El día de acción de gracias

Everett esperaba con ilusión las vacaciones del día de Acción de Gracias, que Emily pasaría en casa. Pero cuando llegaron ni siquiera Emily consiguió levantarle el ánimo. Lo intentó, él fue consciente y le conmovió. Pero Emily tenía su propia vida. Lo pensó mientras la veía prepararse para salir la noche del miércoles. Él comprendía a qué se debía la sensación de vacío de ese momento, y se lo reprochó. Lo que no comprendía era por qué había tenido la misma sensación de vacío, de profundo tedio, mientras contemplaba a Emily y a sus amigos despatarrados en sus muebles a primera hora de la tarde. Le halagaba que se sintieran lo bastante cómodos con él como para ocupar su casa como un ejército invasor. Y sin embargo había suspirado y se había sentido solo.

Ese año le tocaba a Alison tener a Emily en la cena de Acción de Gracias, y cuando llegó la noche del jueves, Everett, un tanto avergonzado, se invitó a cenar en el Go Go. Siempre había sentido lástima de la gente que cenaba sola en restaurantes el día de Acción de Gracias, a solas con su pavo seco. Pero no soportaba la idea de quedarse en casa y pedir algo ya preparado. Eso no sólo sería humillante, sino cobarde.

También Jody había ido a tomar la cena de Acción de Gracias al Go Go, pero no sola. Jamie la había invitado a unirse a él, sus hijos, su compañero, el personal del restaurante y, más importante aún, sus perros.

– Y Beatrice también, claro -le dijo.

– ¿Y si aparece esa horrible mujer? ¿Y el hombre?

– ¿La noche de Acción de Gracias?

– Supongo que no -respondió Jody.

– ¿Sabes qué? -dijo, serio y cabreado de repente-. Casi consigue que me cierren el local. -Respiró profundamente y a continuación se echó a reír, más propio de él-. Una última vez. Por diversión.

– Por diversión -contestó Jody, pero ella vio los problemas que la redada (aún podía oír al sanitario diciendo «Inspección») le trajo a Jamie. El inquebrantable y complaciente Jamie. Jamie y ella se habían hecho bastante amigos desde el día en que él le dio un hueso a su perro y le tiró a ella un hueso metafórico en forma de botella de vino. Esa noche volvió feliz a casa, y aunque la felicidad no había durado, sí lo hizo la sensación de que era posible, y le pareció que había hecho un amigo. No podía volar a Florida para ver a sus padres en Acción de Gracias a causa del perro, y estaba demasiado deprimida como para pasar la noche con ninguno de sus compañeros, pero resultó que estaba entusiasmada ante la perspectiva de celebrar una reunión ilegal de Acción de Gracias con Jamie.

Llegó a las siete en punto, como si hubiera reservado mesa. Cuando le presentaron a Noah, a quien había visto por la calle y en el restaurante infinidad de veces, se dio cuenta de que era americano, lo que le sorprendió. También medía dos metros y pico. Cuánta gente le habría preguntado si jugaba a baloncesto, pensó Jody, pues ella había estado a punto de hacerlo. Qué molesto debía de ser, se dijo, y sintió tal simpatía hacia él durante toda la tarde que tuvo la impresión de que Noah y ella se habían convertido en grandes amigos, aunque apenas intercambiaron más de dos palabras desde el principio al final de la cena.

Jamie estaba un poco achispado, se fijó Jody. Se arrodilló y se dirigió a Beatrice cara a cara.

– Venceremos -dijo alegremente-. ¿Verdad que sí?

Puso un viejo disco de música discotequera y empezó a bailar con sus hijos hasta que Noah hizo un gesto a uno de los ex para que cambiara aquel CD por Stephin Merritt.

– ¿Qué… -se extrañó Jamie, volviéndose hacia Noah-…, qué problema hay con Donna Summer?

– Cálmate, cariño.

– Esto es una celebración. De la inocencia.

– Aquellos inocentes años setenta… -exclamó Noah, sonriendo. Cogió a Jamie de la mano y le atrajo hacia sí-. No pasa nada -susurró con dulzura-. No pasa nada.

Jody miró rápidamente para otro lado y vio, con el corazón encogido, que Everett entraba por la puerta. Quizá debería irse a casa, lejos de aquellos hombres, de aquellos niños que correteaban alrededor de la mesa, de aquella familia, de aquella intimidad. Lejos de Everett, una de sus amistades íntimas fracasadas.

