Cuando mejor se ven las calles de Nueva York en verano es, si acaso, a primera hora de la mañana. Nuestra calle no era diferente. Algunos días el calor del verano era tan intenso que casi se oía. Los cubos de la basura, etiquetados con la dirección del edificio al que pertenecían, rebosaban de desperdicios de los transeúntes. Enormes bolsas de basura negras, apiladas como cadáveres que nadie reclama, parecían absorber el calor del sol durante el día y devolverlo a la humedad del ambiente por la noche, junto con el ligero hedor de comida precocinada ya pasada. Pero a primera hora de la mañana, cuando el sol está saliendo, hay un descanso en las calles de Nueva York, una frescura y un clima más suave, una quietud expectante.
Aunque era sólo principios de junio, Simon había empezado a despertarse antes de lo habitual con el fin de dar un paseo mientras el calor era soportable. Hay un olor particular en Nueva York en las mañanas de verano, cuando porteros y conserjes están en la calle delante de sus edificios regando el pavimento con mangueras. Los ruidosos camiones de los servicios de limpieza ya se han llevado las bolsas negras, y el olor a basura, caliente, denso, vegetal, ha desaparecido. En su lugar, el agua, evaporándose en la acera, despide un olor húmedo, urbano, mineral. El cielo estaba claro y resplandeciente la mañana en cuestión, un sábado, y, al pasar por la tienda coreana, Simon aspiró el aroma de rosas, fresias y nectarinas maduras. Fue dejando atrás el ajetreo de los tenderos, que subían las verjas de sus comercios, y de los repartidores, que descargaban cajas de brócoli y de fresas delante del supermercado, y de los camareros, que sacaban mesas y sillas de plástico a la acera para poner las terrazas de los cafés. Cuando llegó a Central Park entró en la calma, lo cual siempre sucedía de repente, como si hubiera cerrado una puerta a su espalda. Paseó entre el sofocante olor a hierba y hojas, en la umbría más absoluta, y luego se dirigió a casa despacio. Sabía de sobra que no debía salir de la ciudad ni siquiera un día durante el verano. Si hubiera ido a los Hamptons o al interior o a orillas de Jersey o a Connecticut, habría vuelto y se habría encontrado con una ciudad descuidada y sin nervio, de la que todos los que podían permitirse salir fuera habrían huido, un triste y humeante laberinto de sucio hormigón. Tal como estaba, la ciudad era vibrante, espléndida y llena de vida. Así la veía él. Sólo se necesitaba perspectiva. La perspectiva de no tener perspectiva.
Cuando llegó a casa, desilusionado, aunque no sorprendido, por no haberse topado con Jody, se tomó su café en su gran sillón de cuero, leyó el periódico y se puso cómodo para echar la siesta. Pero no podía dormir. Cogió la silla de montar del estante más alto del armario y, con delicadeza, la colocó sobre el respaldo del sillón y la lustró con una gran esponja natural perfumada y enjabonada con un jabón especial.
Unos minutos más y habría visto a Jody. A ella también le gustaba salir antes de que le pillara el calor, que era como lo veía ella. Las otras personas que paseaban a sus perros saludaban y se detenían a charlar, y aunque Jody ignoraba los nombres de la mayoría, esos encuentros anónimos le parecían curiosamente íntimos. El hombre con el viejo, tembloroso y ciego bernés de las montañas estaba preocupado porque quería que su hijo fuera a una buena universidad. La violonchelista del sabueso, cuya barriga estaba más o menos hinchada dependiendo de en qué armario se hubiera metido la noche anterior, le habló del nuevo disco de Les Arts Florissants. El atractivo joven belga con su cachorro de keeshond contó con orgullo e inesperada alegría que el adiestramiento del perro había sido un éxito. La exquisita y reciente viuda parisina con su pequeño y extraño chucho de tres patas se explayaba sobre la evolución de la Bolsa. El chico de la cola de caballo con un lebrel ruso, un galgo y un saluki atados a su bicicleta saludó con la mano, mientras su hija, sentada en una sillita para niños en la parte de atrás, comía un pastelillo relleno con parsimoniosa concentración. Las mañanas de Jody estaban llenas de historias, recomendaciones y descubrimientos del anciano con su viejo bichón maltés, de la joven y atlética pareja con su jadeante doguillo y, cómo no, de Jamie con sus dos cairn terriers mordisqueándole las perneras.
