Empezaremos nuestra historia con Jody. Llevaba viviendo en un estudio de ese bloque desde la universidad, una vivienda de lujo en aquel momento, sobre todo comparada con la habitación-dormitorio que dejaba. Veinte años después, el apartamento ya no le parecía tan lujoso, pero la luz matinal seguía siendo preciosa, la renta protegida se mantenía artificialmente baja y la amplia habitación con su bonita ventana en saledizo, techos altos y molduras con forma de cuerda retorcida seguía siendo su hogar.
Al fondo de la habitación un peldaño subía a una cocina del tamaño de una casa de muñecas y, detrás de ella, otro escalón llevaba al cuarto de baño. Hacía poco que la propia Jody había pintado el apartamento de un suave color amarillo llamado «peonía nigeriana». Las molduras y el techo, de los que estaba particularmente orgullosa, eran de un blanco brillante. Cada vez que la habitación resplandecía con la luz que entraba por la gran ventana, Jody se congratulaba por la serenidad de su metódica existencia y se reafirmaba en que los fines de semana pasados en lo alto de una escalera habían merecido la pena. Guardaba la escalera en el armario de la ropa blanca junto a las sábanas, caras y cuidadosamente dobladas. En general Jody no era manirrota y se compraba la ropa en grandes almacenes a precios razonables, pero las sábanas pertenecían a una categoría completamente distinta. Las sábanas eran objetos expiatorios ofrecidos con temor y humildad a los dioses de la noche. Todas las noches Jody se tendía bajo el suave algodón egipcio no como una sibarita, sino como una penitente, una peregrina, una buscadora, y lo que ansiaba encontrar era sueño.
En mitad de la noche en la que comienza nuestra historia, como en mitad de la mayoría de las noches, Jody estaba acostada en la cama, preocupada. De día era una persona jovial y solícita, pero por la noche sufría. Sobre ella se cernían retazos de su atareada existencia, como fantasmas, como Hacienda, como las suegras. Se quedaba mirando la oscuridad y se enfrentaba a sus fallos y omisiones. Era una oscuridad densa la que la rodeaba en esos momentos, caliente y húmeda, el hálito de la culpa, y, al mismo tiempo, vasta, glacial e indiferente. Probó a contar, por supuesto, y a contar hacia atrás, como si estuviera a punto de someterse a una operación y le acabaran de administrar la anestesia. Probó a cantar, unas veces la melodía de una pieza que estaba ensayando; otras, canciones de Gilbert y Sullivan, ingrediente esencial de su casa cuando era pequeña, y de quienes se sabía todas las letras. A veces sentía el impulso de cantar las partes más melódicas alto y claro, de manera que su voz resonara en la oscura habitación. Pero se contenía. Aunque no hubiera nadie a su lado, y lo normal era que no hubiese nadie a su lado, el sonido de su voz en medio de los demonios de su desvelo resultaba incongruente y ridículo.
Al día siguiente decía en el colegio que no había pegado ojo. Era una de las pocas compensaciones de su insomnio: los otros profesores inclinaban la cabeza en señal no de lástima precisamente, sino de comprensión y, lo que era más importante, de respeto. También ellos habían conocido noches de insomnio, pero al final tuvieron que admitir que Jody era la más insomne de todos. Eso le confirió un cierto estatus que ella casi había llegado a atesorar.
Jody siempre sonreía cuando describía su particular batalla para dormirse. Su sincera y habitual modestia desaparecía, y entonces se transformaba en una auténtica presumida. Tal vez se habría comportado de modo diferente si su aspecto hubiera reflejado lo insomne que era. Pero Jody tenía los ojos despejados y brillantes sin bolsas ni ojeras. Con su corto pelo rubio y vestida con blusas almidonadas y pantalones muy ceñidos, era guapa en el sentido de que era abierta y alegre. Olía como si acabara de salir de la ducha y se movía con una plácida y estimulante energía. Los críos la adoraban, ella trabajaba mucho y la gente se lo agradecía. Acudían a ella cuando necesitaban ayuda o consejo en el trabajo, y aunque sólo tenía treinta y nueve años y aparentaba ser más joven, todos se referían a ella cariñosamente como «la buena de Jody».
