En verano Doris tenía horario reducido. En realidad, pensó, debería tener el verano libre, igual que los profesores. Pero había tests que interpretar y admisiones que favorecer, así que iba al colegio tres días a la semana, lo suficiente para evitar que pudiera alquilar una casa en el norte y marcharse.
– Podrías agrupar los días -propuso Harvey-. Miércoles, jueves y viernes. Y así podríamos irnos el sábado por la mañana, que no hay tráfico, y volver el martes por la noche.
Pero como Harvey estaba jubilado y no iba a trabajar, a Doris le parecía que su consejo era claramente una equivocación.
– De todos modos, no podemos permitírnoslo -respondió.
Porque no podían permitirse lo que ella quería, una casa grande que tuviera piscina y terrenos ajardinados con una ondulada vista. En otras palabras, no podían permitirse la casa a la que ella podría invitar a su hermana.
– Podríamos buscar un chalecito -dijo Harvey.
– ¡Un chalecito! -exclamó Doris con desdén-. No seas ridículo.
– Yo podría quedarme allí todo el tiempo y tú podrías viajar a diario en tu antiecológica camioneta que no hace más que tragar gasolina.
– Natalie nos ha invitado un fin de semana -replicó ella. Natalie era la hermana para quien una cena en un chalecito habría sido ridícula.
– Bueno, eso resuelve nuestro problema, ¿no? -dijo Harvey-. Ya tenemos el verano completo.
– La jubilación te está volviendo irritable, Harvey. Deberías buscarte alguna ocupación.
Harvey asintió y obedientemente se puso a ver el partido de béisbol.
Con semejante marido, ¿quién podría culparla de su mal genio y su pésimo carácter? Y por otro lado, con semejante esposa, ¿quién podría culpar a Harvey? Y sin embargo eran felices juntos y llevaban siéndolo muchos años. Doris se sentó en el sofá junto a Harvey, apoyó la cabeza en su hombro y vio a los Mets perder contra los Atlanta Braves, como tantas otras veces.
– Hoy he vuelto a ver a ese salvaje perro blanco -contó ella-. Y a la negligente mujer que lo pasea.
– ¿Ladra?
– Debe de hacerlo. Es su naturaleza. Se los educa para que sean violentos.
– ¿Un pit bull blanco? No lo he visto nunca.
– Nunca sales de casa.
– ¡Y con razón! ¡Con todos esos perros salvajes en las calles!
– Estoy pendiente de ese perro -amenazó Doris-. Un paso en falso y ¡se van a enterar!
– ¿Qué harás? ¿Retenerlo durante un año? ¿No renovarle la matrícula de quinto? ¿Hablar con el tutor de matemáticas?
– El perro orina en la calle.
– Siempre y cuando no seas tú la que orine en la calle, Doris, cariño, no pienso preocuparme.
Mientras Doris y Harvey disfrutaban de las vacaciones de verano a su anticuada manera, Simon disfrutaba de su verano más de lo que lo había hecho en muchos años. Los encuentros casuales con Jody lo eran cada vez menos. Simon se plantaba a propósito en su banco del parque casi todas las noches, esperando a que Jody y Beatrice aparecieran por el polvoriento camino.
Pero no era que hubiese olvidado la llamada del otoño. En una de aquellas tardes, después de una cena húmeda pero relajada con Jody y Beatrice, Simon, al abrir la puerta de su apartamento, se paró en seco al ver la belleza de sus relucientes botas negras con el sol ya bajo de aquella tarde de verano. Las había llevado a lustrar por la mañana, y allí, en el suelo sin alfombrar, se alzaban, como dos resplandecientes monumentos, hacia la incandescente ventana. Aún tenía que hablar a Jody de su pasión por la caza del zorro. Era una pasión privada, tan privada y tan apasionada que casi se avergonzaba de ella. ¿Y qué pasaría si resultaba que ella era de los que lo consideraban un deporte cruel? Había gente así. Había mucha gente así. Jody adoraba a ese perro. ¿Y si creyera que los zorros son parientes de los perros y censurase a Simon y dejara de cenar con él?
Pero sospechaba, cuando se lo permitía a sí mismo, que a Jody no le importaban los zorros mucho más de lo que le importaba él. Durante las cenas que habían compartido Jody era amable, incluso simpática, y le hablaba en confianza de sus alumnos, de sus insufribles padres, de lo insoportable que era la administración. Simon sabía que era de Ohio, que alguna que otra vez tocaba en la orquesta de los espectáculos de Broadway, que formaba parte de un cuarteto que tocaba en iglesias. Sabía todo eso, pero al mismo tiempo no sabía nada. Jody era tan agradable, tan poco exigente, que a veces parecía desvanecerse detrás de su propia sonrisa. Le había contado a Simon muchas más cosas de ella de las que jamás le había revelado él, sin embargo le resultaba tan desconocida como cuando se conocieron. Daba la impresión de que aceptaba su presencia sin procurarla. Mientras tanto, él había empezado a acudir al banco del parque como si hubiera una cita fijada, y si ella no se presentaba, como ocurría con frecuencia, él seguía con sus cenas solitarias cada vez más a disgusto.