Esa mañana Jody saludó al conserje de la pequeña iglesia de ladrillo rojo, que estaba esparciendo posos de café en la parcela de tierra que había alrededor del ginkgo del templo; acarició a Sofie, la viejecita terrier de un vecino que tenía ojos tristes y largas patas de bailarina; luego siguió caminando, disfrutando de la tenue claridad. Se preguntó por qué la base del árbol de la iglesia estaba tan árida. ¿Una decisión doctrinal, quizá? El calor era agobiante, pero fresco aún, y a lo largo de la calle había flores plantadas cuidadosamente rodeando la base de los demás árboles. Jody dejó que Beatrice se entretuviera en la boca de incendios, luego en los postes verdes de las señales de PROHIBIDO APARCAR. Se fijó en la parte de la acera que era de pizarra y se preguntó a qué hora se levantaría el indigente, porque nunca le había visto en las escaleras de la iglesia por la mañana. De esa forma, Jody y Beatrice pasearon despacio hasta el parque, donde Jody soltó al perro y fueron en dirección norte, más allá del lago y hasta un pequeño y pedregoso valle. En primavera, los observadores de aves las miraban con recelo y desagrado, pero en aquel momento no había nadie por allí salvo ellas dos y las nubes blancas en lo alto.
Jody había pasado una noche de insomnio especial. Había practicado una pieza que estaba preparando con un cuarteto de aficionados con el que se reunía cada varios meses, luego leyó un poco, después apagó la luz y a continuación empezaron sus preocupaciones nocturnas. Había agotado el límite de una de sus tarjetas de crédito. Era una músico mediocre. Tenía que llamar a sus padres de una vez. No debería haber comprado la funda de edredón Pratesi. Había cogido demasiados taxis. No tenía talento ni dinero y moriría pobre. Trató de tranquilizarse pensando que cuando fuera mayor y pobre estaría cubierta tanto por Medicaid como por el edredón Pratesi, que se supone que duran toda la vida, pero antes de conseguirlo pasó a preocuparse de Beatrice. ¿Era feliz el viejo perro viviendo en una ciudad? ¿Hacía el suficiente ejercicio? ¿Debería buscar a alguien que la sacara a pasear mientras ella estaba en el colegio? Pero no podía permitírselo porque, egoístamente, se había gastado todo el dinero en sábanas. ¿Qué pasaría con Beatrice cuando ella muriese? ¿Qué pasaría con Jody cuando muriese Beatrice? Qué mezquino preocuparse por un perro cuando tantos seres humanos sufren en el mundo. Y entonces empezó a preocuparse por Sudán. Esto le llevó al cabreo político y no tuvo más remedio que levantarse y prepararse una taza de manzanilla y leer un poco, pero eso le recordó en qué triste y solitaria solterona se había convertido involuntariamente, y volvió a la cama a preocuparse por el rebrote de la polio en África. Y por cuándo volvería a encontrarse con Everett.
Resultó que su oportunidad le llegó aquella mañana, aunque tal vez no como le habría gustado. El calor era ya más intenso, sedante casi, adormecedor de tan extremado, y Jody volvía a casa del parque, amodorrada y apática, cuando vio que Polly y George salían de su edificio con su esponjoso y dorado cachorro sujeto de una correa.
– ¡Mira! -la llamó a voz en grito-. ¡Es el primer día que sale Howdy!
Obedeciendo al instante la grave y potente voz de Polly, Jody miró y cruzó la calle a rendir homenaje a la iniciación del perro a la calle. Howdy saltó sobre ella histérico, como un torbellino de emocionada confusión y buena voluntad. Beatrice se metió en medio y ambos perros empezaron con el ritual de olisquearse y dar vueltas.
