«¡Menuda suerte la mía!»

Simon volvió a casa meditabundo. No le gustaban las tragedias en su vida. Ya veía bastantes en el trabajo. Llevaba mucho tiempo asociando la intensidad de sentimientos con los inadaptados sociales y los enfermos mentales. Le daba pena la chica del restaurante, pero también se daba pena a sí mismo. Había ido hasta allí con un humor de mil demonios y se había marchado igualmente con un humor de mil demonios. ¡Menuda suerte la suya!, verse abordado por una histérica. Después de enjugarse las lágrimas, de disculparse de la manera más sincera y conmovedora, la muchacha se apresuró a salir por la puerta del restaurante. Simon le deseó todo lo mejor, pero el encuentro, la tarde entera, de hecho, le habían dejado apesadumbrado e inquieto. ¿Por qué Jody no le había contado lo de Beatrice?

Cuando llegó a casa la llamó con el pretexto de preguntar por Beatrice, pero sobre todo para que se sintiera culpable por no confiar en él y, a ser posible, para despertarla.

– ¿Que por qué no te lo he dicho? Supongo que porque no pensé que te interesara -dijo ella.

Eso era injusto, y Simon sabía que era injusto, y se lo dijo en un tono de voz que hasta a él le sonó antipático, pero no podía contenerse. A él le interesaban todos los aspectos de la vida de Jody, dijo. Siempre le preguntaba por sus alumnos, por las reuniones de profesores, por el difícil pasaje que estuviera practicando.

– Tienes razón -admitió Jody-. Lo siento.

Simon se sentía inclinado a continuar la discusión, pero tuvo que conformarse con ganarla. Se despidió y se sentó en su silla otros veinte minutos enfurruñado antes de irse a la cama. Ni siquiera yo puedo esperar eternamente, Jody, pensó. Todos somos humanos.

Mientras Everett colocaba una almohada bajo la cabeza de Howdy y se disponía a dormir con un brazo por encima del animal; y Simon seguía sentado en su silla dándole vueltas a la cabeza; y Jody, despierta gracias a la llamada de Simon, como él deseaba, e incapaz de volver a dormirse, leía un artículo de una revista sobre la extraña muerte de un alumno de Sherlock Holmes; Doris, muy contenta, estaba en la cama acostada al lado de su marido. Al día siguiente por la noche tendría lugar la reunión del ayuntamiento en la que ella presentaría su petición de destinar más policías del Cuerpo de Parques para que multaran a los que infringían las normas y a sus canes, que defecaban y correteaban a sus anchas. Además, y esto era lo que la tenía más emocionada, presentaría una moción, si es que se hacían tales cosas en las reuniones del ayuntamiento, para que el parque se viera libre de canes completamente, excepto entre las doce de la noche y las seis de la mañana, tiempo suficiente durante el cual los canes podían correr, y seguramente lo harían, en manadas salvajes, que a ella le daba igual. A Doris le parecía una idea genial. Ése sería su legado respecto a la plaga canina. Últimamente hablaba siempre de canes, no de perros. Eran canes sujetos a la ley y sujetos a la ley quería Doris que estuvieran.

– Es una postura bastante impopular -le había advertido Mel-. No puedo apoyarla en eso.

– Bueno, entiendo que no pueda apoyarme públicamente. Sería un suicidio político -replicó Doris, disfrutando de la naturaleza de la conversación a puerta cerrada-. Me bastaría saber que me apoya en su fuero interno.

Mel no había respondido exactamente, pero ella entendió que tenía que protegerse. A saber quién estaba escuchando. Y ella había aceptado su respaldo tácito.

– El dueño de uno de los perros ni siquiera sale del edificio -continuó ella-. Se queda en el vestíbulo, deja salir al can, le da un grito a los diez minutos y el can vuelve a casa, más contento que ni se sabe, después de haber hecho…, bueno, lo que ellos hacen.

– Un perro obediente, ¿eh?

– Ésa no es la cuestión -dijo Doris.

– No, claro que no -respondió Mel inmediatamente.

En los últimos tiempos Doris iba con frecuencia a su oficina. El propio Mel se había convertido en uno de sus proyectos comunitarios, y parecía estar progresando adecuadamente. Mel mencionaba a menudo la energía cívica de Doris con lo que ella tomó por admiración, aunque yo no tengo la certeza de que a él le complaciera tanto su participación en el gobierno municipal como ella se figuraba, pues siempre vociferaba sus alabanzas en el momento de acompañarla hasta la puerta. Pero Doris estaba contenta; se giró en la cama, se apretó contra la cálida y familiar mole de Harvey y se quedó dormida con visiones de mejoras en las infraestructuras y reformas estatutarias danzándole por la cabeza.