Sus colegas la respetaban y se llevaban bien con ella, pero ninguno de ellos era su amigo. Jody se preguntaba a veces si sería culpa suya. Pero ¿de quién iba a ser si no? Culpa del cartero no es, se recordaba a sí misma. Ni tampoco del subdirector. Ni siquiera los republicanos tienen la culpa. Entonces ¿dónde radicaba su culpa? Era un misterio para Jody, el mismo sobre el que meditaba por la noche en la cama.
Naturalmente se había buscado un perro. En un principio su intención era conseguir un gato, pensando que ya que parecía que iba de cabeza a convertirse en una excéntrica solterona debería empezar a adquirir parte del equipo. Pero cuando llegó a la Sociedad Protectora de Animales vio a un perro viejo, un descomunal pit bull mestizo tan blanco que era casi rosa, una hembra que meneaba la cola con tan imponente pesimismo que Jody se llevó al enorme animal a casa. A la perra la llamó Beatrice, pese a que había jurado no poner a su nueva mascota un nombre de persona, pues lo consideraba una moda pasajera, además de patético para una mujer sin hijos. Pero tenía la sensación de que el animal se merecía un nombre de verdad. Beatrice no era una jovencita. La Sociedad Protectora la había recogido cuando vagaba por las calles del Bronx. Medio muerta de hambre y llena de garrapatas, era evidente que había llevado una existencia ingrata y difícil. Beatrice era un nombre con una dignidad intrínseca. Jody consideraba que la vieja perra se lo merecía.
Más gordita y bien cepillada, Beatrice era un animal noble, de enigmáticos ojos azules que constantemente buscaban a Jody con comedida determinación. Se movía despacio, y aunque no era juguetona, era afable y adoraba en especial a los desconocidos, sobre quienes se abalanzaba con su enorme peso en un alegre saludo sin, se supone, darse cuenta de que semejante bienvenida podía, de hecho, no serlo. Se fiaba de todo el mundo, lo cual era una prueba de su buen carácter, puesto que nadie hasta ese momento se había ganado su confianza. Pero se diría que Beatrice estaba por encima de las lacras del mundo, y éstas, muy por debajo de ella. Había visto mucho, parecía decir, y por eso nada la sorprendía, nada la asustaba, nada la perturbaba. Tenía suerte de estar viva, y parecía saberlo.
Jody encendió la luz y miró a Beatrice tumbada en la alfombra que había junto a la cama. Le acarició su frente ancha. Beatrice tenía la cabeza grande y cuadrada, como la cabeza que de un perro dibujaría un niño. Parecía sonreír, tan amplias eran la boca y la mandíbula. La lengua le colgaba como si fuera una enorme manopla rosa de baño. Entonces Beatrice levantó su cabeza cuadrada y le lamió la mano. Jody le rascó las desgreñadas orejas y pensó: me he convertido en una excéntrica profesora de música con perro en lugar de una excéntrica profesora de música con gato. Doy enérgicos paseos bajo la lluvia con mi perra en lugar de acurrucarme junto a una estufa eléctrica con una taza de té y un gato en el regazo. Aunque quizá, pensó, cuando Beatrice subió a la cama la mole blanquecina de su cuerpo, tampoco haya tanta diferencia. Y sonrió al pensar en su suerte. Tenía a Beatrice desde hacía ocho meses, ocho meses de gozosa y estimulante adoración, de compañía mutua. Cuando se sentía sola lanzaba una mirada a Beatrice. Cuando necesitaba charlar con alguien le hablaba a Beatrice. Jody intuía que le iba a ir muy bien en la vida, por incompleta que estuviera según los cánones tradicionales.
Entonces Jody conoció a Everett y se enamoró. Eso ocurrió dos días después de la noche de insomnio anteriormente descrita. Tras una larga semana enseñando a niños a cantar con armonía y a dar golpecitos en trozos de madera al compás de tres por cuatro, Jody salió a dar un tranquilo paseo de fin de semana con Beatrice. Era febrero y empezaba a haber más luz por las tardes, pero aquélla en particular nevaba ligeramente y el mundo parecía gris. En el parque, Beatrice estaba entusiasmada como un crío, hociqueando sin parar la fina película blanca que había sobre la hierba, revolcándose como loca, pateando el aire con sus robustas patas. Divertida y emocionada, Jody se quedó más tiempo que de costumbre, a pesar de que empezó a nevar en serio y estaba completamente calada cuando emprendieron el regreso a casa. Tuvieron que esperar ante el semáforo en rojo de Columbus Avenue en medio de las ráfagas de viento, y al ponerse la luz verde y cruzar la calle fue cuando Jody vio a Everett. No sabía ni cómo se llamaba. Pero cuando él le sonrió a través de la cortina de nieve, pensó que no había visto a un hombre tan guapo en toda su vida. Se volvió y se le quedó mirando hasta que entró en el mercado de la esquina. Debe de vivir por aquí, pensó ella. Ha salido a por leche. Se habría quedado a esperarle y le habría seguido hasta casa de no haber sido por el frío, la vergüenza y el enorme pit bull que tiraba de la correa.