Entonces, mientras Jody elogiaba los ojos, las orejas, la nariz, el pelaje y la cola del cachorro, Polly sonreía satisfecha y asentía y George parecía encantado y violento a la vez, la puerta se abrió y apareció Everett.
– ¡Hola! -saludó Polly, interponiéndose en su camino-. ¡Mira a Howdy!
Jody se fijó en que al sonido de aquella petición con la tajante voz de Polly -«¡Mira a Howdy!»-, todos, al igual que ella, incluso George, giraron obedientemente la cabeza para mirar a Howdy. A su vez, Howdy giró la cabeza para mirar a Polly.
Everett parecía no tener ni idea de por qué estaba mirando al cachorro, pero emitió un sonido amable. Sonrió a Jody y ella sintió que la sangre le afluía a la cara.
– ¿Qué tal está su hija? -preguntó. Emily siempre era un recurso seguro para entablar conversación con Everett.
– Bien, muy bien. Pasando el verano en Italia -añadió, mirando amablemente a Polly y a George. Entonces, como si quizá hubiera dado una imagen de Emily poco seria, tosió y dijo-: Estudiando.
– Cuando se es joven se puede ser un poco tarambana en Italia, supongo -dijo Jody. ¿Qué? ¿Tarambana? Pero ¿quién habla así? ¿Y quién hace hincapié en su edad?
– Yo pasé un verano en Italia -intervino Polly-. En Florencia.
Polly estaba en la acera con su bonito y veraniego vestido color pastel, como las chicas de un cuento infantil, pensó Jody, incómoda de repente con sus pantalones caquis y su polo verde claro. A la luz del sol Polly parecía muy joven, con aquella piel clara sonrosada por el calor y esos ojos grandes y alegres. Jody observó cómo se movía, decidida y dinámica. Tan joven, tan joven, tan joven. Por lo general, Jody admiraba el nervio jovial, juvenil e inocente de Polly. Pero por alguna razón esa misma cualidad le molestaba en aquel momento, como si Polly hablara en voz alta en un concierto y no dejara oír la música.
– Emily está en Florencia -dijo Everett, dirigiéndose a Polly. Jody lo vio y no le hizo ninguna gracia.
– Desde luego, tú no fuiste a estudiar -acusó George a Polly.
– Cállate -dijo ella-. Ojalá pudiera volver. ¿Va a ir a visitarla? -preguntó a Everett, con un alegre movimiento de falda al girarse a mirar al hombre mayor-. ¡Dios, y así poder huir del calor sofocante de esta ciudad!
En Florencia también hace un calor sofocante, quiso decir Jody. Y está plagada de estudiantes americanos. Como Emily. Y como tú, Polly, no hace mucho tiempo. Pero guardaba silencio, fijándose en cómo Everett miraba a Polly.
– Vaya en otoño -apuntó George-. No hay tantos estudiantes americanos.
Jody pensó que George le caía bien.
– Bueno, eso frustraría un poco los planes, ¿no le parece, joven? -le dijo Everett.
George arqueó una ceja. Debió de ser por lo de «joven».
– Hmm -respondió George, dando la espalda a Everett y agachándose a acariciar al perro.
Jody se sintió triste y cansada y vulgar con su polo verde mientras esperaba abatida a que George y Polly se fueran a pasear al perro. Sólo entonces el concierto que Polly había interrumpido con su voz chillona podría continuar; sólo entonces Jody podría charlar con Everett. ¿Qué hacían allí, de todos modos? ¿Por qué no llevaban a pasear al maldito perro, ahora que el perro podía pasear? Ella quería hablar a Everett sobre un concierto de verdad, uno que Polly no podría estropear. La representación de «El Mikado» era la semana siguiente. Ya había comprado las entradas. Jody le obsequiaría con Gilbert y Sullivan y a cambio oiría su voz y sentiría su sonrisa dedicada exclusivamente a ella. Pero, tras diez largos minutos, el hermano y la hermana no daban señales de marcharse, mientras que Beatrice había empezado a tirar de la correa.