El viaje a California había sido como George esperaba, una cariñosa combinación de culpabilidad y excesos. Polly le había llevado de acá para allá entre sus padres, divorciados desde hacía mucho tiempo y que seguían peleándose, para variar. Habían cumplido con su madre, y su insufrible novio, en Santa Mónica, y con su padre, y su inofensiva esposa, en Encino.

George y Polly habían comido y se habían dejado querer, y después, con un ligero sentimiento de pesar y una intensa sensación de alivio, habían huido.

En el avión de vuelta a Nueva York, Polly preguntó a George por qué no le caía bien Everett. En un intento de evitar una verdadera conversación -Everett era demasiado mayor para Polly, ella le estaba utilizando para no enfrentarse a la vida real, él era altivo y grosero- y al recordar lo encantador que Everett había sido con Howdy, George murmuró algo de que estaba celoso a causa del perro. Polly soltó una sonora carcajada y el hombre que estaba a su lado se despertó sobresaltado.


– Vaya, ya has vuelto -dijo Everett cuando Polly apareció en su puerta-. Cariño -añadió, dándole un beso en la mejilla.

Polly notó cierta frialdad por parte de Everett, pero se vio envuelta por el ruidoso torbellino del recibimiento de Howdy y se le fue de la cabeza.

– ¿Os lo habéis pasado bien? -preguntó ella. Se dirigía a Howdy, pero Everett respondió repentinamente animado. Le habló a Polly de los felices encuentros de Howdy con ardillas, patos y colegiales. Describió las acrobacias en la persecución de frisbees y pelotas de béisbol. Se explayó sobre la cantidad de pelo que recogía todos los días con los diferentes tipos de cepillos que había probado.

– Le echaré mucho de menos -dijo por último y, sin más, le entregó a Polly la bolsa de la compra con la comida sobrante y los juguetes nuevos, se volvió bruscamente y cerró la puerta.

Howdy dio un desconcertado gemido, miró la puerta cerrada y bajó las escaleras detrás de Polly. Ella se preguntó si Everett habría bebido. Su comportamiento había sido de lo más extraño, hosco y más propio de un lunático. Miró al perro olisquear los muebles. Llenó el cuenco de Howdy de agua, le observó beber y escuchó el ruidoso chapoteo, que siempre le había fascinado. Luego sacó a Howdy a la calle. Dieron un largo paseo juntos, dejaron huellas en el barro al borde del lago; luego, de pie, el uno junto al otro, contemplaron el reflejo del sol poniente en las altas ventanas de los edificios del East Side. Un halcón se cernía en lo alto. Una bandada de luganos pasó volando a una velocidad asombrosa. Se oía el susurro de las hojas caídas. Howdy gruñó. Polly bajó la vista, esperando ver a un pájaro picoteando entre la maleza o a una atareada ardilla. Pero lo que vio fue el rabo largo y delgado de una rata que desapareció enseguida bajo las hojas. Polly sonrió. Estaba en casa.

Cuando George volvió al trabajo esa tarde, Jamie se lo llevó a un lado y le relató el drama de la noche anterior.

– Pero ¿quién era? -preguntó George.

– No lo sé, pero estaba desesperada.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Alta, rubia, despampanante.

George se animó. No sonaba nada mal. Pero ¿qué quería de él?

– ¿Te confundió conmigo?

Jamie asintió, alzando los ojos al techo en un gesto de incredulidad.

– Luego se dio la vuelta, vio a Howdy y empezó a llorar como una histérica.

George se quedó pensativo. La chica no le conocía, eso estaba claro. Pero sí sabía su nombre y dónde trabajaba. Y algo que él había hecho había provocado que estuviera histérica y angustiada.

– ¿El perro la hizo llorar?

Jamie volvió a asentir con la cabeza.

George tuvo un pensamiento aterrador. ¿Y si era familia del hombre que se había ahorcado? ¿Y si había venido a reclamar a Howdy?

– Creo que no quiero ver a esa persona -dijo.

– A lo mejor eres su donante de esperma.

– Tú eres el que tienes un montón de niños. No yo -repuso George.

Se fue hacia la barra y empezó a cortar limas. La misteriosa rubia quería a Howdy. Eso no presagiaba nada bueno. ¿Y si a Howdy lo habían clonado secretamente en Corea y la mujer era una agente del gobierno? ¿De qué gobierno?

La CIA… O a lo mejor no era un clon. Ni siquiera un chucho, sino de una raza poco común, que valía una fortuna, y la rubia venía a reclamarlo como lo único que había heredado de… ¿su padre?, ¿un tío? Un primo lejano… Sacó su teléfono móvil y llamó a Polly. -El hombre que vivía en tu apartamento, el que se suicidó, no tenía parientes, ¿verdad? ¿Era algún científico? ¿Era coreano?

