Mientras sus vecinos interpretaban sus dramas personales tras las paredes de ladrillo y piedra caliza de los edificios, Doris estaba cada día más involucrada en su propia aventura, que era cada vez más de naturaleza pública. Había organizado un Equipo Operativo oficial de la Asociación de Residentes. Como había utilizado el dinero del reciclado de botellas para imprimir anteriores peticiones, Doris recurrió a sus propios recursos para pagar los nuevos folletos, montones de los cuales ella y sus seguidores distribuían por debajo de las puertas y los vestíbulos de los edificios del bloque. En los folletos, tipo panfleto en papel color crema, se describían las resoluciones tomadas por este nuevo organismo consultivo y la evolución de la campaña de SOS para el establecimiento de un horario libre de perros en el parque. A los paseadores profesionales de perros se les advertía que debían limpiar lo que los animales ensuciaran, bajo amenaza de multas y mala prensa si no lo hacían. A los vecinos que tuvieran perros se les informaba de las normas de la ciudad con respecto al uso de la correa y se les recordaba su deber cívico de refrenar a sus animales. Se hacía especial hincapié en los pit bull debido a su naturaleza violenta, y se transcribía entera la ley que los prohibía en Toronto. A los dueños de los restaurantes se les recordaba el reglamento sanitario de la ciudad, en el que se prohibía la entrada de animales en sus establecimientos. A los lectores se les informaba de que no estaban en París, y de que una brigada de ciudadanos preocupados efectuaría detenciones cuando fuera pertinente. Cualquier duda o queja debería dirigirse al ayuntamiento. La consigna, impresa de manera que recordara al revolucionario lema del estado de New Hampshire, rematado con una serpiente, era NO ME ORINES ENCIMA.
Hubo bastante discusión sobre las octavillas de Doris cuando empezaron a aparecer. Algunas personas advirtieron de que un misterioso hombre mayor con el pelo teñido de rojo que vivía en el bloque estaba rociando las aceras con matarratas para matar a todos los perros de la zona. Otras decían que el envenenador era una mujer de mediana edad que había pisado excrementos de perro de camino a una boda en una iglesia católica y, como nunca había perdonado al perro en cuestión, quienquiera que hubiese sido, había iniciado una venganza contra todos los perros del vecindario. Y aun otros, con serias dudas sobre el informe del veneno, estaban convencidos de que el alcalde estaba detrás de lo que ellos llamaban una violación de los derechos civiles. Algunas personas se ofendieron porque no se les hubiera pedido personalmente que formaran parte del Equipo Operativo de la Asociación de Residentes, mientras que otros estaban indignados porque se hubieran dejado folletos en los portales cuando había carteles en los que se rogaba que no se depositaran menús de comida para llevar ni cualquier otra clase de papeles allí. En general se prestó muchísima atención a la misteriosa aparición de anuncios, mucho más, me temo, que al contenido de los mismos. Los seguidores de Doris trataron de aclarar aquella confusión, tras lo cual hubo varias riñas entre vecinos, y al menos una pareja dejó de hablarse durante un periodo de tres días.
Jody supo enseguida que el Equipo Operativo de la Asociación de Residentes era la mujer que la vigilaba desde el monovolumen blanco. Y si no lo hubiera adivinado antes, un cartel colocado en la ventanilla del monovolumen, impreso en papel color crema idéntico al de los folletos, le habría dado una pista: POR FAVOR, EVITE QUE SU CAN ORINE EN MI COCHE, AL FIN Y AL CABO MI COCHE NO SE ORINA EN SU CAN.
Como tampoco le había pasado inadvertido a Jody la mención a los pit bulls, y ella seguía llevando a su enorme perro blanco a orinar en el enorme coche blanco, si acaso incrementó la frecuencia de esas visitas. Iban a última hora de la noche o de madrugada. Pronto el coche se convirtió en el lugar favorito de Beatrice para mear por pura costumbre. Siempre que estaba aparcado en algún lugar de la manzana, Beatrice se dirigía a él y se agachaba. Jody le enseñó a mear siempre en el lado del conductor, dejando un charco reluciente y acre, un ritual que era una de las pocas cosas que hacían feliz a Jody en aquellos días. Beatrice apenas podía andar. El veterinario había empezado a operar, pero se encontró con que estaba invadida por un cáncer. La cirugía era inútil. Beatrice tenía los días contados, y le quedaban muy pocos.
