Cuando Alexandra empezó a llorar, George le pasó una servilleta. No sabía qué más hacer. Le parecía casi imposible que la arrogante de su jefa fuera capaz de derramar lágrimas.
– Lo siento -se disculpó desde detrás de la enorme servilleta blanca.
– ¿Ah, sí?
– Laura me dijo…
– ¿Conoces a Laura?
– Compartíamos habitación en la universidad. Me dijo que había salido con un chico que…
Dios mío, pensó George, ¿qué he hecho?
– Y dijo que era realmente estupendo…
¿Laura dijo que era estupendo? George sonrió.
– … con su perro -siguió Alexandra-. Su perro, Kaiya…
La sonrisa de George se desvaneció de alguna manera.
Alexandra empezó a llorar otra vez y George le sirvió un vaso de agua y luego una copa de vino. Le dio ambas bebidas y ella se quedó allí parada con una en cada mano y sorbiéndose la nariz. George la llevó hacia la barra. Alexandra se sentó al lado de Everett. George hubiera preferido que se hubiera sentado en otro sitio, pero al menos estaba sentada, bebiendo el agua a sorbos y el vino de un trago. Y Everett parecía tan ajeno como siempre, sin ni siquiera saludar con la cabeza.
– ¿Quieres comer algo? -ofreció George amablemente.
Alexandra sacudió la cabeza.
– Lo siento de veras -dijo-. Es que yo esperaba encontrarme con el tipo ese que adiestra perros, no contigo.
A George no le gustó mucho la forma en que ella dijo «contigo». Para estar tan apenada, con la cara bañada en lágrimas, George no pudo por menos de pensar que la había delatado aquel inapropiado tono de desdén en la pronunciación de la palabra «contigo».
Alexadra dio un profundo suspiro.
– Qué confusión más tonta. Siento molestarte. Yo busco al tipo del que me habló Laura, que debe de ser increíble con los animales, porque tengo un perro… -Se quedó callada, mirando fijamente la copa vacía con clara expresión de sufrimiento.
George se dio cuenta de que debía perdonar la desdeñosa pronunciación de la palabra «contigo». Ahora comprendía que ella no había ido allí a acusarle de nada, sino a pedirle ayuda. La galantería le brotó de inmediato. Se sentó a su lado y, con dulzura, empezó a hacerle preguntas sobre el perro.
Era un chucho, un perro adoptado, con mezcla de chihuahua, doguillo, beagle y terrier. Era el perro más mono del mundo. La gente hasta la paraba por la calle para preguntarle qué clase de perro era.
– Eso es estupendo -aseguró George.
– No. No, es terrible. Me paran para preguntarme qué clase de perro es, alargan la mano para acariciarle y… él les ataca. -Bajó la vista avergonzada-. Muerde -susurró-. Me muerde a mí también. -De repente alzó la mirada hacia él-. Pero luego lo siente mucho -añadió, hablando rápidamente-. Gime y me lame la cara…
– ¿Cómo se llama?
– Jolly. Qué más da. Creí que, como último recurso, tal vez ese tipo…
– Soy yo. Yo soy ese tipo. Yo soy el que ayudó a Laura con su perro.
Alexandra ladeó la cabeza, como hacía Howdy cuando estaba confundido.
– ¿Tú? -preguntó.
Tampoco le gustó mucho la forma en que dijo «¿tú?», pero su sentido de la caballerosidad se impuso a la indignación.
– Exacto. Yo.
Everett no pudo evitar oír todo aquello y pensó que parte del misterio se había aclarado. Al menos no se trataba de un pleito por paternidad, aunque había alguna razón por la que Alexandra no tenía a George en alta estima. Consideró la posibilidad de unirse a la conversación, para respaldar la afirmación de George. Pero no le apetecía revelar que había estado escuchando, así que siguió comiendo en silencio.
– Paseo a Kaiya todas las mañanas -decía George.
– ¿En serio?
– ¡Jesús!, pensé que tenías alguna relación con el tipo que se suicidó en el apartamento.
– ¿Qué?
– Creí que querías llevarte a mi perro.
– ¿Tú tienes perro?
– En realidad, no.
Alexandra se puso de pie.
– ¿Entonces?
– Es el perro de mi hermana -explicó George.
– ¿La has adiestrado tú?
Por un momento George creyó que se refería a su hermana.
– El perro es macho -aclaró.
– Desde luego, yo no pienso llevármelo. ¿Es que no lo quieres? ¿También muerde? -preguntó Alexandra.
– No, por supuesto que no.
Alexandra le lanzó una mirada furibunda, desafiante.
– No es más que un cachorro -dijo George, tratando de disimular su falta de sensibilidad-. Y lo adiestré yo, supongo.
– ¿Y has adiestrado tú al perro de Laura?
