Él había ido por los perros

Los días grises que aún no eran del todo invernales, esos días que iban haciéndose cada vez más cortos y que parecía que jamás volverían a ser más largos, discurrían muy despacio para Jody. Pasaba menos tiempo que nunca en el colegio, y le molestó que le pidieran que acudiera al baile con los alumnos de quinto curso y que organizara la colecta de donativos. Había empezado a enseñar a los cursos de los más pequeños las canciones de la representación histórica de invierno, asegurándose de que había referencias a Hanukkah, Navidad y Kwanzaa aunque no a Jesús ni a Dios, pero lo hacía sin ganas. Tenía el corazón roto, y los pedazos en casa con su amiga enferma, su perro agonizante, su Beatrice.

Se encontró con Everett una noche, pero ni siquiera eso hizo que se sintiera mejor. ¿Quién era él, después de todo? Un vecino, un extraño, un hombre por quien abrigó un enamoramiento de colegiala, el absurdo amante rechazado de una chica ridículamente joven.

– Simon está en Virginia -explicó Jody en respuesta a su pregunta-. Se marcha a vivir allí.

Everett parecía sorprendido. No tan sorprendido como yo, pensó ella.

– Siento mucho que Beatrice esté tan enferma -dijo él-. Si puedo ayudar en algo…

Pero ella ya había negado con la cabeza y siguió caminando despacio con el viejo perro blanco.

Después de esa noche, Everett se descubrió a sí mismo paseando por delante del edificio de Jody más a menudo de lo que antes le parecía necesario. A veces se detenía delante de su puerta, preguntándose si debía llamar al timbre por si acaso se encontraba en casa y quería dar un paseo. Nunca lo hizo, pero la veía por el restaurante, a ella y a la pobre Beatrice. Le pidió el número de su teléfono móvil, pues por alguna razón no quería llamarla al teléfono de Simon. Y la llamó al móvil, y la invitó a cenar en su apartamento.

Jody fue, una noche en que lloviznaba, con el delgado y lento perro blanco, y a Everett le vino a la memoria el recuerdo de las dos acercándose entre la cortina de nieve el día en que las conoció casi un año antes, Jody con las mejillas sonrosadas y el perro robusto y saludable. Everett puso agua a Beatrice en el cuenco para perros de Jonathan Adler. El cuenco y el ruido que hacía Beatrice al beber le hicieron añorar a Howdy.

Era la primera vez que cocinaba en muchos años y estaba bastante nervioso por la comida, aunque no era más que un simple pollo asado con patatas asadas y una ensalada. Pero quería que esa noche fuera un éxito. Se preguntó qué entendía él por éxito. ¿Llevarse a Jody a la cama? ¿O lo único que quería era darle de comer y hacer que se sintiera a gusto, como lo haría con un animal herido, como lo haría con Beatrice?

– Hoy he visto a una ardilla en el parque comiéndose un cruasán -contó-. Un cruasán enorme. Apenas podía sujetarlo con sus pequeñas garras.

Eso hizo sonreír a Jody, y Everett pensó en lo guapa que era.

– ¿Qué estabas haciendo en el parque? -preguntó ella-. ¿Con este tiempo?

– Fingiendo que tengo perro.

Jody volvió a sonreír, y en general la noche fue agradable. El pollo estaba bueno, un poco grasiento, pensó, pero sabroso, y ella se quedó y hablaron durante varias horas, bebiendo el excelente vino que había comprado. No intentó llevársela a la cama. Había algo demasiado vulnerable en ella, y al mismo tiempo demasiado intimidante.

Le doy pena, pensó Jody la segunda vez que la invitó a cenar pollo asado en su casa. Y con razón.

– Eres muy amable -dijo ella, pero lo que quería decir, se dio cuenta, era: ¿qué más da ya? Es demasiado tarde. Es demasiado tarde para todo. Qué sensiblera se había vuelto. Trató de concentrarse, pero le resultaba difícil concentrarse en Everett, a quien tiempo atrás acompañaba fielmente en su imaginación. Ahora su imaginación parecía haber volado a Virginia con Simon.

– ¿Qué tal si salimos esta noche? -propuso Everett.

– ¿Salir? -Era una tarde fría y oscura. Estaban cómodamente sentados en su sala de estar. ¿Acaso le daba vergüenza servir pollo asado otra vez?-. Si me encanta el pollo asado -le tranquilizó.