Jody y Beatrice siguieron viviendo en el bajo de Simon, y Jody le estaba muy agradecida por ello. Pero Simon se encontraba ausente. Se había ido a Virginia tal y como había decidido, y Beatrice iba a pasar sus últimos días con la única persona que de verdad le importaba. La primera noche después de que Simon se marchara hubo momentos en que Jody sintió que, de la misma manera, Beatrice era lo único que le importaba, pero hubo otros momentos en que recordó alguna tarde con Simon, o alguna noche, o la forma en que la miró una mañana en que el sol entraba por la ventana y daba en la cama, y supo que Simon también significaba algo para ella. Y se había ido.
Se le hacía insufrible estar alejada del perro y volvía corriendo a casa desde el colegio todos los días. Una tarde, cuando Simon llevaba justo una semana fuera, Jody llevó a Beatrice a lo que se había convertido el paseo en aquellos días. Llegaban a la puerta, caminaban despacio por la acera hasta que divisaban el monovolumen blanco, luego Beatrice hacía lo que tenía que hacer, y con mucho trabajo regresaban a casa, donde Beatrice se dejaba caer pesadamente en el suelo y se quedaba dormida. Jody pensó que ése sería un buen momento para acercarse a su casa a coger el correo, ropa limpia y unas sábanas decentes. Era un hermoso día de otoño, el aire limpio y luminoso, pero ella se alegraba de entrar en el sombrío vestíbulo. El sol había empezado a deprimirla. Siempre le habían dicho que era una persona resplandeciente. Desde que Beatrice había enfermado y Simon se había largado casi hasta odiaba que brillara el sol.
Cuando giró la pequeña llave y abrió la puerta de la cajita metálica vio que había una carta de Simon. Siempre le alegraba encontrarse con correo personal. Y echaba de menos a Simon más de lo que había imaginado. Se preguntó por qué no se la habría enviado a la dirección de él. Cogió la carta con ternura. Era la primera carta de Simon que recibía. Subió las escaleras y entró en su pequeño apartamento. Qué bien se está en casa, pensó, sentándose en la cama. Aunque el ambiente estaba bastante cargado. Se levantó y abrió la ventana. Se apoyó contra la ventana, recordando cómo se sentaba allí a hacer punto, pendiente de si veía a Everett. Abrió la carta de Simon.
Hablaba mucho de caza. Dedicaba varios pasajes al espléndido tiempo que hacía. Contaba dos anécdotas sobre unos jinetes ricos e inexpertos que eran demasiado para él. Había un párrafo en el que le preguntaba por la salud de Beatrice y le relataba la experiencia de un miembro del grupo de cazadores cuyo perro había recibido quimioterapia y se había recuperado.
Y, por último, al final de la carta, como si hubiera estado preparando el terreno para ello, Simon le decía que la echaba de menos. Le decía lo mucho que la quería, cómo había cambiado su vida desde que la conocía, cómo su existencia se había enriquecido con ella a su lado.
Jody llegó a esa parte y sonrió, imaginándose a Simon con sus altas botas negras y su fino abrigo de montar. ¿Cuál de ellos? ¿El negro con los botones especiales? ¿O el rojo brillante que se había comprado recientemente de segunda mano? Él estaba muy orgulloso de los dos.
Su vida era más rica, continuaba la carta, pero ¿significaba eso que él era más feliz? Había llegado a la conclusión de que no. Tal vez él no estuviera hecho para tener una vida tan rica emocionalmente. Siempre había sido reservado. Ya no era joven, y resultaba difícil cambiar viejos hábitos, enseñarle a un perro viejo nuevas destrezas.
Jody sin querer pensó en Beatrice al leer aquello. Beatrice había aprendido muchas cosas de mayor. ¿O no? Quizá ya las sabía de antes, y Jody sencillamente le había recordado cómo acudir cuando la llamaban, cómo sentarse y quedarse quieta y dar la patita.
Jody estaba tan llena de vida, continuaba la carta de Simon. Pero él, Simon, se había dado cuenta de algo mientras habían vivido juntos las últimas semanas.
«Soy una vieja soltera», escribió Simon. Soy una quisquillosa e intolerante soltera. Soy una solterona, y me gusta ser así.
Solterona, pensó Jody. De pronto detestaba la palabra. No era una palabra serena y simple, como ella creía. Era una palabra egoísta, constreñida y fea. Simon se había llevado su palabra y la había cambiado. Se lo había llevado todo y lo había cambiado. Y ella se lo había permitido.
Seguía diciendo lo mucho que sentiría haberle hecho daño, pero que tenía la impresión de que su relación había ido demasiado deprisa, y se había intensificado con demasiada rapidez.
– ¿Y de quién era la culpa? -gritó Jody con voz ronca, porque estaba llorando.
Por eso, escribió Simon, le parecía que debían aflojar el ritmo. Por aflojar el ritmo, Jody se dio cuenta a medida que siguió leyendo, él quería decir dejarse de ver completamente.