Cuando Everett entró y vio a Jody con el bullicioso grupo internacional, fue aún más consciente de su propia soledad. Estuvo a punto de darse la vuelta y marcharse, pero Jamie le había visto y le había pedido a voz en grito que se acercara, de pie en su sitio a la cabecera de la mesa, gesticulando con tal entusiasmo que Everett imaginaba que el vino llevaba corriendo desde hacía un buen rato. Se dirigió torpemente hacia la mesa, muy consciente de su incapacidad para estar alegre, o borracho al menos.

Jamie le presentó a Noah, que se puso de pie y sorprendió a Everett con un saludo desde muy alto. Luego le presentaron a los niños. Había muchos y muchos se parecían. Jamie no se molestó en presentarle al personal que estaba sentado a la mesa. Simplemente pidió a uno de ellos que le dejara el sitio a Everett.

– No, no, por favor, no quiero importunar a nadie -se azoró, pero fue en vano. El joven ya se había levantado, cambiado el cubierto y trasladado al otro extremo de la mesa.

Everett vio que Jody estaba sentada enfrente de él y le sonrió, aunque se preguntó qué estaría haciendo allí, y casi le incomodaba su presencia, de tan inesperada. Él se había preparado para una tarde deprimente y se sentía perplejo y avergonzado.

– ¡Beatrice! -exclamó, inclinándose a acariciar a la perra, que estaba echada debajo de la mesa. Notó en el pie el tamborileo de su cola-. ¡Estás aquí!

Jody asintió.

– ¡Viva la revolución! -dijo, al reparar en los cairn terriers, y volvió a sonreír. Le alegraba ver a los perros, pero qué imprudente era Jamie. Bueno, no era problema de Everett, aunque lo sería si cerraban el Go Go. No tendría dónde pasar el próximo día de Acción de Gracias. ¡Ja! Qué gracioso eres, se dijo a sí mismo con sarcasmo. Volvió de nuevo su atención a Jody.

– ¿Qué tal está Beatrice? -preguntó.

Jody movió la cabeza a un lado y a otro lentamente, con tristeza.

Everett se preguntó qué le pasaba a Jody. ¿Había hecho voto de silencio hasta que el perro se recuperase? Se encogió de hombros, un poco molesto, y trató de entablar conversación con Noah sobre la importancia de la luz de las primeras horas de la tarde para los ritmos circadianos de los niños, algo sobre lo que acababa de leer un artículo.

Jody, claro está, no había hecho voto de silencio, pero cuando Everett le sonrió, volvió a experimentar aquel torrente de júbilo que sintió cuando le conoció con tormenta en la calle hacía ya muchos meses, y se dio cuenta de que se había quedado momentáneamente sin habla. Lo recuerdo, pensó, confundida, casi avergonzada. Lo recuerdo. Antes de que me rompieran el corazón, mi corazón suspiraba por ti.

– Tienes una familia maravillosa -le estaba diciendo Everett a Jamie.

– Yo la veo más como una devoción -replicó Jamie, pero estaba colorado y sonriente y muy en su papel de orgulloso padre de familia, pensó Everett. Héctor y Tillie, quietos como estatuas, no le quitaban ojo mientras trinchaba el pavo. Sus hijos, cuyos nombres confundía aunque estaba bastante seguro de que había un Dylan y una Isabella, cabeceaban o gateaban o corrían según la edad. Sus empleados estaban borrachos. Su novio era rico y benevolente, si bien extraordinariamente alto. Jamie era un hombre envidiable, y Everett le envidiaba.

– ¿Dónde está tu hija? -preguntó Jody, cuando recuperó la voz.

Everett se volvió hacia ella, pero ya no sonreía.

– Con su madre -respondió secamente.

Jody bajó la vista a su plato. Como siempre, había dicho justo lo que no tenía que decir.

– ¿Simon sigue en Virginia? -preguntó Everett, con bastante crueldad, se dio cuenta, y Jody se puso aún más triste.

– Sigue en Virginia -respondió ella.

– Es verdad. Lo siento. Se va a vivir allí.

– ¡Y yo me quedo con su contrato de arrendamiento! -exclamó Jamie entusiasmado.

– ¡Mira qué bien! -dijo Everett a Jody.

– Sí -replicó Jody-. Mira qué bien.