– Ya, pero es que el pollo no se ha descongelado…

¿Y para qué lo habría congelado?, se preguntó. Beatrice había cojeado dolorosamente al cruzar la calle y al entrar en el ascensor. En aquel momento la perra estaba dormida al lado de Everett. Podía pasarse por la tienda el día de la cena o cualquier otro día, pensó Jody. Confiaba en que el anterior pollo congelado hubiera sido criado sin antibióticos. Claro que a lo mejor los químicos no se preocupaban de esas cosas.

– De acuerdo, será divertido -respondió, aunque obviamente nada volvería a ser divertido para alguien que se compadecía de sí misma como ella. Terminaron los martinis y salieron del limpio y tranquilo apartamento de Everett hacia la noche húmeda y el restaurante del otro lado de la calle.

Everett la observó acomodar al perro a sus pies. Qué delicada y tranquila era con la enorme perra enferma. Sirvió vino en la copa de Jody, se la pasó, como si fuera una inválida, y dijo:

– Bebe.

Jamie los miraba con curiosidad, pero se fue a atender a un grupo numeroso de mujeres, algún club de lectoras, supuso él, a quienes sentó a la mesa redonda que había junto a la ventana. Les sugirió un vino y sonrió. Ellas sonrieron también. Admirable, un club de lectoras. ¿O era una reunión de las Vigilantes del Peso? Todas eran bastante delgadas.

– Mirad qué ricura de perros -dijo una, señalando a los perros de Jamie, que habían surgido de detrás de la barra.

Estaba pensando con qué obsequiar a las encantadoras damas del libro -¿un chupito de grappa? ¿De Calvados?- al final de la comida, cuando la puerta del restaurante se abrió con un fuerte y dramático silbido de aire frío y húmedo. Allí, recortada sobre la entrada, con los brazos en jarras y expresión iracunda, envuelta en un largo abrigo de piel, estaba Doris.

Se echó deliberada y teatralmente a un lado. Detrás de ella, como una alargada sombra vespertina, apareció un hombre fornido con la mandíbula cuadrada y una incongruente tablilla sujetapapeles de plástico morado.

– ¡Ése! -dijo Doris, señalando a Jamie.

La portentosa sombra avanzó. Apuntó a Jamie con la barbilla, en una suerte de saludo, supuso éste. Jamie alargó la mano y estaba a punto de presentarse, cuando la sombra, ya bien iluminada, sacó de su bolsillo una placa y se la puso a Jamie delante, como para rechazarle.

– Departamento de Sanidad de la Ciudad de Nueva York -leyó Jamie en voz alta-, y Salud Mental.

– Esto -dijo Doris con voz excitada- es una redada.

– Inspección -corrigió el hombre, con voz apagada y siniestra.

Final, pensó Jamie -pero no lo dijo-, imitando la sintaxis sin artículos del hombre.

– ¡Múltele! -exclamó Doris.

Higiene mental, estaba pensando Jamie. Extraño. Por el rabillo del ojo veía a su personal ponerse en acción. Pegarían carteles con cinta adhesiva en el baño, guardarían cosas en el frigorífico, cualquier cosa que pensaran que les mantendría un paso por delante del inspector. Pero Jamie sabía que todo era inútil. El inspector no había ido para comprobar que estuvieran puestos los letreros que recordaban a los camareros que se lavaran las manos. Él había ido por los perros.

Jamie llamó a George con un gesto de la mano.

– Por favor, muéstrale al inspector…

Sanitario -le corrigió el hombre.

Jamie le miró fijamente. El sanitario hizo otro tanto con él.

– Por favor, muéstrale al sanitario todo lo que quiera ver -dijo Jamie por fin.

George salió de detrás de la barra. A lo mejor los sanitarios eran como los cuáqueros: gente sencilla y pacífica que inventaron la electricidad.

Doris miraba con orgullo la escena que tenía lugar ante ella. Llevaba trabajando tanto tiempo y tan duramente para conseguir que aquello sucediera… Había llamado al Departamento de Salud incontables veces, explicando que el inspector debía ir una noche con el fin de pillar a Jamie in fraganti, por así decir, hasta que finalmente, por fin, encontró a un oficial comprensivo. Pero nada que merezca la pena llega sin esfuerzo, se recordó a sí misma. Había recogido basura e instruido a sus conciudadanos y ejercido sus derechos democráticos. Y ahora, después de todo, las cosas serían diferentes gracias a ella. Triunfante, se alzó ante el enemigo conquistado, que no la miró a los ojos. Le dio la espalda. Se alejó. Eso hirió a Doris. Le parecía una injusticia. Pero las buenas acciones no quedaban impunes, como se decía, y algún día Jamie le agradecería que le hubiera devuelto al buen camino. ¿Cuánta gente evitaba comer en el Go Go debido a los perros que andaban echados en cualquier sitio que se pisara? Ella no sabía cuántos, pero seguro que se trataba de un número considerable.