Jody esperó otro poco, cada vez más malhumorada porque Polly flirteaba de manera escandalosa con Everett («Está claro que voy a tener que llevarle yo a Florencia», decía Polly con una risa musical), y George se mofaba; finalmente Jody masculló un adiós, esperando, sin conseguirlo, captar la mirada de Everett.
– Dudo que a Emily le apetezca que su padre la siga por el mundo -estaba diciéndole a Polly.
Cuando Jody se iba, oyó el sonido de la poderosa voz de Polly a su espalda.
– ¿No? A mí, sí. Podría llevarme a cenar a un buen restaurante… Si yo fuera ella, quiero decir. -Polly había mirado fijamente a Everett y sus llamativos ojos azules mientras hablaba, pero en aquel momento dejó de hablar, confundida de pronto, como si se hubiera despertado y se encontrara en un extraño bosque-. O no -dijo.
Después Polly se sentó en su dormitorio y repasó la conversación mentalmente. Se dijo que era la idiota más grande sobre la Tierra, venga a hablar de una chica a la que no conocía, de la manera más atolondrada e infantil. Y George era el segundo en el campeonato de idiotas. Y él se había comportado como un idiota malvado, además, claramente en contra. En contra… ¿de qué?
Everett.
¿Cómo se había enterado George? Ella acababa de enterarse en aquel mismo instante.
¿Everett?
Everett era muy viejo y bastante soso, la verdad. Al menos eso era lo que pensaba antes, si es que había pensado en él alguna vez, que no. Pero cuando hace un rato le vio sonreír (a Jody, es cierto, pero aun así…) y luego volvió a ver una segunda sonrisa, y otra, era como si Everett fuera un hombre completamente distinto. Le centelleaban los ojos y el rostro se le iluminó. Parecía más joven y estaba guapísimo.
Everett.
Se sentó en la cama, confusa y avergonzada. De pronto se acordó del tacto de su mano cuando, al acariciar a Howdy, rozó la suya. ¡Ay, madre!, pensó.
La intimidad con su hermano tenía sus desventajas. George entendía demasiado. Había sido grosero y desagradable con Everett. De todos, Everett era el que mejor parado había salido, concluyó, repasando de nuevo la conversación. Sólo estuvo un poco pomposo. A lo mejor era tímido. Se imaginó yendo a cenar con él, a un restaurante en condiciones, y luego al ballet. ¿Era temporada de ballet? La verdad era que no le gustaba mucho el ballet, pero la imagen quedaba perfecta en su imaginación. Tendrían que ir a algún sitio, y no iban a ir a tomarse una apestosa ronda de cañas, por ejemplo, algo que a Chris le habría parecido una estupenda forma de pasar una noche divertida.
Ser feliz a veces es fatigoso. Te acostumbras a tener una cierta visión negativa, y cambiar te resulta irritante y perturbador. Por un momento, mientras pensaba en Chris, Polly, tan triste durante tanto tiempo, casi se enfadó, como si Everett estuviera persiguiéndola, importunándola, molestándola. Déjame en paz, pensó. Amo a Chris, y él ama a otra. Todo el mundo lo sabe.
Entonces recordó la sonrisa de Everett y las últimas palabras que le dijo Chris («Nunca olvidaré, hmm, todo…») y pensó que no le importaba si Everett era pomposo o no. Puede que Polly se hubiera comportado como una niña tonta, George como un fastidio de hermano, pero Everett se había comportado como un hombre. Y en cuanto a Jody, Polly olvidó que hubiera estado presente siquiera.
