«¡Es URGENTE!»

Como sabe cualquiera que lo haya experimentado, una mañana de octubre en Nueva York es en sí misma una buena razón para vivir en la ciudad. Hacia el este, la luz del día se insinúa entre los edificios; más arriba, el perfil de los tejados se recorta contra un banco de nubes plateadas, y por encima, un pálido, lechoso y delicado trocito de luna. Hacia el oeste, el cielo es más intenso, más vibrante. El aire es frío y limpio. Las ventanas a cada lado se ven oscuras todavía. Las farolas son amarillas. La naturaleza, tan a menudo oscurecida en la ciudad, parece que se destaca, poderosa y benigna. Cuando Jody abrió la puerta de su edificio y contempló la mañana de octubre, no se dejó llevar por ese fantasioso lenguaje, sino que se paró y miró a su alrededor y aspiró profundamente el aire fresco del otoño, se fijó en que el cielo era de un azul cristalino y sintió que era un privilegio estar viva. La boca le sabía a peróxido, ya que había decidido blanquearse los dientes, que estaban bastante sucios según ella, y lentamente había despegado dos tiras adhesivas con solución blanqueadora y se las había apretado contra los dientes, superiores e inferiores, antes de salir a correr con Beatrice. No era probable que a las seis de la mañana se encontrara con nadie con quien tuviera que hablar, y, contenta, succionó sobre las tiras al tiempo que se encaminaba hacia el parque. Quizá era una vanidad por su parte preocuparse de la blancura de los dientes, pensó. Por otro lado, sonreía tanto, muchas veces como simple reflejo sin sentido, que en justicia le parecía que era su deber no castigar al mundo en general con una sonrisa cansada y gris además de falsa. Eso se decía a sí misma cuando cruzó Columbus con Beatrice trotando a su lado.

Aún no había dado una respuesta a Simon. Ojalá no le hubiera pedido que se casara con él. Ojalá su amistad hubiera podido continuar como estaba, sin otros planteamientos. A Jody nunca le había pedido nadie que se casara con él, y no podía decir que estuviera por encima de cierta sensación de triunfo, una vez conseguido lo que se supone que es el sueño de cualquier chica. Sabía que podía casarse con Simon. Le gustaba. Le encantaba dormir con él. Se había granjeado su cariño de muchas pequeñas maneras. No tenía dinero, pero tampoco ella, así que no haría falta llegar a ningún acuerdo pecuniario ni por un lado ni por el otro. Ninguno de los dos era joven, algo que también tenían en común. Podrían vivir en el apartamento de él y ella podría mantener el suyo como estudio o renunciar a él y ahorrar dinero. Simon era amable con Beatrice. Era amable con Jody. Ella se estremecía de deseo, literalmente se estremecía, cuando él la tocaba. Ante esos argumentos, la elección parecía evidente.

Pero también había argumentos en contra de la idea del matrimonio, y el principal eran sus propios sentimientos, pues, a pesar de todos los argumentos en favor del matrimonio, ella se daba cuenta de que no quería casarse con Simon. Tal vez no quisiera casarse con nadie. Tal vez no se fiara del encaprichamiento de Simon con ella. Tal vez sencillamente no estuviera enamorada de Simon.

Sus padres serían muy felices si se casaba con Simon. Ellos no se referían a ella como «La buena de Jody», como hacían sus colegas, sino como «La pobre Jody». Simon la llamaba «Cariño». Sin duda, el camino a seguir era obvio.

Beatrice y ella pasaron por el lugar donde había caído el árbol. Pasaron por el banco en el que Simon solía esperarlas. Corrieron por el Philosopher's Walk bajo una bóveda de susurrantes hojas anaranjadas. Beatrice había empezado a correr más despacio por las mañanas. En ese momento Jody se fijó en que cojeaba un poco y se detuvo a examinarle la pata. Le rodeó el cuello con los brazos, apretando la cara contra el cuello del animal.

– Yo te quiero a ti -dijo a Beatrice, quedamente.

Beatrice levantó la pata trasera izquierda y emitió un breve gemido. Preocupada, Jody la condujo despacio en dirección a casa. Llamaría al veterinario y la llevaría esa misma tarde después del colegio. Pondría la pieza de Vivaldi que tanto le gustaba a Beatrice, la que hacía que se pusiera a aporrear el suelo con la cola y mirar a Jody con ternura. Se acercaría hasta Citarella y le compraría un buen bistec.

Para cuando Jody llegó a Columbus, se había puesto tan nerviosa que estaba segura de que debía llevar a Beatrice al veterinario inmediatamente. Llamaría al colegio para decir que se encontraba enferma.