Después de eso pasaron un buen rato sin decirse nada. Jody notó la pesada cabeza de Beatrice sobre un pie y bebió mucho vino y pensó en Everett, que estaba sentado enfrente de ella, y en Simon, que seguía en Virginia. Se preguntó cómo habría sido el día de Acción de Gracias si Simon no se hubiera marchado. Quizá habrían tenido una cena tranquila en el apartamento de él. Quizá habrían venido al restaurante. ¿Simon tenía familia cerca? Se dio cuenta de que no lo sabía. Era hijo único, y sus padres vivían en la Costa Oeste, pero quizá tuviera algún primo o alguna tía a quien invitar. Notó el aliento de Beatrice en el tobillo.

Everett miraba a Jody. Parecía tan abatida. Últimamente siempre estaba triste. Evocó el aspecto que tenía el día en que como un idiota le regaló tulipanes amarillos en la calle. No le gustaba verla triste. Era un ser alegre, jovial, y se suponía que tenía que parecer feliz. Cuando se la veía tan atribulada, era como ver a un pájaro abatido. Los pájaros no podían estar tristes. Era antinatural. Entonces recordó que había poemas tristes del Romanticismo en los que los pájaros tenían un papel destacado. ¿Y qué decir de «El cuervo»? No era muy alegre que dijéramos.

Cuando terminaron de cenar, Jamie, borracho pero triunfante, brindó por las infracciones caninas en todas partes. Everett acompañó a Jody y a Beatrice a casa. Seguía viviendo en el apartamento de Simon.

– No por mucho tiempo -dijo ella. Miró con desesperación a la perra-. Es sólo por Beatrice, y pronto…

Everett la rodeó con el brazo. La llevó dentro y preparó una infusión de hierbas. Se sentaron en la sala de estar de Simon, él en la otomana, ella en el sillón de cuero, y tomaron el té, con el viejo perro, respirando con dificultad, tumbado en el suelo entre los dos.


Polly y George cenaron el día de Acción de Gracias en casa. Habían resuelto el problema de los padres divorciados invitando a ambos, convencidos de que ninguno de los dos se presentaría. También invitaron a Alexandra y a Laura, que sí se presentaron, así como a sus perros. Kaiya corrió por el apartamento, perseguida por un Howdy sobreexcitado, mientras que a Jolly se le aisló en la habitación de George y se le oía gruñir intermitentemente. El pavo, que Polly había insistido en que ella cocinaría, se pidió, ya cocinado, en el último momento a Fresh Direct. Cuando terminó la cena y pasaron de la mesa al sofá y las sillas que había junto a éste, Polly observó sus dominios con orgullo. Vivía en un lugar donde podía tener invitados a cenar el día de Acción de Gracias. Ése era su apartamento, con excepción de la habitación de George, y eso apenas contaba puesto que había sido ella quien le había instalado allí. Paseó la mirada por la corriente sala y se le expandió el corazón con un sentimiento de triunfo doméstico. Miró hacia la ventana, donde la lámpara votiva por el desgraciado inquilino anterior estaba encendida, y sintió lástima por que él hubiera sido infeliz en esa casa que ella había llegado a amar tanto.

Alexandra llevaba un registro, a sugerencia de George, del comportamiento de Jolly, y le alcanzó el cuaderno al tiempo que él se sentaba en el sofá comiendo un trozo de tarta de manzana con la que había contribuido.

– ¿Dónde la has comprado? -preguntó él-. Está buenísima.

– La he hecho yo.

Ella abrió el cuaderno.

– Está buenísima -repitió. Alexandra siempre tenía en su apartamento cosas deliciosas hechas en el horno. Era como ir a casa de la abuela: magdalenas, bizcochos, tartas… Jamás se le habría ocurrido que las hacía ella. Desde luego su abuela no las hacía.

Miró una de las páginas del cuaderno.

Miércoles

6.00 despierta gruñendo

8.00 paseo; se abalanza sobre un corredor; se sienta cuando se le ordena al pasar un ciclista; gruñe a un niño, no se abalanza sobre él

8.30 come, se ataca la cola 2 minutos; duerme sobre una alfombra al sol

10.15 se despierta, se lanza sobre la bolsa de la colada que llevaba yo, pequeño mordisco en la muñeca

10.30-12 duerme en la cama para perros; 4 vueltas sobre cama para perros (en sentido contrario a las agujas del reloj; 4 min., 2 min., 1 min., 3 min.)