Pero Jody había estado allí, y ella tampoco podía olvidar la escena. Se acercó con Beatrice hasta la tienda y compró crema hidratante. Pidió un café con hielo y se sentó en el banco de la cafetería a tomarlo. Observó que la gente que pasaba miraba a Beatrice con recelo. Polly es una cría, se dijo para sus adentros. Pero se sentía mayor, agotada y cabreada consigo misma. Beatrice puso la cabeza en la rodilla de Jody y alzó la vista hacia ella. Jody le acarició la ancha frente.
– ¿Podemos acompañarte?
Era George con el cachorro. Se sentó antes de que Jody pudiera contestar. Beatrice se tumbó y el perrillo se le subió a la barriga con intención de llegar a la cabeza, hasta que ella se levantó y delicadamente dejó que el cachorro resbalara al suelo.
– Le has acostumbrado a la correa con una rapidez increíble -se admiró Jody.
George sonrió.
– No tengo nada mejor que hacer.
– ¿Eres un joven tarambana? -preguntó Jody.
Él captó la alusión y se río.
– Qué estirado es ese tío -dijo él.
– ¿Tú crees?
George se encogió de hombros.
– De todos modos, sí, soy un tarambana.
– ¿Qué es lo que no haces? -preguntó Jody.
– Ésa es la cuestión. Si lo supiera, lo haría.
Esa noche, mientras paseaba en bicicleta junto al río, pensando en el encuentro con Everett de aquella tarde, George tomó una decisión. Como se habrá fijado el lector, las decisiones no eran del gusto de George. ¿De qué servía ese paso innecesario? Él prefería hacer lo que había que hacer cuando se presentaba ante él como algo absolutamente inevitable. ¿Por qué pensar en ello con antelación? Las decisiones, había explicado en muchas conversaciones nocturnas con amigos ebrios, eran superfluas. Fetichistas, incluso. Sin embargo, ahí estaba él, preocupándose, planeando, decidiendo. Pero ¿qué elección tenía? Su hermana estaba a punto de comportarse como una imbécil. Lo veía, lo presentía, se lo olía. Tenía que hacer algo para protegerla de su propia idiotez.
Pedaleaba deprisa en el aire húmedo de la noche, aspirando la suave brisa salada proveniente del río. No se veían estrellas, sólo las luces lejanas de los edificios del centro de la ciudad al otro lado del agua. Veía cambiar los semáforos de Nueva Jersey, sobre una colina, todos a la vez, una hilera de luces rojas que parpadeaban hasta convertirse en una hilera de luces verdes.
Le exigiría a Polly que empezara a pasear al perro. Ésa era la decisión de George, y a él le supondría un sacrificio, porque disfrutaba con la sensación de tener al animal al otro extremo de la correa, percibía una nueva forma de comunicación entre ellos. Mucha gente se paraba a acariciar al cachorro. George estaba absurdamente orgulloso del perro. En las raras ocasiones en que pasaba alguien sin advertir la presencia de Howdy, George se sentía casi tan decepcionado como el perro. Pero había visto a Polly tonteando con Everett, ese vejestorio malhumorado, pagado de sí mismo y de todo punto inapropiado. Apenas le parecía posible que Polly pudiera estar interesada en él. Pero él sabía lo que había visto, conocía a Polly y sabía lo cabezota, lo impulsiva que podía ser cuando estaba enfadada o dolida, y sabía que tendría que ayudarla a librarse de su propia terquedad.
– Tú lo que quieres es que salga y conozca a gente -contestó Polly cuando le dijo al día siguiente que ella debía encargarse de pasear al perro-. Créeme, George, los tíos buenos no van a pararme por la calle para acariciar a Howdy. Mejor ¿por qué no me cuelgo un cartelón con un anuncio?
Pero sí empezó a sacar al cachorro un par de veces al día. Le parecía que era un momento perfecto para fantasear con Everett. Howdy retozaba por el parque y Polly se imaginaba paseando, agarrados de la mano, con su nuevo amante, Everett, el maduro y brillante abogado o doctor o lo que quiera que fuese.