Ahora sí que soy una solterona, pensó, enamorándome en la calle de un atractivo desconocido que no se ha enterado de nada. Y, como para demostrárselo, puso la tetera en cuanto llegó a casa.
Everett ni siquiera sabía que estaba nevando hasta que salió a la calle. Abrió la puerta y el remolino de cristales de nieve le dio en los ojos. Encadenada a una señal de tráfico había una bicicleta cubierta de almohadilla de nieve, en el manillar, el sillín y la curvatura de las ruedas.
Everett era un hombre corriente, hasta que sonreía. Entonces se convertía en un tipo guapo, incluso hermoso y llamativo, como una gran rosa fragante, de concurso. Parecía un muchacho, un muchacho huraño pero muchacho de todos modos, con la cara un tanto redonda y las facciones regulares. Tenía el pelo castaño, ni oscuro ni claro, con un ligerísimo toque de gris. Sólo cuando sonreía y se volvía hermoso se daba cuenta la gente, como por primera vez, de que sus ojos eran de un azul radiante y de que se le encendían las mejillas con el color rosa de un niño, aunque tenía cincuenta años.
No sonreía mucho últimamente. Estaba murrio, como habría dicho su madre. Llevaba toda la vida trabajando y seguía trabajando mucho, y se aburría. Asustaba a los jóvenes químicos que trabajaban para él, y él se alegraba, le sacaba del aburrimiento verles agachar la cabeza y mascullar sus resultados, sus preguntas e incluso sus nombres trémulos de perplejidad. Cuando un hombre de cincuenta años está aburrido se dice que está atravesando la crisis de la madurez. Leslie, la novia de Everett, así se lo hizo saber.
– No -replicó Everett-. El aburrimiento es sencillamente un fracaso de la imaginación.
En cuanto aquellas palabras salieron de su boca se dio cuenta de que eran verdad, de que la imaginación le estaba fallando, y además de aburrirse se deprimió.
– Tú necesitas Prozac o algo parecido -le dijo Leslie. Pero Everett ya tomaba Prozac.
– Ah, bueno. Un viaje, entonces -sugirió Leslie.
– No voy a ir a ningún sitio -respondió Everett.
No pretendía decirlo en un tono tan brusco. Después de todo, Leslie sólo trataba de ayudar. Pero se le ocurrió que, aunque sólo llevaba un mes saliendo con ella, Leslie era una de las cosas de las que estaba aburrido.
– Ya se te pasará -aseguró ella, dándole un beso en la mejilla.
Paseaban por Central Park West. La grisura de la tarde se había instalado en torno al Museo de Historia Natural. El resplandor azulado del planetario se había aliado a la perfección con el cielo nocturno, los árboles sin hojas y el ladrillo decimonónico. Everett se fijó en la curiosa armonía y la encontró reconfortante.
– Sí -contestó él.
– Es como un herpes -añadió Leslie-. O un herpes zóster.
Everett echaba de menos a su hija. La nieve le encantaba de pequeña. Ahora se limitaría a entrecerrar los ojos a causa del viento y procuraría no resbalar camino del metro, como todo el mundo. A Everett le parecía sentir la ausencia de su manita en la suya. Cuando se fue a la universidad, la casa se quedó vacía, y Everett y Alison, su mujer, se miraban desde los extremos de la cama como si de un vasto y fatigoso yermo se tratara. A su hija le sorprendió y le enfureció el divorcio de sus padres. Ella quería poder volver a casa, a la casa que siempre había tenido. No entendía que ella se había llevado aquella casa consigo para siempre.
Everett se dio cuenta de que no había sido un padre especialmente atento, y por eso la desolación le cogió por sorpresa. Había disfrutado de Emily, desde luego, la había observado como si perteneciera a una colonia de hormigas en una campana de cristal, y se había sentido orgulloso de ella también. Estaba siempre tan ocupada, tenía tantas tareas e inquietudes y planes y necesidades. Era tan ruidosa. Ahora la vida de él era silenciosa, sorda, como la calle nevada.
