«Las flores que florecen en primavera»

La lluvia de primavera ya era bastante monótona, cayendo sin parar, día tras día, pero lo que más crispaba a Everett era que se hablara constantemente de ella. Todos los dependientes de las tiendas, todos los ascensoristas, todos los colegas y todos los seres humanos con los que hablaba por teléfono, independientemente del país desde el que él o ella llamara, mencionaban las lluvias torrenciales.

– Sí -respondía Everett-. Está lloviendo.

Pero por mucho que le fastidiara hablar del tiempo, no era inmune a sus incordios. Detestaba el embrollo de abrir y cerrar su enorme paraguas. Detestaba el cielo plomizo y encapotado. Detestaba que se le mojaran los zapatos y se le humedecieran los calcetines. Los taxis y los autobuses le salpicaban. La gente le miraba con el ceño fruncido y él hacía otro tanto. Fue con ese humor, agobiado por el tiempo y exasperado, como decidió romper con Leslie. Ya se habían puesto de acuerdo en que tenían que «ver a otra gente», significara lo que significase eso para ella. Para él significaba que los dos eran demasiado educados para romper de repente, y que el término «romper» sonaba ridículo para alguien de su edad, al igual que novia o novio. Fuera como fuese, romper es lo que finalmente hizo.

– Nunca te he hecho feliz -dijo ella con labios temblorosos.

– Claro que sí. Eres maravillosa -replicó él-. Maravillosa. Pero…

– Pero nadie puede hacerte feliz -añadió ella, y se puso de pie de manera un tanto melodramática. Everett contempló impotente cómo se tambaleaba la mesa y caía al suelo la intacta copa de vino de Leslie, y su contenido, un excelente Gavi, le salpicaba los pantalones.

Leslie le miró a él y a sus pantalones húmedos por última vez antes de salir del restaurante.

– Sabía que tenía que haber pedido tinto -afirmó.

Fue de camino a casa tras ese encuentro, en el octavo día de lluvia, cuando Everett vio a Jody y a Beatrice. Había pagado la cena -que no había estado nada mal, sin duda volvería ahí otra vez- y, al salir a la calle y ver que se había puesto a llover a cántaros, se había dado cuenta de que se había dejado el paraguas en el taxi que le había dejado en el centro. Cabreado, esperó al menos veinte minutos hasta que pasó un taxi libre. Cuando subió, se calmó un poco al ver que el pasajero anterior se había olvidado el paraguas. Era un buen presagio, pensó, a pesar de que él no creía en los presagios.

Se apeó del taxi justo en el momento en que Jody y Beatrice pasaban por delante de su puerta. Ambas llevaban chubasqueros amarillos, como dos colegialas. Everett vaciló un momento, preguntándose si Jody le habría visto. Estaba cansado después de «romper» con su «novia». Y estaba mojado. Pero ella le vio y le sonrió de una manera tan natural y amistosa que le tranquilizó.

En cuanto empezaron a hablar, Everett abrió su recién hallado paraguas, satisfecho de sí mismo, como si su previsión se lo hubiera proporcionado para ese preciso momento, y fue entonces cuando vio aquel espantoso estampado de rayas rosas con caras verdes de rana. Pero no podía cerrarlo de nuevo sin llamar aún más la atención sobre él, y Jody y él permanecieron hablando bajo su cúpula rosada una hora por lo menos. Entonces Everett le deseó buenas noches, acarició al animal en la cabeza y subió a casa, donde inmediatamente se lavó las manos. Jody había fumado un cigarrillo bajo el paraguas, lo cual le había sorprendido. Ella no olía a tabaco, como les ocurría a otros fumadores. Parecía muy saludable. E inteligente: le gustaban Gilbert y Sullivan, como a él.

Se preparó un martini, pensando que había salido ganando al terminar su errática relación con Leslie. Escuchó el tintineo de los cubitos de hielo en la coctelera. Se había quitado los zapatos mojados, así como los calcetines, pero aún tenía puesta la camisa húmeda. Se llevó el vaso al baño, se quitó la ropa y la dejó en una esquina de la bañera. Luego se puso un pijama azul claro, lavado y planchado en la tintorería, se sentó en el borde de la cama y encendió el televisor para oír las noticias. En ese momento echaba de menos a su hija. Se había convertido en una actividad echar de menos a Emily. Ya no era una sensación, sino un acto físico que requería tiempo y espacio.