Simon tenía razón respecto a Jody. Ella le veía sentado en el banco, pero no de la forma que él quería. Se había fijado en que iba con más frecuencia. Le gustaba cenar con él. Le agradó mucho que le pidiera el número de teléfono. Suponía que debía de estar muy solo, como ella, y que, como ella, se alegraba de tener un poco de compañía. Pero lo que más veía era que Simon, tan fácil de encontrar y tan dispuesto a disfrutar de una tarde de verano, no era Everett.
En esa época a Everett no se le encontraba con facilidad. Había empezado a pasar la mayor parte de las tardes solo en la sala de estar de su casa, añorando a su hija y deleitándose en el escaso y sofisticado mobiliario de su apartamento. Se había dado cuenta, después de que él y Alison se separaran y él se trasladara a otro piso, de que amaba el orden, de que le gustaba ser cuidadoso, de que era, y consideraba que ésta era la descripción que mejor le cuadraba, minimalista. Había vivido en un lugar tan atestado y con tal exceso de decoración durante tanto tiempo que había perdido la noción de sus propios gustos. No se trataba sólo de que Alison coleccionara cosas, sino de que muchas de las cosas que coleccionaba habían terminado por convertirse en cosas que contenían otras cosas que también coleccionaba. Cestillos, por ejemplo. Había centenares de cestillos por toda la casa, le parecía a Everett, y todos rebosaban de abalorios africanos o muñecas de los Apalaches.
Everett se reclinó en su sillón Eames. No había cestillos en su apartamento. El periódico estaba perfectamente doblado en la mesa Saarinen que tenía al lado. Terminaría de leer la página de opinión y luego tiraría el arrugado periódico a la basura. Lo único arrugado que había en su casa era la lámpara de Noguchi. Su bebida descansaba sobre un posavasos. Sus pies descansaban en una otomana Eames. Sí, pensó, la casa está vacía sin Emily, pero ¡qué ausencia de desorden hay en ese vacío!
Había pensado en llamar a Jody un par de veces, pero volvía siempre tan cansado del trabajo que no estaba seguro de que fuera capaz de mantener una conversación, mucho menos de cortejar a nadie. Le gustaba estar solo. Era una de las cosas que había aprendido sobre sí mismo. También era un minimalista emocional, se dijo para sus adentros.
Luego pensó en Polly, la atractiva e imponente muchacha del piso de abajo. Se preguntaba si su sospecha sería cierta. Inexplicablemente parecía haberse encaprichado de él. Por Dios. Tenía que estar equivocado. Aunque, en realidad, ¿por qué no? Todavía no había muerto.
Desde luego él no lo había fomentado. Nadie podría acusarle de ello. Apenas hablaba con ella. Ni con ese larguirucho y mustio hermano suyo. De todos modos, ¿por qué iba a querer alguien acusarle de nada? En ese momento le vino a la mente Jody. Pero ella no tenía nada que ver con eso, se dijo a sí mismo. En cuanto a Polly, sí, él era mayor que ella, pero sería diferente si él fuera su jefe o su profesor. Pero aunque Polly era mayor de edad, Everett debía reconocer que tenía la edad de una cría.
Muchos hombres de su edad no dejarían escapar la oportunidad de tener una relación con una preciosidad como Polly. Everett se preguntaba si él sería uno de ellos. Estaba demasiado cansado para cultivar una amistad con una simpática mujer de edad apropiada. ¿Por qué estaba pensando siquiera en la posibilidad de tener una relación con una jovencita? Sería el doble de arduo. Para empezar tenía sentimientos encontrados con respecto a los niños. Los críos eran entusiastas y sinceros, pero también eran insensatos y exigentes. Y los niños podían ser peligrosos. No conocían las reglas. Incluso eran peligrosos para sí mismos, se hacían daño con facilidad. La idea, repentina y abrumadora, de que alguien pudiera hacer daño a Emily le llenó de ansiedad, casi le revolvió el estómago. Se recordó que Polly no era tan joven como Emily. Ni mucho menos. De todos modos, ¿cuántas veces tenía un cascarrabias de mediana edad a una encantadora muchacha arrojándosele en los brazos? Parecía un alma tan tenaz y arrolladora, con aquella clara y portentosa voz. Su interés en él parecía casi una orden. Con todo, resolvió, él no debería tener nada que ver con ella. Era, y no había que darle más vueltas, demasiado joven. Años y años y décadas demasiado joven. Es tan obvio como la nariz que tienes en la cara, se dijo a sí mismo, mirándose en el espejo del baño y observando con satisfacción que, aunque al sonreír le salían pequeñas arrugas alrededor de los ojos, que no se le veían si no llevaba las gafas de leer puestas, tenía una piel con un aspecto increíblemente joven.