Entonces, cuando cambió el semáforo y empezó a cruzar, Jody vio a Everett como le vio el día de la tormenta de nieve, salvo que esta vez él también llevaba a un perro con una correa, Howdy, el perro de Polly.

Él se paró en mitad de la calzada, sonriendo, dorado como un dios a la luz del sol, con el joven y dorado perro a su lado.

– Estoy cuidando al perro -explicó todo orgulloso.

Jody se preguntó si se acordaría de su primer encuentro. Sabía de su relación con Polly, quien daba la impresión de hallar consuelo en Everett, aunque todavía hablaba de su ex novio con frecuencia. Polly era una chica agradable y encantadora, tenía que reconocerlo. Se preguntó si la agradable y encantadora chica estaría haciendo feliz al hombre mayor. Parecía feliz allí plantado, con su traje oscuro, acariciando a los dos perros, uno revolviéndose con la energía de un cachorro y el otro nervioso de dolor.

De repente Jody se sintió vieja y triste.

– Tengo que llevar a Beatrice al veterinario. Cojea.

Al hablar, Jody notó que las tiras blanqueadoras se arrugaban y se aflojaban por el medio. Se apresuró a marcharse, apesadumbrada bajo el precioso cielo azul.

Everett llevó a Howdy a casa y le dio de comer, escuchando su rápida y lobuna manera de engullir con la misma tierna satisfacción con que recordaba escuchar el chasquido de los infantiles labios de Emily. No había prestado mucha atención a la dolencia de Beatrice. Era un perro viejo. Probablemente tenía artritis. Pero sí se acordaba de la primera vez que vio a Jody y a Beatrice en la calle nevada. Recordaba a la atractiva mujer y al fantasmal perro. Cuánto había cambiado todo desde aquella tormentosa tarde. Él llegó a casa ese día y se encontró con que el vecino del piso de abajo, al que no conocía, se había ahorcado. Y ahora él se acostaba con la nueva inquilina que ocupaba el apartamento del fallecido. Paseaba al perro del vecino muerto. Everett era un hombre de mediana edad harto de su trabajo y harto de su novia. Ahora era un hombre de mediana edad más harto aún de su trabajo. ¿Y de su nueva novia? ¿Estaba harto de ella?

Everett se dirigía desconsolado hacia el metro. Ojalá pudiera darse la vuelta y pasar el día con el perro, viendo a Howdy dormir junto al radiador de la cocina. Temía el día en que Polly volviera para llevárselo, para arrancárselo del pecho, como se describía a sí mismo la escena. Se avergonzaba de esos pensamientos. Se los sacudió de la cabeza, bajó las escaleras y esperó en el andén, percibió la ráfaga de aire estancado al entrar el tren, se abrió camino a codazos en el vagón abarrotado y llegó al trabajo, donde, con gran alivio, se entregó a la urgente tarea de intimidar a sus colegas más jóvenes.

En el veterinario, que tenía la consulta a la vuelta de la esquina, Beatrice olfateó a un gato vecino y luego se tumbó a esperar mientras Jody caminaba impaciente por la salita de espera, hasta que la recepcionista las condujo al cuarto donde se hacían los reconocimientos. Jody subió a Beatrice a la mesa de acero inoxidable no sin dificultad, y encontró reconfortante esa dificultad, como si el esfuerzo significara que estaba haciendo algo por ayudar. El veterinario era un joven atractivo que le agradeció que hubiera dado referencias suyas a Polly y su perro.

– Ah -dijo Jody-. Ellos…, ya. -No le importaban sus referencias en absoluto. Le pareció de mal gusto que sacara a colación ese asunto en un momento tan crítico-. ¿Está bien? ¿Se pondrá bien?

El veterinario le dio un antiinflamatorio para Beatrice y le dijo que si seguía cojeando pasados unos días, volviera para hacerle unas radiografías. Jody subió las escaleras con Beatrice en brazos hasta el apartamento. Le dio mantequilla de cacahuete como premio y puso a Vivaldi. Dejó que bajara ella sola las escaleras cuando llegó la hora del siguiente paseo, y se fijó en que parecía cojear un poco menos. Las dos comieron bistec esa noche y se fueron a la cama a ver Antiques Roadshow.