George se puso a darle vueltas a la pregunta. ¿Adiestrar? Le parecía que Kaiya sencillamente se había calmado de manera espontánea. Se hizo más obediente, de la misma manera en que Howdy se hacía grande, imperceptiblemente, poco a poco. Había sucedido, eso era todo. ¿De veras? George reconocía que últimamente le había dado por leer todo lo que cayera en sus manos sobre conducta animal y adiestramiento de perros, y pasaba horas en la Barnes & Noble de la calle Sesenta y seis y más horas aún en la biblioteca y online. Había leído libros de una mujer aurista que diseñó unos pasadizos más humanos para conducir al ganado al matadero; había visto discos compactos de unos monjes adiestradores de perros que corrían por campos helados y sus respetuosos pastores alemanes con sus magníficos hombros caídos les seguían veloces a paso firme y seguro. Había leído libros sobre el comportamiento en manada y sobre los cambios de conducta en caballos, niños y loros. Había estudiado un manual de etología y la biografía de Flush, el perro de Elizabeth Barrett Browning, que había escrito Virginia Woolf. Había leído a Elizabeth von Arnim y J. R. Ackerley y César Millán. Había hablado a Kaiya con dulzura y la había escuchado y observado y respondido y recompensado y a veces no le había prestado atención, y Kaiya se había calmado.
– Sí -dijo finalmente-. Yo he adiestrado al perro de Laura.
Alexandra se sentó y le miró de manera que daba lástima.
Está desconsolada, pensó George, y la misma palabra, desconsolada, le puso triste e hizo que quisiera ayudarla. Además, George tenía que reconocer que le gustaba tener ahí a su antigua jefa implorando su ayuda. Así que esperó una fracción de segundo más de lo que solía, disfrutando de aquel desacostumbrado sentimiento de superioridad y poder, pero al final a George le pareció que tenía que decirle a Alexandra que aunque casualmente había ayudado a Laura con su perro, él no era un adiestrador de perros.
– No tengo experiencia ni referencias.
– No me importa. Ya he probado con tres adiestradores. Con experiencia y referencias.
– Podría ayudarte a encontrar a alguien, quizá.
– ¿Para qué? -replicó-. El veterinario me ha dicho que lo sacrifique. Sólo pensaba intentarlo una última vez.
George, con su afición a los gestos caballerosos, gestos que normalmente eran evidentes sólo para él, oyó el inconfundible sonido de la trompeta que le llamaba a entrar en liza, y estaba deseando responder. Pobre y encantadora Alexandra. Le cogió la mano.
Al hacerlo, la miró a los ojos y supo que el sufrimiento de la pobre y encantadora Alexandra era demasiado real para su fantasía caballeresca. Aquello no era un torneo medieval con cabriolas de caballos. Aquello no era un asunto de gestos y maneras. Aquello era sufrimiento y dolor, y George comprendió que le atraían menos el sufrimiento y el dolor de una dama que abrirle la puerta o alcanzarle una copa de vino.
Estaba también el asunto de la misma Alexandra, una mujer fría y dura donde las hubiera, alguien que le había hecho la vida imposible y que había disfrutado con ello, que le había humillado a la menor oportunidad. Pero allí estaba, prácticamente rogándole que la ayudara.
Parecía tan triste y vulnerable, enjugándose las lágrimas con una servilleta de cóctel… George sintió que le invadía esa actitud protectora que normalmente reservaba para Polly.
Pensar en Polly le recordó a Everett. George se volvió a mirarle, pero Everett estaba absorto, fascinado, aparentemente, con sus tortellini.
– Quédate -dijo George a Alexandra, cogiéndole la otra mano-. Quédate y come algo. Luego podría ir a conocer a Jolly. ¿Qué te parece si te echo una mano mientras buscamos a un verdadero adiestrador de perros?
La mirada que Alexandra dirigió a George, una mirada limpia y abierta llena de esperanza, no le pasó inadvertida a Everett, aunque él seguía sin levantar la vista de su plato de pasta. Imagínate a alguien mirándote de esa manera, pensó, no sin envidia.
Everett oyó a Alexandra pedir el pudin de pan. Buena elección, le daban ganas de decir. El pudin de pan era delicioso y reconfortante a la vez.
– Ya he cenado en el centro -le decía a George.
– ¿Sigues trabajando ahí?
Ella asintió con la cabeza.
– Perdona que fuera tan borde, pero es que tú eras un desastre de camarero. ¿Qué esperabas que hiciera? -saltó Alexandra de repente.
Ante eso, Everett no pudo por menos de mirar a George. George siguió tan inmutable como si Alexandra le hubiera pedido otra copa de vino, que era lo que de hecho le estaba sirviendo.
– Supongo que se te dan mejor los animales -añadió Alexandra indecisa.