Aquella misma tarde, una agradable y luminosa tarde de verano, Jody se encontraba sentada en una loma contemplando a Beatrice y la verde y tupida hierba entreverada con la sombra de un añoso roble. Beatrice estaba tumbada con las patas extendidas a cada lado, y la rosada lengua le colgaba de la boca como una falda sobre la hierba. Tenía los ojos cerrados. Todo estaba muy tranquilo. Había un hombre al pie de la colina que realizaba lentos movimientos de tai chi. Un niño pequeño estaba sentado orgulloso encima de un enorme balón rojo. Se veía a un petirrojo muy quieto. Jody estaba echada en la hierba. La habían segado recientemente y el olor a césped recién cortado le traía recuerdos de casa. La casa en la que se había criado, tan lejos, vendida hacía ya mucho tiempo; sus padres se habían mudado a un condominio de estuco blanco junto a un campo de golf en Florida. Tengo que llamarles, pensó Jody. Luego pensó en Simon. Se había vuelto tan insistente como un enamorado: la llamaba al trabajo, la esperaba en distintos puntos del camino por donde paseaba con el perro; pero cuando la alcanzaba, parecía distraído, quizá incluso aburrido. No, aburrido no. Preocupado, como si le inquietara cuándo y dónde tendrían el siguiente encuentro. Simon parecía vivir siempre en una especie de angustia geográfica, pensó Jody, como el que está perdido y trata de orientarse. Y sin embargo era el más comedido de los hombres, bien vestido y elegante en su manera de moverse, a pesar de su altura. Hablaba tan bajo, como infravalorándose, que ella tenía que inclinarse hacia él, pero por mucho que se acercara en aquel murmullo de conversación, la distancia se mantenía. En ocasiones, cuando ladeaba la cabeza para oír lo que decía, Jody se preguntaba qué se sentiría al besarle. Tenía unas densas y oscuras pestañas que le rodeaban los ojos como si se los hubiera pintado con delineador. Una vez, mientras cenaban en una mesita de la cantina mexicana, ella le agarró de la barbilla, le alzó la cara y le miró fijamente a los ojos. Jody pensaba que él iba a besarla, o que ella iba a besarle a él, cuando de pronto la imagen de Everett se le cruzó por la cabeza, y se echó hacia atrás en la silla.
– Uno de mis vecinos me ha pedido que no practique después de las nueve de la noche -dijo en aquel momento para disimular lo incómoda que se sentía.
– Es comprensible, supongo -había farfullado Simon-, aunque no muy halagador.
Tumbada en la hierba, con los ojos cerrados y la correa de Beatrice en una mano, Jody pensó de nuevo en Everett. Estoy loca por él, se dio cuenta.
Ese sentimiento de desesperanza y esperanza, la fragancia del verano, el recuerdo de Everett llamándola desde la ventana de su casa, la curva de su cuello al asomarse por la ventana, el canto de un pájaro en la lejanía.
¿Qué clase de pájaro?
Nunca lo sabré.
De pronto notó un destello de sol en los párpados, tembló la tierra sobre la que estaba echada y retumbó en el aire un prolongado estruendo.
Jody abrió los ojos y vio cómo el árbol, el alto y venerable roble con sus hojas y su moteada sombra de verano, se inclinaba, caía, volcaba como un barco, se hundía en el aire y se posaba estrepitosamente sobre la hierba.
El hombre del tai chi se quedó boquiabierto. El niño del balón, nervioso, no paraba de dar botes. Beatrice y Jody se pusieron de pie. Las ramas de los árboles seguían temblando. Había un enorme agujero de tierra oscura y fértil donde se habían desgarrado las raíces.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Jody, arrodillándose para tranquilizar al tembloroso perro.
El árbol estaba al revés, tirado en el suelo. Faltaron menos de trescientos metros para que les cayera encima. Era altísimo, inmenso el tronco, interminable sobre la hierba. Cuando Jody y Beatrice se acercaron hasta allí al día siguiente, el Servicio de Parques había serrado el árbol, se lo había llevado y rellenado el agujero. Sólo quedaron algunas astillas.