Simon esperaba haber cenado con Jody para insistir en el cortejo, porque estaba cada vez más impaciente. Nunca le había pedido a nadie que se casara con él, así que no tenía ninguna experiencia en el asunto, pero por las novelas que había leído y las películas que había visto, esperaba una rápida y concluyente respuesta, ya fuera sí o no. La incertidumbre era perturbadora. Y también le hacía preguntarse cómo sería la vida de casados ¿Todas las decisiones serían de mutuo acuerdo, y tan prolongadas? ¿Significaba que tendría que esperar y esperar, acabar de los nervios mientras su novia decidía si debían hacerse un seguro temporal o de por vida? ¿Si debían construirse las estanterías? ¿Si, más que cuándo, él debía ir a Virginia? ¿Y qué decir de a qué lado de la cama debía dormir cada uno? En el apartamento de Jody, una vez que le permitió subir, ella prefería el lado izquierdo. En el suyo eligió el derecho. ¿Estaría todo el tiempo de acá para allá cuando estuvieran casados? Él podía dormir en cualquiera de los dos lados de la cama, pero Simon valoraba la coherencia, y, al parecer, era precisamente la coherencia lo que constituiría la piedra de toque. Y en cuanto a contrariedades, pensó, tenía que reconocer que los artículos de tocador de Jody le resultaban particularmente descorazonadores. Tantos frascos, tantos tubos, tantos cepillos y tarros pequeños y bolsas con cremallera. Le gustaban los olores que había en la ducha de Jody, el fresco aroma que asociaba con ella. Pero todos aquellos recipientes alineados en el lateral de la bañera y apretujados en cada uno de sus rincones eran sin duda un exceso.

Aun así, la echaba de menos cuando no estaba con él. Ojalá pudiera tenerla sin todos sus frascos, sin su entusiasmo por las carnes rojas, que él no comía, sin su esporádico cigarrillo, sin su necesidad de practicar el violín varias horas al día, que desviaba su preciosa atención de él. Pero incluso a pesar de esos inconvenientes, la quería, y estaba bastante seguro de que la conseguiría.

Esa noche se sentó en su silla de cuero, enfadado porque Jody no hubiera aceptado cenar con él. Hacía unas semanas que había devuelto la silla de montar a su estante de arriba, que había guardado las botas en las bolsas de fieltro y las había colocado en el fondo del armario del dormitorio. También había dado largas a su amigo Garden de Virginia con vagas excusas. Pero a lo mejor debería volver a sacar la silla y las botas de sus ignominiosos escondites y coger un avión a Virginia aquella misma noche. No había nada que se lo impidiera. Y quizá tampoco había nadie que se lo impidiera. Se imaginó la casa de huéspedes a la que Garden, su compañero universitario de habitación, le invitaba cada mes de noviembre. Garden había heredado la cuadra poco después de que se licenciaran. Todos los años Simon se tomaba sus cuatro semanas de vacaciones en la pequeña y prístina casita de campo levantada entre verdes y onduladas colinas, perfectas vallas de madera, encendidos atardeceres y un enrejado de fragantes rosas tardías junto a la puerta de atrás. En aquel momento se recreaba en el recuerdo de los sonidos de los caballos, resoplando de excitación y golpeando la hierba con los cascos. El chirriante cuero de montones de sillas y botas y bridas, la jauría de perros aullando frenéticamente, el chasquido de las ramas, el azote del aire rápido y cortante. Simon era un romántico. Todos los días iba de mala gana a un trabajo con el que no disfrutaba y regresaba a casa de mala gana. Murmuraba con timidez en respuesta a un mundo ruidoso y ajetreado. Pero en lo más profundo de su corazón albergaba grandes expectativas. ¿Expectativas de qué?, podrían preguntar. Y yo les respondería: ¿Acaso importa? A Simon no le importaba. Ese misterioso entusiasmo era indefinido, algo parecido a la nostalgia, a la esperanza, a una serena satisfacción personal. En la oscuridad, sentado en su sillón, soñando con el delicado impacto de los cascos de su caballo al aterrizar al otro lado de la valla de piedra, de una cerca, de un arroyo helado, Simon suspiró de placer.

Se quedó así sentado durante un buen rato, soñando con los gozos que estaba negándose a sí mismo por alcanzar otros nuevos, hasta que se dio cuenta de que tenía hambre y se fue a cenar al restaurante que había calle abajo.

Le sorprendió encontrarse a Everett allí solo sentado a una mesa con el enorme perro que pertenecía al camarero y una botella de vino tinto. Se sorprendió aún más cuando Everett le saludó con la mano.

– Siéntate -ofreció Everett, señalando una silla. El perro, que estaba tumbado, se sentó inmediatamente-. Tú no -indicó con cariño al perro-. Tú. -Y sonrió a Simon.