– ¿Por qué lo sacas a relucir? ¿Por qué todo el mundo tiene que sacarlo a relucir?

En aquel momento una rubia alta entró por la puerta, y George supo inmediatamente que se trataba de la rubia que le buscaba la noche anterior.

– No importa -dijo, y colgó.

Mientras George miraba a la rubia cruzar el restaurante, Everett estaba sentado a la mesa de su cocina. Estaba preparándose un martini cuando le llamó Emily.

– Voy a casa el mes que viene -dijo.

– Ya lo sé.

– A la boda de mamá.

– Muy bien.

– Me gustaría que vinieras.

– ¿No crees que sería un poco violento? -objetó Everett.

– Creo que todo el asunto es un poco violento y que deberían vivir en pecado.

Everett colgó, guardó la botella de ginebra y se fue al otro lado de la calle a cenar y a beber algo, con la esperanza de ver a Howdy. Polly le había llamado para decir que estaba cansada por el desfase horario y que se iba a dormir. Parecía irritada y de mal humor y Everett no lo puso en duda, aunque realmente se trataba de un viaje corto, no era como si hubiera regresado de Hong Kong. Y él ya echaba de menos a Howdy. A lo mejor George había llevado el perro al trabajo. Simon y Jody también se dirigían al restaurante. Habían dejado a Beatrice en casa, pues seguía teniendo molestias en la pata. Simon se mostró menos comprensivo de lo habitual, sencillamente porque no se le había informado al momento de la dolencia del perro.

– Se pondrá bien -dijo, cuando Jody se puso a mimar a la perra en el momento de marcharse. Ella le lanzó una mirada que le hizo desear no haber abierto la boca. Entonces se agachó y dio a Beatrice un beso de despedida con la intención de compensar su frialdad. Jody sonrió y él la besó también.

– He pensado mucho en… -Jody hizo una pausa, claramente azorada-. En tu… proposición.

Qué extraño sonaba, dicho de esa manera, una proposición, una modesta proposición, como si hubiera sugerido a Jody que se comiera a sus hijos.

– Me gustan las cosas tal y como están -dijo-. De momento.

A veces Simon pensaba que a él también le gustaban las cosas tal y como estaban. A veces se había preguntado qué haría si Jody le aceptara. Desde que le había pedido que se casara con él se había fijado en ciertos aspectos que estaba convencido de que le molestarían una vez que estuvieran casados, aspectos en los que ni siquiera había reparado antes. La forma en que dejaba el abrigo en la silla, las migas de pan en la mantequilla, su gusto por la música antigua. Sin embargo, cuando la miró en aquel momento mientras paseaban por la calle, sus rápidas pisadas y el pelo alborotado por el viento, cuando ella le miró y le sonrió tímidamente, y le cogió de la mano, quiso estar siempre con ella, quiso poner él mismo migas de pan en la mantequilla, rebanadas enteras de pan, barras enteras, si fuera necesario.

– Vamos a casa -dijo, dominado repentinamente por el deseo.

Jody sonrió con aquella particular sonrisa que él conocía y adoraba. Sin decir una palabra, se volvieron y desanduvieron lo andado.


Jody estaba acostada en la oscuridad al lado de Simon, que se había quedado ligeramente dormido. Era feliz y tenía hambre. Qué agradable era tener sentimientos tan inequívocos: felicidad, hambre. Beatrice estaba echada sobre una alfombra junto a la cama, dormida también. ¿Por qué no podía ser siempre así? El matrimonio lo estropearía, añadiría demasiado peso sobre el suave y ligero tejido de su tiempo con Simon, lo reduciría a diminutos y andrajosos pedazos. Estaba segura. Pero ¿por qué? Ella siempre había pensado que quería casarse. Desde luego, siempre había querido tener niños. Pero, de alguna manera, llegado el caso, lo único que de verdad quería era estar acostada en la oscuridad, como en aquel momento, con Simon a su lado. ¿Qué había de malo en ello?

Tal vez no hubiera nada de malo, pensó Jody al cabo de un rato, pero lo cierto es que estoy completamente despierta y preocupada. Le preocupaba herir los sentimientos de Simon. Le preocupaba, sencillamente, que estuviera cometiendo un error. Le preocupaba que tuviera hambre y le preocupaba que estuviera engordando. Y como estaba preocupada dio una vuelta en la cama y luego otra y entonces empezó a preocuparle que acabara despertando a Simon. Con mucho cuidado, se levantó y se llevó el teléfono al baño. Llamó al pequeño puesto de tacos y pidió medio kilo de fajitas de pollo. A Simon le gustaban. Y sobraría para el día siguiente. Cuando colgó, como no podía encender las luces del estudio-apartamento sin despertar a los que dormían, pensó que bien podría darse un baño.