Estaba parado en la esquina esperando a que cambiara el semáforo. Cuando lo hizo, cuando el borrón rojo pasó a ser un borrón verde, apareció una mujer pequeña y pizpireta con un perro gigante, como fantasmas en la nívea tormenta. El perro se le quedó mirando con sus ojos rasgados. Avanzaron el uno hacia el otro. El perro era tan blanco que se le veía la piel sonrosada. Tenía el aspecto de una enorme rata de laboratorio. Con aquellos ojillos azules. Everett pensó que el animal debía de estar helado bajo la cortante nieve. Al cruzarse, el rosado animal meneó la cola y le rozó la rodilla con el morro, dejando una estela de baba.
– ¡Beatrice! -exclamó la mujer.
Everett se preguntó por qué gustaba tanto a los perros. Desde luego, él no les correspondía.
– No pasa nada -se apresuró a decir él, pues la mujer parecía verdaderamente disgustada. Era menuda, guapa y con cara de ingenua, como una muñeca, pensó. Se vio obligado a acariciar la cabeza del animal con su mano enguantada.
– No pasa nada -repitió, y luego esbozó una sonrisa, primero a Beatrice, el perro, y luego a la mujer.
– ¡Oh! -exclamó ella, mirándole fijamente.
Everett echó a andar. ¿Cuál era el protocolo para un fortuito reguero de baba de perro bajo una violenta tormenta de nieve? Él se había comportado como mejor supo.
Apartó las gruesas cortinas de plástico que protegían a naranjas, fresas, manzanas y tulipanes del gélido y nevoso viento y entró en la tienda coreana. No sabía si de verdad eran coreanos. Suponía que los que hablaban español entre ellos no lo eran. Compró leche y se fue a casa, húmedos y blancos los zapatos con la efímera pureza de la nieve recién caída. Pasó al homosexual que regentaba el restaurante de la esquina y que caminaba penosamente por la resbaladiza acera con sus perros, uno debajo de cada brazo. Él le saludó con la cabeza, pero el hombre, que se llamaba Jimmy, creía él, o algo parecido, no pareció verlo, y eso le decepcionó un poco.
Al ver la brillante luz roja lanzando destellos en la tormenta invernal, se quedó parado en la acera y esperó mientras empujaban con dificultad una camilla entre los montones de nieve para introducirla en la parte trasera de una ambulancia. Se alegró de no quedarse mirando a la figura cubierta con mantas, respetuoso de las tragedias ajenas. Pero entonces, en un repentino e irracional ataque de pánico, se puso a gritar:
– ¡Yo vivo aquí! ¡Yo vivo aquí!
Un policía le agarró del brazo y dijo:
– Ha habido un accidente. En el apartamento 4F.
El 4F, pensó Everett. El viejo cascarrabias del piso de abajo. El que iba siempre con un paraguas. Everett esperó a que bajara el ascensor. Se fijó en las dos latas de comida para gatos que había encima de la consola del vestíbulo. A menudo los inquilinos dejaban allí cosas que no querían pero que al parecer tampoco se decidían a tirar. A Everett le enfurecía. ¿Acaso era aquello el Ejército de Salvación? Él vivía en el quinto piso, pero se bajó en el cuarto y se quedó frente a la puerta del hombre que siempre iba con un paraguas.
– Ha muerto -dijo alterada una vecina. Ella, con zapatillas de felpa naranja, y otros vecinos, vestidos con el descuido propio de una tarde de domingo, se encontraban con varios policías delante del apartamento 4F-. Ni siquiera sé cómo se llamaba. -Entonces agarró del brazo a Everett y susurró-: Se ha suicidado.
– Yo tampoco sé cómo se llamaba -repuso Everett después de un embarazoso silencio, y se sintió culpable, como si ésa fuera la razón por la que aquel hombre se había quitado la vida. Se lo imaginó tendido en la ambulancia, con la cara larga tapada y el paraguas al lado.
– ¿Y qué ha pasado con el perro? -preguntó la vecina de las zapatillas de felpa, agarrada aún a Everett pero dirigiéndose a un policía.
Everett miró con repulsión su calzado, todo su desastrado atuendo de sudadera y mallas de deporte. Cayó en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba ninguno de sus vecinos, pese a llevar dos años viviendo allí. Everett se apartó de ella.