Se terminó la bebida y se quedó mirando las aceitunas. Emily siempre se comía las aceitunas de sus martinis. El apartamento estaba silencioso y oscuro sin ella, tan grande como una casa, tan inútil como la casa de otra persona. Su ausencia resonaba en sus oídos mientras veía la televisión acurrucado al borde de la cama. El resto del apartamento, fuera de aquel rincón de la cama, era absurdo. No lo necesitaba. Le era ajeno. Everett se dijo a sí mismo que aquella extraña melancolía no tenía sentido. Su hija no se había ido realmente; estaba en la universidad. Venía a casa de vacaciones. Dormía en su cama, dejaba la luz del baño encendida y cerraba la puerta del frigorífico de un portazo. Everett sintió de repente, como si estuviera sucediendo en aquel momento, el tirón de la pequeña bota de goma de Emily al soltarse por fin de su pequeño pie de dos años.

Emily era muy escrupulosa a la hora de repartir su tiempo entre sus padres, y Everett no llevaba nada bien los días que pasaba con su madre. Eso no le ocurría cuando su hija era una niña, ni durante el primer año después de que Alison y él se separaran. Sólo le pasaba desde hacía algún tiempo, desde que esos días de visita escaseaban tanto.

Tal vez Alison y yo deberíamos casarnos de nuevo, pensó. Eso doblaría la parte que me corresponde.

Pero la idea de casarse con su ex mujer no le atraía. Los niños que se dejaban la luz del baño encendida eran una cosa. Una esposa, otra muy distinta. Menos con su hija, que a sus ojos no podía hacer nada mal, Everett era un hombre intolerante. Nunca había animado a Leslie a que se quedara a pasar la noche con él. Ella se había entrometido en su aislamiento, en su soledad.

Esa noche llamó Emily. Había perdido el móvil y no quería que se preocupara si no lograba comunicarse con ella.

– ¡Qué atenta! -exclamó él. Sonrió y esperó. Everett sabía lo que iba a decirle.

– Hmm…

Everett esperaba sin dejar de sonreír. Incluso los momentos en que le pedía dinero eran preciosos para él.

Por supuesto la había aleccionado en la responsabilidad financiera, en la importancia de hacer cálculos con el dinero, en planear por adelantado, en la original idea de ahorrar un poco para imprevistos, y por supuesto él se encargaba de proporcionarle el dinero extra que necesitaba para esquís, libros, zapatos, almohadas, tiques de aparcamiento, multas de biblioteca, lo que tocara cada semana, cada mes, cada día. Había reunido todos los requisitos para ser una adolescente malcriada. Pero ya no lo era. Y se avergonzaba de haberlo sido. Estaba progresando, y Everett lo veía con satisfacción.

Mientras se cepillaba los dientes pensó en Jody. Debería haberla invitado a subir a tomar algo. Lo habría hecho si ella no hubiera estado con ese enorme y calado perro y su ridículo impermeable. Pero habían quedado en cenar en el Go Go la noche siguiente. Era de suponer que dejaría al perro en casa. Se fue a la cama sintiéndose culpable con Leslie. «Soy un canalla», pensó. Pero durmió como un bendito.

Jody, por su parte, estaba totalmente despierta. Sostenía su violín, tocando en silencio las notas de un difícil pasaje de Sibelius una y otra vez, utilizando un arco imaginario. Cuando se cansó, se sentó en el asiento de la ventana con la labor de punto. Había reparado en la mirada de sorpresa de él cuando se encendió un cigarrillo. ¿Por qué se había molestado? Hacía poco que había vuelto a fumar, y tampoco fumaba tanto. ¿Por qué había tenido que elegir ese momento?

– Bueno, ¿y qué? -dijo en voz alta.

Pero se encontró con que a ella sí que le importaba. Había pasado tan poco tiempo con Everett que cada momento, cada expresión de su cara, permanecía con ella. Pensó en la ropa que se pondría al día siguiente. Se había fijado en las manos que agarraban aquel extraño paraguas. Fue entonces cuando, nerviosa, encendió el cigarrillo. Unas manos hermosas. Un hombre hermoso. Quizá el paraguas era de su hija. Era un poco estirado, pero parecía muy seguro de sí mismo. Sólo una persona segura de sí misma podía ir por ahí con un paraguas con estampado de rayas rosas y ranas. Una confianza así equivalía a fortaleza. No siempre lo era, lo sabía, pero a ella la tranquilizaba de todos modos. E iba a cenar con él, ella, Jody, la sedicente solterona. Se levantó y dejó la labor en el cesto, luego se acercó a la librería en la que estaban las guías telefónicas. Buscó su nombre. Verlo allí, en papel cebolla, la emocionó. Apagó las luces, se metió en la cama y escuchó roncar a la perra hasta que la luz matutina entró por las altas ventanas y el dorado de las paredes amarillas brilló con el amanecer. Ya no llovía. Entonces despertó a Beatrice y la llevó a pasear hasta el lago de Central Park y contempló cómo se ondulaba el agua con el viento.