Simon se sentó sin decir una palabra. De pronto Everett parecía un buen tipo. Simon le creía un pelmazo, pero en aquel momento Everett sonreía con suma amabilidad, pidió enseguida otra copa y le sirvió vino. Estaba, quizá, un poco achispado, pero también salía con esa joven, Polly, y, por tanto, no representaba ningún peligro para Simon, y éste pensó que como no tenía a nadie con quien cenar esa noche y como estaba decepcionado, o al menos en situación de suspensión amorosa, le pareció una buena idea unirse a su nuevo amigo Everett.

– ¿Qué haces aquí solo? -preguntó Simon.

– ¿Qué? -respondió Everett, como hacía la gente a menudo cuando hablaba Simon. Este se había fijado en que, si esperaba un poco, la gente acababa procesando sus palabras, como si el tenue sonido de su voz necesitara más tiempo que la voz de otras personas para llegar a los oídos de los que le escuchaban-. Ah -dijo Everett-. No estoy solo. Me acompaña Howdy. -El perro levantó la vista al oír su nombre-. Y estás tú. Pídete un bistec. Nosotros estamos comiendo bistec, Howdy y yo.

Simon no mencionó que él nunca comía carne roja. Detestaba las explicaciones que se veía obligado a dar siempre que lo decía. ¿Es por motivos de salud o por principios?, preguntaba la gente. ¿Comes pollo? ¿Y pescado? ¿No echas de menos el beicon? Simon pidió pasta y bebió una copa de vino. Empezó a sentirse mejor.

– Normalmente me marcho en noviembre -dijo.

Everett se había inclinado hacia él en la primera palabra, escuchando atentamente.

– Polly está fuera, con su hermano. Con George. Yo cuido del perro -explicó, alargando la mano para acariciar la cabeza del animal.

Simon trató de mostrarse receptivo. Pero hay que ver, pensó, lo pesada que es la gente que tiene perros. Ya podían dedicarse a otra cosa. Entonces se fijó en la chica guapa que estaba entrando, con el pelo alborotado por el viento y las mejillas sonrosadas. Estaba preciosa, con esa parte del mundo exterior que traía consigo.

– ¿Y qué tal está la pobre Beatrice? -preguntó Everett.

– ¿Beatrice? -Simon no tenía ni idea de cómo estaba Beatrice. Imaginaba que Beatrice estaría como era ella: muy digna y con esa tendencia suya a subirse encima y mirar directamente a los ojos.

– Bueno, Jody parecía muy afectada. La he visto esta mañana. ¿Verdad que la hemos visto, Howdy?

Habla con el perro, pensó Simon. Con esa espantosa voz infantil que todos ponen. Simon observó cómo la chica guapa se quitaba la bufanda. Entonces asimiló lo que Everett había dicho. Esta mañana se repitió a sí mismo. Everett había visto a Jody esa mañana. No era justo.

– Venía del parque, supongo -seguía diciendo Everett-. La perra cojeaba. Jody la iba a llevar al veterinario.

– Está bien -replicó Simon. Jody no le había mencionado a Beatrice. No le había dicho nada de que estuviera afectada ni de que la perra cojeara ni de que fuera a llevarla al veterinario. No tenía ni idea de cómo estaba Beatrice. Por lo que él sabía, podría haber muerto o podrían haberla sacrificado esa tarde, un suceso, como tantos otros, que él sólo podía figurarse, y del que no se le había informado por no considerársele de la suficiente confianza. No le hizo ninguna gracia estar menos enterado de lo que le ocurría al perro de su novia que Everett.

– Beatrice está bien -repitió Simon.

La chica guapa estaba preguntando por George.

– ¿Tú eres George? -preguntó a Jamie, quien le sustituía en la barra mientras George estuviese fuera.

– No, gracias a Dios -respondió Jamie.

La chica paseó la mirada por el local.

Jamie se sintió un poco cohibido, como si la chica estuviera valorando su negocio. Es lunes por la noche, hay poco movimiento y es tarde, quería decir. ¿Qué esperabas?

– George está de viaje -dijo, en cambio.

La chica parecía muy defraudada. Simon lo vio desde el otro lado de la sala. Reconocía la impotencia de la decepción en cuanto la veía. Sintió una afinidad autocompasiva y gritó:

– Éste es el perro de George.

Everett le miró, alarmado.

– Eso no es del todo exacto, ¿sabes?

La chica se acercó a su mesa.

– ¿Así que conoces a George? Necesito encontrarle. Es urgente.