En las últimas semanas había en el aire una sutil fragancia, fresca y arrebatadora, sin duda la fragancia de la primavera: los tilos, los espléndidos y generosos tilos. ¿Cómo puede alguien no enamorarse cuando florecen los tilos? Polly y Howdy deambulaban por el lago, con sus patos y lirios amarillos y algas verdes, brillantes, y volvía a revivir la conversación con Everett sobre Florencia, a recordar el ligero roce de su mano una y otra vez hasta que empezó a parecerle que Everett había puesto la mano en la cabeza del perro a propósito para tocarle la mano a ella.
En las semanas que siguieron se encontró con Everett en unas cuantas ocasiones, una vez mientras sacaba la basura en pijama, lo cual fue espantoso, y las demás en el ascensor, pero cuando más cerca estaba de ella era en sus largos y solitarios paseos con el perro.
Una noche, antes de irse a la cama, Polly bajó un rato con Howdy a la calle, con la vaga esperanza de ver a Everett. Howdy meneaba la cola a todos los vecinos que pasaban. Tenía dos favoritos: un joven cubierto de tatuajes y el vigilante de la iglesia, que era delgado, canoso y elogiaba al cachorro con un ligero acento irlandés, pero ninguno de los dos andaba por allí esa noche.
– Pobre Howdy -dijo Polly-. ¿Dónde estará nuestro amigo de la iglesia?
– ¿Es que no puedes conocer a nadie normal? -preguntó George, que se les había unido, probablemente para asegurarse de que ella no fumaba, pensó Polly.
– No busco chicos, George.
– Ya se nota.
George cogió la correa y dejó que Howdy olisqueara los neumáticos de un Porsche Boxster plateado que estaba aparcado delante de su edificio, luego se inclinó a ver el interior. Era impresionante, y se estaba imaginando allí dentro, al volante, cuando oyó el sonido de la enérgica voz de Polly saludando a alguien y luego quejándose de Chris. A George eso le parecía, y su hermana no dejaba de hacerlo, deprimente hasta lo inefable. ¿Dónde está tu sentido de la intimidad?, pensó.
Entonces George tuvo un pensamiento que le alegró. ¿Significaba esa constante machaconería con el pobre Chris que Polly no estaba realmente interesada en el requeteviejo Everett? ¿Sería posible que George hubiera malinterpretado las señales? La idea de su hermana relacionándose con un hombre que le había llamado a él «joven», que le hacía sentir como si le estuvieran entrevistando para un trabajo que ni siquiera quería, que era demasiado canoso, demasiado triste, demasiado viejo para su vulnerable hermanita y su jovial e intrépido carácter, seguía asaltándole desde todos los oscuros rincones de su mente. ¿Podría -por Dios, que así fuera- haberse equivocado?
Se enderezó y vio a Polly hablando con una esbelta mujer de cierta edad cuyo pelo era de un rojo brillante y sus tacones de una altura alarmante. Por un instante, George se preguntó qué hacía una prostituta retirada con una llave de su edificio, pero enseguida reconoció a la viuda francesa que vivía en el séptimo piso.
– Cuando te encuentras ante los problemas, te enfrentas a los problemas -decía con su fuerte acento-. Mi marido muere y yo quiero morir, pero en cambio bailo. -Le sugirió a Polly que se apuntara a clases de tango, como había hecho ella.
George hizo una mueca ante la idea de que Polly fuera a una escuela de tango y observó a la mujer mientras bajaba la calle con el enérgico clack-clack de sus tacones.
– ¡Cállate, George! -saltó Polly al verle la cara-. Participa en concursos por todo el mundo.
– Por mí, como si te da por bailar el chachachá. Cualquier cosa con tal de que salgas y hagas cosas.
– Ya salgo -respondió ella con un mohín-. Y hago cosas.
George meneó la cabeza.
– Lo único que haces es pasear al perro.
– Pero eso era lo que tú querías. Si a mí me satisface, ¿por qué a ti no?