George había pasado la noche en casa de Polly, como a veces hacía cuando salía tarde de trabajar. Pero había olvidado bajar la persiana y la desacostumbrada luz de la mañana le despertó bastante antes de lo que le hubiera gustado. Se levantó y fue hasta la ventana a corregir esa situación cuando Jody y Beatrice volvían a casa del parque. George reconoció en Jody a uno de los clientes del restaurante, o más bien reconoció al perro. Tenía problemas a la hora de recordar caras, lo que hacía un poco más difícil su trabajo de barman. Pero no le iba mal. Y tampoco le importaba. Era temporal, después de todo. Algún día haría… algo.

Volvió a dormirse hasta mediodía, cuando sacó a Howdy de su cajón para que hiciera pis en un paño. Luego lanzó un juguete al cachorro y observó cómo lo hacía trizas. George corrió por la habitación para que el cachorro le persiguiera; de vez en cuando levantaba un pie y Howdy le mordía el calcetín y se quedaba colgando de él. Observó cómo se acicalaba. El cachorro siempre empezaba por la pata izquierda, la lamía y a veces se la pasaba por detrás de la oreja, como los gatos. Se preguntó si los perros podían ser zurdos.

Cuando Polly volvió de trabajar, George estaba aún allí. Le suponía demasiado trabajo ir a su casa para tener que volver otra vez.

– ¿Tú crees que los perros pueden ser zurdos? -preguntó.

– No tienen manos -respondió Polly con su irritante voz de editora. E inmediatamente empezó a importunarle con que se trasladara a su casa-. Fíjate. Estás aquí. ¿Por qué no das tu brazo a torcer? ¡Si ya vives aquí!

– Tú disfruta de tu intimidad, Polly. La intimidad es agradable.

– No. Caería en una depresión posruptura. -Lo dijo como si fuera una amenaza o un alarde, haciendo un mohín con el labio inferior; luego añadió-: Lo hago por ti.

George suspiró. Le resultaba difícil no hacer lo que Polly necesitaba que él hiciera para que creyese que estaba haciendo algo por él. Cogió al cachorro en el regazo de manera que quedara frente a él, con las patas traseras sobre sus muslos y las delanteras colgando como los brazos de las marionetas. Howdy se abalanzó sobre él, lamiéndole y chillando. George pensó en el hecho de vivir en el apartamento de Polly. Era un pensamiento aterrador. Pensó en el hecho de vivir en el apartamento de Howdy. Eso era mucho más tentador. Howdy estaría ahí todas las noches cuando él se fuera a dormir, todas las mañanas cuando él se despertara. Había enseñado a Howdy a sentarse, a echarse, a esperar mientras él entraba en otra habitación y a que acudiera cuando le llamaba.

– El contrato de arrendamiento de tu mierda de apartamento está a punto de terminar de todas formas -dijo Polly.

– Polly, déjalo ya.

Así llevaban varias semanas. George se preguntaba a veces si vivir con Polly sería mejor que discutir con Polly.

– No, déjalo tú -replicó Polly.

George pensó en su mierda de apartamento. Las cucarachas eran cada vez más atrevidas. La ducha no desaguaba.

– Está realmente lejos del restaurante -dijo para sí, pero debió de decirlo en voz alta, porque Polly se acercó a él, le cogió del regazo al cachorro y dijo:

– Está decidido, entonces. -Tras lo cual se sentó con Howdy y encendió la televisión.

George miró a su hermana, vestida aún con la ropa de la oficina. La decisión estaba tomada, él no había sido quien la había tomado, ni siquiera estaba seguro de cómo sabía él que estaba finalmente decidido, fuera lo que fuese lo que Polly había dicho, pero lo estaba de algún modo. Se sintió aliviado. Detestaba discutir. Detestaba tomar decisiones. Los dos problemas habían desaparecido por el simple recurso de ceder. Sin embargo, era humillante y se sintió obligado a decir:

– Pero, Polly, ya sabes que me gusta andar desnudo por la casa.

Polly frunció el ceño.

George, que se sentía un poco mejor, fue al frigorífico a por una cerveza. Siempre había cerveza en el frigorífico de Polly, otro paliativo. Y leche y pan y queso de cabra y yogur. También tenía aceitunas y manzanas y una caja de galletas Petit Écolier. Había una bolsa de patatas fritas sin abrir en la encimera.