Por la actitud de la chica, Simon habría pensado que estaba embarazada y que quería encararse con George, el padre del hijo que esperaba, pero ni siquiera sabía cómo era George. Había confundido a George con Jamie, un hombre gay de cuarenta años. Seguro que al menos una de las muchas novias de George le reconocería, o al menos vería la diferencia entre el joven de pelo oscuro que era George y el hombre más bajo con el pelo rapado y canoso del otro lado de la barra. Simon estaba intrigado. Una chica guapa en apuros.

La chica se agachó a acariciar a Howdy.

– Lo estoy cuidando -dijo Everett un poco a la defensiva. Tiró del perro para acercárselo un poco más.

– Yo tengo perro -replicó la chica. Y se echó a llorar.

Jamie se dirigió al lugar del alboroto, esperando no tener que llamar a la policía. Hacía unos meses que había entrado un hombre al que le dio por quitarse la ropa en el servicio de hombres. Casi toda la ropa. Se había dejado las zapatillas de deporte y unos calcetines verde claro. Salió tan fresco y se tumbó boca arriba en el banco recién tapizado que iba de un extremo a otro de la pared del restaurante. Jamie llamó al 911 y se lo llevaron, sonriente, en una ambulancia atado a una camilla. Afortunadamente la chica no había empezado a desnudarse. Todavía.

Everett miraba con horror a la chica, que había logrado contener las lágrimas y estaba sentada en el suelo sorbiéndose débilmente la nariz. Pensó con añoranza en la tranquilidad de su apartamento, oscuro y fresco, libre de arrebatos femeninos. Estar solo tenía sus ventajas, pensó. Pero cuando se sinceraba consigo mismo, tenía que reconocer que su apartamento estaba igual de tranquilo y libre de arrebatos femeninos incluso cuando Polly se encontraba allí. No se trataba de que en su vida no abundaran los arrebatos femeninos. Lo que pasaba era que su vida estaba vacía.

Everett bajó la vista hacia la chica llorosa. Miró a Howdy, que estaba lamiéndole la mejilla a la chica. Everett alargó la mano y acarició al perro.

– No pasa nada -dijo a nadie en particular.

Simon, cambiando sin ganas al papel de asistente social, ayudó a la chica a levantarse y sentarse en una silla. Ella se secó los ojos con una servilleta que le ofreció Jamie. Sonrió acongojada.

– George volverá pronto -le dijo Jamie a la chica.

Mañana, pensó Everett. Mañana vería a Polly, una perspectiva que debería hacerle saltar de alegría y expectación. Pero al día siguiente Howdy le dejaría solo, como su mujer, como su hija. De repente, de una manera sentimental y arrolladora, se compadeció de sí mismo. Dejaría de tener un pretexto para pasear por el parque al atardecer y escuchar a los gansos llamarse unos a otros mientras volaban. La anciana vestida de negro que caminaba lenta y trabajosamente por la calle ya no se detendría a decirle cosas al perro en italiano, que siempre terminaban en chichi, chichi, a la vez que se inclinaba a acariciar la suave cabeza de Howdy. Everett ya no vería más a Zappa el chihuahua tratando de trepar por una pata de Howdy mientras su dueño, un pulcro anciano con sombrero de paja, le reprendía en un español lleno de ternura. Ya no le saludaría la mujer francesa, y la anciana alemana que había sobrevivido al Holocausto ya no tendría ningún pretexto para pararle, y él no tendría ningún pretexto para pedirle que le contara su valiente historia. La irlandesa de zapatos prácticos y un Boston terrier con sobrepeso, el apuesto joven belga con su grifón de Bruselas, el hombre de los tatuajes con sus caniches de juguete, el chaval de once años con Truly, el mestizo de pastor…; esos vecinos no volverían a fijarse en él. Los basureros no le saludarían por las mañanas mientras avanzaban pesadamente con sus camiones ecológicos. El inquieto y fornido bóxer, el elegante y diminuto pinscher, el alegre cachorro de labradoodle, ninguno de ellos volvería a enredarse entre las patas de Howdy ni entre las piernas de Everett, con las correas retorcidas y entrecruzadas. Todo eso se terminaría cuando Polly volviera a casa.

A Everett le parecía casi incomprensible. Había vivido cinco días con ese perro. En cinco días, su vida había vuelto a la vida. Su calle estaba llena de gente, y su ciudad, llena de calles. Su parque, que no había sido más que una enorme pista para hacer ejercicio, se había convertido en un paisaje, una pradera, un jardín, un bosquecillo, un promontorio, un pantano.

Everett vio que la misteriosa chica se disponía a marcharse.

– No pasa nada -murmuró otra vez con dulzura, medio para sí mismo.

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