– ¡Aja! -gritó Doris, señalando a Tillie y Héctor, que fueron corriendo hacia ella.

El sanitario murmuró algo incomprensible, aunque claramente de una sílaba.

– Ya se iban -aseguró George, persiguiendo a los perros.

Pero ambos se habían tumbado boca arriba junto a las gruesas botas negras del sanitario y estaban agitando sus pequeñas patas en el aire.

El sanitario le dio a uno con una bota.

– ¿Por qué se toma a broma las infracciones? -dijo Doris.

Jamie era un hombre afable. Un hombre moderado. Se había pasado la vida buscando la felicidad de los demás, con las mínimas complicaciones posibles para él. Pero en aquel momento sintió que algo se alzaba en su interior, algo que él creyó reconocer como el esófago, fuera eso lo que fuese. ¿Llevaban pistola los sanitarios?, se preguntó. Quizá los sanitarios eran propensos a brotes de violenta locura, como los empleados de correos. Quizá este sanitario sacara la pistola y disparara a su irritante patrona y Jamie la vería caer, sangrando y jadeando en vano por respirar.

– Mire -decía la patrona-. Otra infracción. -Doris había visto a Beatrice. Se acercó al viejo y dormido pit bull-. En Toronto -dijo- te aplicarían la eutanasia.

– Esto no es Toronto -terció Jamie con firmeza.

– Nueva York -precisó el sanitario, aclarando el asunto.

Había empezado a escribir con lápiz en su tablilla morada. Lápiz, pensó Jamie. Lápiz, lápiz… El lápiz podía borrarse. De alguna manera, quizá, su citación judicial o lo que fuera que estuviese escribiendo a lápiz se borraría. Eso era lo que Noah, con resignado desdén, llamaba «El pensamiento mágico de Jamie». Bueno, ¿y qué? Ninguna otra cosa iba a funcionar mucho mejor. Ésta sería su tercera citación a causa de los perros. Tendría suerte si le ponían una multa y no le cerraban el local. Nunca más podría dejar entrar a un perro. Le sería imposible correr ese riesgo. Eso si permitían que el restaurante siguiera abierto. ¿Pensamiento mágico? Sí. ¿Por qué no? La oración del ateo.

Todos los clientes se habían dado cuenta de que algo pasaba y se habían quedado muy callados. Everett le había cogido la mano a Jody cuando se mencionó la eutanasia. Desde luego era escandaloso que Jamie dejara entrar a perros en el restaurante. Era un milagro que no se lo hubieran impedido antes. Pero, en serio, ¿qué daño hacía Beatrice, una perra anciana que dormía profundamente, roncando lo mínimo? ¿Qué daño hacían los graciosos terrier?

Jody se había puesto colorada. Echó la mano hacia atrás y se la pasó por el pelo, que después se le quedó levantado de una manera extraña.

– Esa mujer… -decía-. Esa mujer horrible, monstruosa…

– Vamos -estaba diciendo Doris al inspector-. Ponga las multas. O lo que sea que tenga que hacer.

El sanitario la miró con tal antipatía que por un momento, un momento dichoso, Jamie pensó que el sanitario se olvidaría de todo, que se enfrentaría a la enfurecida ciudadana que le había llevado allí, que sonreiría y le estrecharía la pata a Howdy, que acababa de salir de la cocina y le había ofrecido una zarpa, que haría un gesto amable a Jamie, saldría por la puerta, archivaría un informe en blanco, y se iría a casa con lo que sin duda debía de ser una feliz y amorosa familia a tomar una abundante y deliciosa cena, aunque a juzgar por el sanitario probablemente no hubiera mucha conversación en la mesa; pero la gente se comunica de muchas maneras.

El sueño de Jamie tuvo un brusco final.

– In-frac-ción -decía Doris, dirigiéndose a Howdy, que se le había acercado a olisquear su abrigo de piel.

El sanitario se volvió a mirar a Jamie.

– Cuatro -dijo con su monótona voz. Luego añadió con repentino sentimiento-: ¿Dónde demonios se cree que está, amigo? ¿En París?


Загрузка...