– Eso es mentira -dijo Polly con el ceño aún fruncido.

– Bueno, tuve un compañero de piso que sí lo hacía -respondió, sentándose a su lado, feliz con su cerveza, su bolsa de patatas y la caja de galletas en el regazo-. A veces se sentaba desnudo en la encimera de la cocina.

Pero Polly, triunfante, no mordió el anzuelo.


Aquella noche, mientras George servía las bebidas y Polly se sentaba a la barra contemplando a su hermano con ojo avizor pero benevolente, Jody fue conducida a la mesa donde la esperaba Everett. Él se puso de pie cuando la vio acercarse, y eso a ella le pareció curioso y conmovedor, aunque su expresión era tensa, la de una persona puntual a la que han hecho esperar. Involuntariamente Jody miró el reloj. Llegaba menos de cinco minutos tarde, ni siquiera era suficiente para pedir disculpas.

– Con gesto adusto y paso sombrío… -cantó Jody, no queriendo decir eso en absoluto.

Everett esbozó su repentina y espléndida sonrisa.

– «El Mikado» -dijo él-. Bueno, espero que esta cena no sea «un destino terrible…».

Jody se sentó, aliviada, pero recriminándose al mismo tiempo. Compórtate, Jody, se dijo. ¿Qué te pasa? Deja de insultar, de tomar el pelo al hombre al que quieres impresionar. Él había pasado por alto la broma, ni siquiera parecía haberse dado cuenta esta vez, y había aceptado las palabras de la canción de Gilbert y Sullivan como si fueran un vínculo entre ellos dos, más que un comentario sobre su aspecto de gruñón. Pero a Jody podría no durarle la suerte. Había considerado la posibilidad de llevarse a Beatrice a la cena, visto lo bien que parecía caerle el perro a Everett y viceversa, observó para ella, al acordarse de la cariñosa palmada que le había dado al animal en la cabeza mojada la noche anterior, pero ahora se alegraba de no haberlo hecho. Bastante iba a tener aquella noche con controlarse a sí misma.

Difícil le resultó no ponerse a interpretar «Las flores que florecen en primavera» cuando Everett pagó la cuenta. Era algo que hacía su padre cada vez que sacaba la cartera para pagar, al dejar los billetes o la tarjeta como si tal cosa encima de la mesa. Pero fue capaz de contenerse y proferir un simple «¡Tra-la-rá!» que a Everett no pareció importarle, y esa noche se retiró a su insomne cama inquieta pero contenta.


Después de dejarla a la puerta de su casa, Everett estuvo esperando al ascensor en el vestíbulo de la suya. Los raros de su edificio habían dejado un cochecito de muñeca y una deteriorada edición de bolsillo de Retorno a Sender, de Violet Shawn Dunston, encima de la mesa. Por qué iba alguien a molestarse en dejar una estropeada novela de misterio, lo ignoraba. ¿Y quién demonios iba a querer un cochecito de muñeca usado? Una muñeca usada, suponía él. De repente echó de menos su antiguo edificio, al portero y al ascensorista. Había vivido allí desde que estaba en la universidad con varios compañeros de piso; luego con Alison, cuando el edificio pasó a pertenecer a una cooperativa y lo compraron los dos a un precio ridículo por ser inquilinos. Vendieron el apartamento, con sus tres preciosos dormitorios, y se repartieron las ganancias. Ambos se habían llevado un buen pellizco, pero el dinero no lo era todo en la vida, pensó, y la banalidad de aquel pensamiento hizo que se deprimiera aún más por haber perdido aquella casa. Everett la echaba de menos. Y de repente también echó de menos estar casado. No era natural, un hombre de su edad viviendo solo.

Para cuando llegó arriba, abrió la puerta y echó un vistazo al tranquilo y ordenado apartamento que le esperaba ya se sentía un poco mejor. Se metió en la cama y hojeó un reluciente folleto de propiedades inmobiliarias que le habían enviado, luego miró los anuncios de pisos del periódico como hacía todas las noches. No iba a vivir siempre en una casa alquilada, de eso estaba seguro. Pensó en Jody. ¿Cómo sería su apartamento?, se preguntó. Ella le gustaba. En el fondo era graciosa y sarcástica. Lo cual casaba muy bien con su alegre aspecto exterior. Y no había mencionado el final de las lluvias torrenciales ni una sola vez. Everett hojeó el resto del periódico, pero ya había leído todo lo que le interesaba por la mañana. Apagó la luz, pensando al hacerlo que ojalá hubiera cogido la novela de misterio de Violet Shawn Dunston de encima de la mesa, quienquiera que fuese Violet Shawn Dunston.


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