A ella le satisfacía, se dio cuenta en cuanto lo dijo. Podía fantasear con Everett y pasar el rato con los vecinos y sus perros. Era una vida tranquila y poco exigente, con un nuevo código de conducta y un protocolo de la calle de lo más interesante. Presentaciones: los perros posan quietos y en actitud amenazadora, o con las patas estiradas y meneando la cola, o dando brincos, o simplemente husmeando. A continuación los dueños inician un intercambio verbal entusiasta pero de carácter ritual.
– Qué mono. ¿Puedo acariciar…? Los perros continúan olfateando. Los dueños charlan.
Para Polly aquello era preferible, con mucho, a los convencionales y embarazosos intercambios sociales que a menudo se veía obligada a aguantar la gente en otras esferas de la vida. George, sin embargo, seguía insistiendo en que lo que tenía que hacer era buscarse un chaval, como habría dicho su madre.
– Tienes que olvidarte de Chris -le dijo.
– Me he olvidado de Chris.
– Vale. Entonces ¿qué problema tienes?
– ¿Es que no puede una tomarse un descanso?
George la miró pensativo.
– Es ese viejo, ¿verdad?
A Polly no le gustó la descripción de Everett y no respondió, pero ambos se entendieron.
– Podría ser papá -afirmó George.
Ambos rompieron a reír al pensar en su padre, un agresivo abogado con la cara roja, que en nada se parecía al sombrío y adusto Everett.
– De todos modos, tú podrías ser su hija -insistió George-. Y seguro que a él le gustaría que lo fueses.
– Eres un mojigato -dijo Polly-. Y un pervertido -añadió de propina.
Aunque George no lo aprobara, aunque no viera más que una asquerosa mezcla de despecho y Lolita, aunque no lo entendiera, aunque ni ella misma lo entendiera, de lo que sí estaba segura era de que Everett le fascinaba. Él era totalmente exótico, como otra lengua con otro alfabeto, o una nueva cocina a base de carne de caballo. Tenía que contenerse las ganas de estudiarle, examinarle, probarle. Puede que Everett fuera normal y corriente, algo que estaba dispuesta a reconocer, pero su interés en él no lo era, y ese interés suyo era lo que le estremecía, como si fuera un delito. No había ninguna razón por la que ella no debiera interesarse por alguien un poco más maduro que el irresponsable e informal de Chris, o eso se dijo a sí misma. Además estaba el reto que Everett le suponía, como si él fuera una de sus obligaciones. Como si tuviera que salvarle de su propia solemnidad malhumorada.
Polly vio a Everett a la mañana siguiente. Estaba dejando, encima de la mesa del vestíbulo, una carta dirigida al fallecido. La habían metido en su buzón, y sin darse cuenta se la había subido a casa, junto con el resto del correo, la noche anterior.
– ¿No te importa? -le preguntó Everett al ver el nombre en la carta.
– Pienso mucho en él.
– Yo nunca hablé con él. Ahora lo siento. Bueno, sinceramente, no lo siento, pero debería.
– Yo tampoco lo siento como debería -repuso ella-. Porque me alegro tanto de haber conseguido el apartamento… Además ¿qué clase de hombre abandona a un cachorro indefenso?
– Uno desesperado -respondió Everett con bastante severidad, pensó ella. No le gustaba que la trataran con condescendencia. Él añadió-: Siempre llevaba paraguas.
Parecía tan triste que Polly se sintió mejor y le preguntó si iba hacia el metro. Él dijo que sí y Polly le acompañó, un poco aturdida. Everett bajó las escaleras del metro en dirección al tren que iba a las afueras, y Polly bajó las escaleras en dirección al tren que iba al centro. Al otro lado del andén, ella le vio con aquel aire mustio y distinguido, y se dijo a sí misma que George podría entender demasiado y hablarle de salir y conocer a chicos todo lo que quisiera, pero no podía obligarla a salir con el joven apropiado. ¡Aquello era América! ¡La tierra de las oportunidades! Aquello era Nueva York, la ciudad que nunca dormía. Polly entró con entusiasmo en el atestado vagón del metro, animada por el optimismo que proporciona la esperanza.