse, si podrían cenar juntos alguna vez o almorzar algún domingo. Resultaría embarazoso encontrársela por la calle si no lo hacían. Pensó que podría llamarla. Era fácil estar con ella, se dio cuenta. Quizá porque era un poco distraída. Simon pidió más vino, una botella esta vez, y otro vaso. Se sentía comunicativo.
Para cuando Doris y su marido, Harvey, llegaron a las seis y cuarto, a tiempo para el menú del día, Simon estaba un poco achispado. Pese a todo reconoció a la mujer del bronceado antinatural y el abrigo de visón. La saludó con la cabeza y ella le devolvió el saludo sin sonreír. Vivo en una comunidad, pensó Simon. En un barrio. Se puso a tararear la canción «El barrio de mister Rogers» sin darse cuenta.
– Sí -pronunció Jody en voz baja-. Qué pena que haya muerto.
Entonces, por la ventana, vio a Everett con una chica que se le parecía mucho y que tenía que ser su hija.
– Ahí va un vecino -dijo.
Simon vio por la ventana a dos personas que se alejaban.
– ¿De verdad los conoce? -preguntó.
– Bueno, no -reconoció Jody, sintiéndose absurda. ¿Cómo iba a explicarle que aquel hombre la había llamado desde lo alto y regalado un ramo de tulipanes amarillos?-. No realmente.
En aquel momento vio, sentada sola en un rincón del restaurante, a la chica que la había parado en la calle nevada para preguntarle por un veterinario, la chica que se había mudado al apartamento del suicida. Quiso señalársela a Simon como otra vecina, decirle que había alquilado el apartamento del fallecido, pero le daba vergüenza haber identificado a Everett y se sentía cohibida. Observó que un joven, un joven muy pálido, con el pelo oscuro y un raro pero bonito atuendo de chaqueta de raya diplomática y pantalones que no hacían juego, se sentó a la mesa con la chica.
Polly, mientras esperaba a George, no reconoció a Jody y tampoco reparó en su presencia. Estaba demasiado ocupada pensando en George y en cómo convencerle para que se mudara a su apartamento. Era demasiado caro y demasiado grande para ella. La idea de compartir piso hacía que se sintiera furiosa con Chris y con el mundo en general. Pero George… Él era su hermano. Y la necesitaba.
– Tú tendrás tu habitación y tu baño -le había dicho-. Es una tontería que viva en un piso tan grande yo sola.
George la había ayudado a desembalar varias cajas de libros que se habían quedado en el dormitorio que sobraba. Él la había mirado, anonado. Se decía a menudo que haría cualquier cosa por Polly. Y la idea que tenía de sí mismo era la de alguien que normalmente ayudaba a los demás. Le gustaba abrir la puerta para que otros pasaran primero, por ejemplo, o ceder el asiento en el autobús, o ayudar a alguien a cruzar la carretera helada. A veces se imaginaba a sí mismo como un buen samaritano anónimo, una especie de superhéroe de pequeños, insignificantes y aleatorios gestos de moderada buena voluntad. Pero de ahí a trasladarse a casa de su hermana, al Upper West Side con sus cochecitos de niño y sus tiendas selectas… ¿Sería eso un gesto de buena voluntad o de total falta de voluntad? De cualquier manera, a George le parecía un gesto enormemente grande. Estaba colocando los libros de Polly por orden alfabético, como le había pedido. ¿No era suficiente?
– Tienes que estar bromeando -dijo George.
Polly no estaba bromeando, y mientras esperaba a George en el restaurante estaba pensando en la forma de reanudar la conversación cuando le distrajo la discusión entre el dueño del restaurante y el barman.
– Estás despedido -anunció el dueño, claramente exasperado. Acto seguido repitió la frase en lo que parecía portugués. El barman estaba indignado, dio un puñetazo en la barra y se dirigió hacia la salida. Sin embargo, una vez allí, vaciló y se volvió abatido. Jamie le fulminó con la mirada, tras lo cual el camarero, finalmente, se fue medio a escondidas.