12-13 paseo (intenta morder a un monopatinador, ¡pero no a un hombre en silla de ruedas!), luego juega con juguetes

13-14 práctica de las órdenes «suelo» y «quieto»; intenta morderme (mano derecha, la de antes; ¡¡¡sin sangre!!!)

14-15 duerme debajo del escritorio; 2 vueltas (en el sentido de las agujas del reloj; 2 min., 3 min.)

15.00 muy cariñoso

15.30 intento cepillarle, intenta morderme

16.00 se sube a la cama; se baja cuando se le ordena; gruñidos con vueltas intermitentes, sangre en la pata izquierda, hasta 16.40

16.50 paseo, sin incidentes, me marcho a trabajar

2.30 en la cama, gruñidos y gemidos durante 1 hora y 1/2

– Bueno, ¿qué piensas? -preguntó Alexandra, con voz un poco insegura pero todavía esperanzada.

George pensó que la palabra «vuelta» era una elección interesante para describir lo que Jolly hacía, eso era lo que pensaba. Al usar esa palabra parecía como si el perro se fuera a dar pequeños paseos en su pequeño automóvil. En realidad, lo que Alexandra llamaba una «vuelta» era una especie de furioso y violento ataque, la erupción de gruñidos que George había presenciado la primera vez que fue al apartamento de Alexandra en Brooklyn. Miró las notas que había tomado Alexandra del comportamiento de Jolly y le dieron ganas de llorar.

– Bueno…

– Mira -dijo con ansiedad, poniendo el dedo en la página-. Dio un paseo sin problemas. Y menos vueltas que el día anterior.

Repasaron todos los comportamientos cuidadosamente, reflejando en un gráfico lo que hacía por las mañanas, por las tardes y por las noches. ¿Era la comida lo que lo provocaba? ¿El sueño? ¿El ejercicio? No se veían unas pautas claras, y George estaba empezando a desanimarse. Pero no quería desilusionarla. El cuaderno de Alexandra era tan minucioso como el seguimiento de Darwin del desarrollo de las plantas trepadoras. ¿Cómo podía darse por vencido con el perro de Alexandra?

En las últimas semanas había dedicado casi cada minuto de su tiempo libre a Jolly. Había enseñado al perro a dejarse acariciar por la cuchara de madera enguantada, y luego por su propia mano, a sentarse cuando se aproximaba una silla de ruedas en lugar de atacar a su ocupante, a quedarse solo en una habitación sin despellejarse a sí mismo. Pero en cuanto le enseñaba una cosa, en cuanto le insensibilizaba a algún oscuro desencadenante de la violencia hacia sí mismo y hacia otros, a Jolly se le ocurría alguna nueva idea. Ahora atacaba a paseantes y corredores. Cuando la gente se acercaba a acariciarle en la calle ya no se tiraba a las manos, se tiraba a la cara. El chisporroteo de chuletas de cerdo en una sartén provocaba que se abalanzara brutalmente sobre sus propias patas, al igual que la música reggae y el sonido de la ducha. Después de que Jolly mordiera al hombre del bajo, que tenía dos chihuahuas y por eso se mostró tan comprensivo, George intentó que Jolly se acostumbrara a un bozal blando. Pero el perro sólo aguantaba unos segundos antes de embestir contra sí mismo como un loco, echando espuma por la boca en un frenesí de aterradores gruñidos.

George se había dedicado a ese perro, a ese perro callejero, como le llamaba Polly, y de paso, sin habérselo propuesto realmente, se había dedicado a Alexandra. La veía todos los días, incluso cuando no veía a Jolly. Nunca le había pedido que salieran juntos ni le había puesto una mano encima ni había flirteado con ella. Pero intentar ayudar a Jolly se había convertido casi en un noviazgo.

– Voy a mandar un correo electrónico al tipo de Cornell del que te hablé -dijo George-. Cree que el veterinario tiene razón, que no parece epilepsia. Pero me ha enviado unos ensayos sobre autismo que son bastante sugerentes. -Suspiró. Ya no le quedaban ideas-. Siempre podemos llevarle a un parapsicólogo de perros -concluyó con cierta amargura.

– Pobre George -se compadeció Alexandra, poniendo una mano encima de la de él.

Polly estaba en la cocina peleándose con la carcasa del pavo. Pero se encontraba lo suficientemente cerca como para oír hablar a su hermano y a Alexandra.