– ¿Creen que deberíamos llamar a la Sociedad Protectora de Animales? -preguntó aquella persona sin nombre.
– Aquí no hay ningún perro -respondió uno de los policías.
– Un cachorrito -insistió la mujer-. Lo tenía desde la semana pasada.
¿Por qué, se preguntó Everett, iba alguien a buscarse un cachorro y a continuación suicidarse? Y se fue a casa a guardar el litro de leche, casi con más ánimo y considerablemente menos aburrido que cuando salió de casa.
La tormenta siguió arreciando durante otras veinticuatro horas, luego se convirtió en una tenue nevada de copos grandes y húmedos, que fue remitiendo a medida que bajaba la temperatura hasta los dieciséis grados bajo cero. Los perros pequeños trepaban por los laterales de los coches cubiertos por montones de nieve para mear victoriosos en la cima de aquellas montañas. Las calles estaban silenciosas e intransitables. Hacía demasiado frío para que los críos se deslizaran con sus trineos. A las cinco de aquella tarde Jody llevó a Beatrice al parque. La vieja perra, con un grueso jersey de punto de ochos, avanzaba dando saltos por la nieve mientras Jody pugnaba por mantenerse en pie. Crujían las ramas, brillantes y recubiertas de hielo. Tan pronto estaba el aire en calma y hacía un frío mortal como se levantaban ráfagas de un viento gélido y huracanado. En los senderos de Central Park habían echado arena, que enseguida se incrustó en el hielo sucio. Jody miraba cuidadosamente dónde posaba el pie para no resbalar. Se había puesto una bufanda por la cabeza con la que al mismo tiempo se tapaba la nariz y la boca. Respiraba el calor de su propio aliento. La capucha le estorbaba la visión, como las anteojeras de los caballos de tiro.
El frío cortante la obligaba a cerrar los ojos, pero volvía a abrirlos inmediatamente para mantener el equilibrio. La luz de las farolas le guiaba a través de la oscuridad reinante. Como las migas de pan de Hansel y Gretel, pensó, uno tras otro, focos de luz amarilla. Se detuvieron en lo alto de las escaleras de la Fuente de Bethesda y contemplaron el lago helado. El hielo se veía intacto, liso y oscuro. Estoy aquí sola, pensó Jody. Sintió un arrebato de alegría. En la ciudad de Nueva York, en medio de Manhattan, estaba sola. Parecía imposible, pero hacia cualquier sitio que se volviera lo único que veía eran nieve, hielo y árboles pelados contra la absoluta oscuridad del cielo. No había nadie más. Ni una ardilla siquiera. La bufanda hacía que a Jody le saliera la voz apagada. Beatrice alzó la mirada. Jody se quitó la bufanda y respiró el aire gélido.
– Estamos solas -repitió.
Cuando unos minutos más tarde volvió a su calle, resplandecía de soledad. Ni siquiera el esquiador de fondo que venía por la acera podría nublar aquella sensación de libertad e infinita melancolía.
Durante toda la semana siguiente continuó haciendo un frío de muerte y nevando con intensidad. Jody envidiaba a sus vecinos de al lado, dos hombres y un montón de críos pequeños, que podían sacar a sus dos terriers al patio. La ventana de su baño daba a la parte de atrás, y veía a los perros saltando como marsopas entre los enormes montones de nieve. Había quedado en ir al cine con Franny, la profesora de arte, una mujer de cincuenta años con el pelo alborotado que creía en el poder curativo de los cristales. Pero el tiempo no invitaba, y Franny le había comunicado que prefería quedarse en casa fumando un porro y viendo vídeos en la confortable seguridad de su apartamento.
Delante del edificio de Jody se había formado un surco entre dos montículos de nieve donde antes estaba la acera. Se veían caminos de pisadas congeladas que llevaban hasta las resbaladizas entradas de las casas. Jody iba detrás de Beatrice, que llevaba de nuevo el jersey rosa que ella le había tejido. Iba contemplando el extraño modo de andar de Beatrice y se preguntó qué sendero llevaría a la casa del hombre que le había sonreído. No había vuelto a verlo desde el día de la ventisca.
Beatrice se agachó delante de la iglesia luterana y dejó un hoyo saturado de amarillo. Jody miró la nieve perforada. ¿Qué dirían los parroquianos? Con un pie echó nieve para taparlo y se dirigió disimuladamente hacia su edificio.