Polly, pensativa, le observó marcharse. La decisión de George de dejar su trabajo de camarero, si es que se le podía llamar decisión, y Polly no creía que se pudiera, parecía angustiarla más a ella que a su hermano. Había procurado acostumbrarse a tener un hermano mayor sin dirección alguna en la vida. Sabía que en algún sitio guardaba una confianza en sí mismo que ella no lograba entender, de la misma forma que un escéptico no podía comprender a un verdadero creyente, pero su serenidad era insoportable. Ni siquiera les había dicho a sus padres que estaba en el paro, aunque eso, más que serenidad, era una sabia manera de evitar ser censurado. Pero Polly tenía la sensación de que, como ocurría a menudo, ella sola debía hacerse responsable de su hermano. George iba a la deriva. A Polly no le gustaba la idea de ir a la deriva, pues opinaba que ir a la deriva inevitablemente llevaba a estrellarse o incluso a ser catapultado. «Deriva». La palabra le hacía pensar en ríos, y los ríos, en abruptas y pedregosas cataratas. Polly nunca deambulaba. Se arrastraba hacia delante, quizá, pero, como se decía a sí misma, la palabra importante era «adelante». George era diferente, flotando en un mar de indiferencia, le parecía a Polly, y estaba segura de que ya era hora de intervenir y de traerle de nuevo a tierra. Cuando presenció la escena del camarero que vociferaba, vio su oportunidad.
– George -susurró cuando entró su hermano. De su mente desapareció toda idea de que se trasladara a su casa, ante aquella oportunidad más urgente-, el barman acaba de marcharse. ¿Sabes atender una barra?
– ¿Aquí?
– ¿Acaso importa? ¿Sabes o no?
George se encogió de hombros de una manera que, con los años, ella había llegado a odiar.
– Sí que sabes -decidió Polly, y a continuación le dio instrucciones estrictas sobre su supuesta experiencia como barman-. Ahora ve a hablar con él -le ordenó, y George se levantó de la silla y obedeció.
Resultó que no tuvo que exagerar demasiado su experiencia y sus aptitudes.
– ¿Tienes dónde quedarte? -fue lo único que Jamie le preguntó.
– ¿Qué? Bueno, sí.
– Contratado.
– ¿Sí?
Jamie le explicó con irritación en la voz que conocía a sus otros empleados demasiado bien, que todos dependían de él en exceso, que ya tenía hijos propios en casa, que no podía llevar un restaurante con unos críos que ni se molestaban en aprender inglés, que todo tenía un límite, después de todo, que la lealtad era una cosa, y que nadie podía decir que él no fuera leal, pero que nadie aguantaría lo que él aguantaba, y que cualquier cosa que George no supiera, Jamie se la enseñaría, siempre y cuando pudiera empezar aquella misma noche.
– Si vuelve -dijo Jamie, mirando la puerta por la que el anterior barman se había escabullido-, puede lavar los platos.
Jody observó toda la operación fascinada. El propietario del restaurante era claramente uno de los hombres cuyo enorme jardín trasero se veía desde la ventana de su baño. Reconoció a los perros que le seguían mientras conducía al chico de la chaqueta a rayas detrás de la barra. La chica a la que Jody había reconocido fue a sentarse a la barra frente al chico de las rayas, con cara de estar sumamente satisfecha. Ojalá entrara mister Rocher ataviado con su vieja chaqueta, pensó Jody, disfrutando de las caras conocidas, y también del hecho de no conocerles lo suficiente como para hablarles. Se preguntó qué tal estaría el cachorro, pero evitó a la chica y Simon y ella se marcharon. Por esa noche ya había tenido suficiente con una nueva interacción vecinal. A pesar de sus protestas Simon pagó la cuenta y luego la acompañó a casa. Casi había sido una cita, cayó en la cuenta Jody cuando llegó a casa, una cita como las de antes. Pensó que Simon era un hombre de lo más agradable, luego se sentó junto a la ventana a esperar a que Everett y su hija pasaran por allí camino de casa de dondequiera que hubieran estado.
Ellos, Everett y Emily, habían ido a cenar a un restaurante japonés en la calle Setenta y dos. Pidieron una tabla de sushi para dos que les pusieron en una bandeja tan larga -sobresalía unos quince centímetros por cada extremo de la mesa- que Emily miró a su alrededor un poco cohibida.
– Leslie ha dicho que sentía mucho no poder venir -explicó Everett.
Emily le echó una rápida y furibunda mirada, del todo involuntaria; luego bajó la cabeza, obviamente tratando de disimular su odio.
– Vale -respondió.
Everett sabía que a ella no le caía bien su novia. ¿Y por qué debería? Tampoco a él le caía demasiado bien. ¿Y por qué se le había ocurrido mencionar a Leslie, quien, de hecho, no había expresado ninguna pena por no poder ir a cenar con ellos, tal vez porque él ni siquiera la había invitado?
– Mira, cariño, tengo derecho a tener mi propia vida.
– Yo no te lo impido. No he dicho una palabra.
Pero ése era el problema. Que no había dicho una palabra.