¿Pobre George? ¿Alexandra vivía con un perro psicótico y furioso, y decía «pobre George»? Polly sonrió y pensó que quizá podría olvidarse de la preocupación de buscar una chica adecuada para su hermano…, de momento.


Doris y Harvey cenaron el día de Acción de Gracias en Bedford, en casa de Natalie, la hermana de Doris, y fue todo un acontecimiento, lleno de vecinos que llevaban sus elaboradas contribuciones, de olores deliciosos y un competitivo murmullo culinario que daba a la casa un aire festivo. Doris había preparado un relleno con nueces, ostras, burbon y panes artesanos. Su hermana, con un delantal de algodón almidonado, les recibió en la puerta. Doris le entregó su cacerola y puso encima uno de los folletos del Equipo Operativo de la Asociación de Residentes. Estaba deseando contarle su gran victoria sobre los perros del Go Go Grill, con la ayuda de aquel eficiente sanitario, por supuesto.

– ¿La receta? -preguntó Natalie, al ver el papel.

– No, exactamente…

Pero Natalie había dejado la cacerola y empezado a leer la octavilla. Aunque no tenía la cara del mismo antinatural naranja que su hermana, sí tendía hacia un cierto matiz colorado oscuro cuando hacía cualquier clase de esfuerzo, y Doris, que conocía ese color y lo que significaba desde que eran jóvenes, vio alarmada cómo el morado le subía a su hermana desde el cuello hasta la frente.

– ¡Esto es vergonzoso! -exclamó Natalie con los sonidos redondeados que dejaba para las ofensas graves-. Dios santo…

– Sí, eso creo yo, y…

Pero Doris apenas había empezado a hablar cuando su hermana metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó una pequeña bola de peluche.

– ¿No es vergonzoso, Fredericka? -preguntó a la bola-. Y vulgar. «No me orines encima», verdaderamente.

La bola, que volvió dos diminutos ojos negros hacia Doris, se limitó a temblar como única respuesta.

– Ésta es mi hermana -presentó Natalie, de nuevo dirigiéndose a la bola-. Y ésta -dijo, sosteniendo el trocito de pelusa hacia Doris- es mi Fredericka.

Doris retrocedió. ¿Qué era? ¿Un lémur?

Fredericka ladró, con un chillido agudo y sorprendentemente fuerte.

Doris miró alternativamente a lo que en ese momento reconoció como un perro y a su hermana, a su hermana y al perro y de nuevo a su hermana y, adivinando lo que se esperaba de ella, tímidamente alargó la mano y tocó el cuerpo peludo del perro. El animal dio un chillido y ella retiró la mano, pero en ese breve roce había percibido la suave piel y el cuerpecillo de pájaro, palpitante y tembloroso, debajo.

– ¿Tiene frío? -preguntó-. Está temblando.

– Dios santo -repitió Natalie, volviendo a mirar el folleto-. ¿Cómo se puede ser tan cruel? ¿«Canes»? Y amenazadoras las pobres criaturitas. Imagino que se lo habrás enseñado a ese amigo tuyo del ayuntamiento.

– Sí -dijo Doris sumisamente.

Harvey había permanecido a su lado en silencio. Pero en aquel momento habló:

– Doris ha puesto en ello todo su empeño. -Sonrió a su esposa, le dio un tranquilizador apretón en el brazo y se fue a ver los resultados de los partidos.

Doris le miró marcharse al tiempo que Natalie le pasaba a Fredericka y le explicaba que el perro era un pomeranio taza de té y de hecho cabía en una taza de té, aunque no en una de tamaño tradicional, sino en una de esas para café latte que usaba la gente hoy en día.

Doris apenas la oía. Aún estaba conmocionada por el terrible malentendido que casi se había entendido. Harvey la había protegido. Como un caballero andante, había defendido su honor y guardado su secreto.

Natalie estornudó y volvió a poner a Fredericka en el bolsillo de su delantal, cambiando al perro por un kleenex.

– ¿No está guapo Harvey esta noche? -preguntó Doris cuando su medio calvo marido se alejó con aquella familiar manera de andar, encorvándose y arrastrando los pies.

– ¿Harvey? -dijo su hermana, un poco sorprendida, sonándose la nariz.

– Sí -respondió Doris suavemente, casi con devoción-. Harvey.


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