Echó sales de baño y esperó a que se llenara la bañera, disfrutando del vapor. Se deslizó dentro del agua y cerró los ojos y pensó: sí, quería que todo siguiera como estaba.

Simon se había despertado en el instante en que ella se levantó de la cama, pero se quedó donde estaba, sin moverse, saboreando la quietud de la casa de otra persona. Era diferente de la quietud de su apartamento. Oyó que corría el agua del baño. Imaginó a Jody sumergida, con sólo la cabeza y la punta de las rodillas sobresaliendo por encima del agua lechosa. El olor de las sales de baño llegaba hasta la habitación. Qué misteriosas eran las mujeres. Perfumadas, testarudas e insondables. Ella era tan hermosa, tan suave, tan dura de corazón. Estaba enfadado y herido, y estaba saciado y henchido de amor, todo a la vez.

Ella le había rechazado. Trató de tergiversar sus palabras para darse esperanzas. Dejemos las cosas como están. De momento. Eso tal vez dejara algún margen, pero poco se parecía a la rotunda adhesión a sus planes de matrimonio que él esperaba. ¿Por qué no quería casarse con él? ¿Qué más le daba a ella? Seguiría teniendo su trabajo y su perro. Seguiría durmiendo a su lado todas las noches, seguiría haciendo el amor, tocando el violín. No entendía qué era lo que no la dejaba entregarse del todo, y cada vez estaba más enfadado.

Pensó en llamar a su compañero universitario de habitación. Aún podía irse a Virginia. Después de todo era sólo un mes. Jody seguiría donde siempre cuando él volviera, en su pequeño apartamento con su enorme perro y sus jabones perfumados. Quizá habría cambiado de opinión para entonces. Quizá ese «de momento» habría terminado.

Jody cerró los ojos y apoyó la cabeza en el frío esmalte. Ojalá Simon se despertara y se uniera a ella. Sería muy romántico. Se lo figuró abriendo la puerta, con el vapor rodeando su cuerpo desnudo. Se metería en la bañera, se introduciría en el agua… y no habría sitio para mí, pensó Jody, imaginándose el agua derramada por el suelo, el enredo de rodillas y codos, de incómodas y resbaladizas extremidades. Y se preguntaba si así sería el matrimonio: dos personas desnudas en la bañera mientras se enfriaba el agua.

Simon llamó a la puerta.

– Tengo que marcharme -dijo suavemente.

Jody abrió la puerta con un pie. Él estaba vestido. Se inclinó a besarla.

– No te preocupes -dijo ella, sin saber muy bien por qué.

– ¿Preocuparme? No. No me preocuparé.

Sonó el timbre del interfono y Simon esperó en la puerta a que el repartidor subiera las escaleras. Ver a Jody en el baño le había ablandado el corazón.

– Coge dinero de mi bolso -gritó Jody desde el baño, secándose rápidamente.

– Permíteme -respondió Simon, fingiendo un tono grandilocuente.

Jody se puso el albornoz, salió del baño y se encontró con los recipientes de comida dispuestos encima de la mesa. Simon le había preparado un lugar para ella con el tenedor y el cuchillo de plástico correctamente colocados a ambos lados del plato de cartón, con una servilleta de papel debajo del tenedor.

– ¿No te quedas? -preguntó ella, al tiempo que se sentaba y se servía sin esperar la respuesta.

Simon se quedó. El olor a tortillas recién hechas era demasiado tentador. Comió agradecido varias fajitas; luego, igual de agradecido, se marchó a su casa, a su propia cama con su propia y familiar quietud.


A diferencia de Jody y Simon, Everett sí fue hasta el restaurante, y enseguida vio que Howdy no estaba por ningún sitio. Pero allí, casi tan interesante como Howdy, se encontraba la chica que había llorado tan lastimeramente la noche anterior. Estaba en la puerta cerca de la cocina, aún con el abrigo puesto, mirando a George. George, tan colorado que se le notaba desde la entrada del restaurante, a su vez la miraba a ella.

¿Qué le había hecho George a aquella pobre chica?, se preguntó Everett. Polly se quejaba de él constantemente, de lo mujeriego que era. Pero ¿cómo puedes seducir a una mujer y que resulte que luego ni siquiera sepa qué aspecto tienes? Tal vez la estuviera acosando por Internet. Everett se acercó y se sentó a la barra, esperando oír algo.

– ¿George? -dijo la chica con voz asustada.

– Alexandra -dijo George, porque ahí estaba Alexandra, su antigua jefa, tan imponente como siempre.

Ambos se miraron con casi idénticas expresiones de horror.

– ¡Menuda suerte la mía! -exclamó Alexandra, y se echó a llorar.

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