– No importa -dijo él, y cambiaron al más cómodo tema de lo que Emily tendría que comprarse para su próximo viaje a Italia.
Para cuando pasaron bajo la ventana de Jody iban agarrados del brazo, y ella sonrió al verles, con las agujas de punto tableteando en la silenciosa noche.
A medida que pasaban las semanas y los días iban siendo menos grises y el viento de finales de marzo más vibrante, Polly observaba a George en su nuevo trabajo con sensación de satisfacción y de creciente confianza en sus planes para que él se mudara a su casa. Polly era una persona entusiasta, y su último entusiasmo era George. Se lo metería debajo del ala, lo cual quería decir en su apartamento. Le encantaba su apartamento. Amaba a George. George necesitaba que le protegieran. Ella necesitaba alguien para compartir piso. De acuerdo con las personales teorías matemáticas de Polly, todo cuadraba. Había esperado el momento propicio para proponerle sus planes. A menudo, cuando George salía tarde del trabajo, terminaba durmiendo en casa de su hermana, y ella lo alentó adquiriendo una cama para el otro dormitorio y sugiriéndole que dejara ropa allí. Hasta le compró un cepillo de dientes eléctrico. Pero el mayor aliciente, y ella lo sabía, era Howdy.
Howdy había crecido mucho, pero Polly aún no permitía que pusiera sus rechonchas patitas blancas en la calle. Hasta que no cumpliera cuatro meses y le pusiesen la última inyección no le pasearía por la calle ni por el parque. Al final había aprendido a esperar en el cajón de plástico con su mantita de lana hasta que le llevaban a un rincón del baño preparado con unos paños especiales con refuerzo azul. Polly los había comprado en una tienda de animales (aunque se parecían mucho a los que le ponían en el hospital a su abuela cuando la operaron de la cadera), y allí era donde obedientemente meaba. Incluso había aprendido, cuando andaba suelto por el apartamento, a ir a ese rincón del baño a orinar. No había sido fácil, aunque probablemente había sido más fácil para Howdy que para Polly. El cachorro había llorado en su cajón durante las noches de la primera semana que Polly le dejó encerrado, y cuando lloraba, Polly lo hacía también y llamaba a George y lo despertaba. Esto sucedió diez noches, diez noches de insomnio durante las cuales Polly tuvo que oír desgarradores gañidos y George tuvo que oír la voz desesperada de su hermana; diez mañanas en las que Polly se levantaba a las cinco para llevar a Howdy a los arrugados e ignorados paños azules, luego volvía a llevarle a su caseta, a los diez minutos le sacaba de nuevo, y vuelta a lo mismo otros diez minutos más tarde, hasta que finalmente levantaba la pata. Polly escuchó los lastimeros gemidos, sacó al perro de su cajón y volvió a meterle una y otra vez, hasta que, justo cuando estaba a punto de rebelarse contra los libros que había leído y los artículos que se había bajado de Internet y dejar que el animal campara a sus anchas por la casa e hiciera sus cosas donde le diera la gana, Howdy pareció cogerle el tranquillo, empezó a usar los paños regularmente y a tumbarse en su manta cuando la puerta se cerraba con un clic, y se quedaba dormido al instante. Y así fue como educó al cachorro para que usara el cajón y el papel y como Polly dejó de llorar y de llamar a George en mitad de la noche. Pero a un cachorro no se le puede dejar solo todo el día, así que Polly convenció a George de que pasara parte de la tarde allí con él, para que lo sacara a hacer sus necesidades y jugara con él mientras Polly estaba en el trabajo. Entre su nuevo empleo y su tarea de cuidar al animal, George se pasaba la mayor parte del tiempo en aquel barrio, y Polly no veía razón para no formalizar el acuerdo. Sin embargo, cada vez que ella sacaba el tema a relucir, George se limitaba a sonreír. Entonces se recordaba a sí misma que debía tener tacto con él. Era un cabezota. Sólo había que ver cómo vestía. A nadie le parecía lógico excepto a él, para quien tenía una lógica perfecta y aplastante, y no había nada más que hablar. Así que Polly tendría que andarse con mucho cuidado.
Mientras tanto, ella ideaba otros planes igualmente importantes para su hermano. Uno de ellos era Geneva. De todas las amistades de Polly, Geneva era su mejor amiga, y poco a poco se había convertido en la esperanza de que su mejor amiga se convirtiese también en la mejor amiga de su hermano. A veces Polly miraba a su hermano, su extraña vestimenta y su escandalosa falta de ambición, y lo que veía ante ella era una enorme y fascinante extensión, una pradera de ondulante hierba a la espera de su decisivo y profundo arado.