De hecho, escribió Simon, estaba pensando quedarse en Virginia. Garden le había ofrecido un trabajo como jefe de personal en su bufete de abogados. El sueldo era mucho mejor que el de su actual trabajo, vivir allí era más barato y podría cazar todo el año, sobre todo porque Garden le había ofrecido la posibilidad de alquilar la casa de campo durante dos años. Divagaba sobre la lesión de espalda de la mujer de Garden -gracias a Dios no era nada serio, escribía; gracias a Dios, pensó Jody distraídamente- y la generosa petición de ésta de que montara a su yegua para cazar esa temporada. Entonces pareció recordar cuál era el propósito de la carta, y decía que estaba seguro de que Jody entendería que no podía desaprovechar esa oportunidad. Que siempre la recordaría. Que le había cambiado la vida y le había dado el valor de cambiarla aún más.
Firmaba la carta: «Tuyo, Simon».
Jody volvió al apartamento de Simon aturdida de rabia. Se dio cuenta de que se había dejado la ventana abierta, pero no volvió. ¿Qué más daba? Lluvia, viento, nieve o ladrón…, que vengan si quieren. Había apartado de sí al único hombre con el que casi había querido casarse.
Polly fue a la boda de Chris sin George y sin Everett, pues pensaba que era un desafío que debía afrontar ella sola, como un joven indio americano con espinas atravesadas en los pezones, atado a un poste por una cuerda, bailando y cantando toda la noche. Se puso el vestido más sexy que podía llevarse a una boda, se hizo la manicura, cogió un tren y se encontró con una boda tan aburrida como cualquiera de las otras a las que había asistido. La única boda de la que se podía disfrutar era la propia, o eso solía decirle a Chris cada vez que se veía obligada a hacer de dama de honor con otro espantoso vestido, y se creía muy lista. Aún se creía muy lista, pero eso no la ayudó a sobrellevar el tedio de la felicidad ajena, en particular de la de Chris. Su ex novio estaba guapísimo, lo cual le hizo ser muy consciente de la pena de haberle perdido. Las damas de honor iban de morado y el corazón se le fue con ellas. Se sentía como una extraña, lo que siempre resultaba incómodo. Sólo había uno o dos amigos de cuando ellos vivían juntos, pero, Polly se dio cuenta, eran amigos de Chris realmente, no suyos. Parecían sorprendidos de verla y le pidieron un baile, después desaparecieron. Era una extraña, ciertamente. Pero al menos soy una extraña en tierra extraña, pensó, pues un contingente de la boda parecía estar formado por guapísimas mujeres de uno ochenta de estatura con brevísimos vestidos, y otro por pálidos hombres con barbas irregulares y sombreros negros. Cuando Polly lo comentó con uno de los invitados, un antiguo compañero de hermandad universitaria que siempre le había gustado, éste dijo:
– Ah, claro. ¿La hermana? Es modelo. Y hay algunos judíos de por ahí. -En aquel momento vio a otro joven que le hacía señas con dos puros en la mano y se fue a fumar con él bajo los árboles. «¿La hermana de quién?», se preguntó Polly. «¿Y qué judíos?».
Quiso ir por curiosidad, y su curiosidad se había satisfecho. Pero también le parecía que tenía que ir a esa boda, aunque sólo fuera para asegurarse de que realmente tenía lugar. Y había también un cierto placer narcisista en el dolor. Ella se daba perfecta cuenta de todas estas razones. Quizá la razón de la que había sido menos consciente era que quería ver a Chris, verle, sencillamente. No había nada de lo que estar orgullosa en ninguna de sus razones, y sin embargo lo estaba, como si hubiera trepado una montaña o hubiera ido a nadar con tiburones. Se había arreglado a conciencia, y había mantenido la cabeza bien alta incluso entre las modelos amazónicas, que estaban tan aburridas como ella. Hubo discursos durante la ceremonia, algo que Polly encontró extraño, sobre todo porque parecían recitados de los currículos de los novios. El banquete se celebró en un club de campo de Connecticut, en la ciudad donde vivían los padres de Chris. Ver a los padres de Chris fue exquisitamente desagradable, pues a ellos nunca les había caído bien Polly y por eso fueron amables con ella, porque por primera vez no representaba ningún peligro. Pero hacer frente a Chris, cuando por fin sucedió, fue, en general, un éxito, pensó ella. Se acercó a ella y extendió la mano, como si fuera un primo lejano; ella le miró, con el pelo perfectamente cortado, con aquel esmoquin tan elegante y que tan bien le sentaba, y pensó: te he perdido y me entristece. Luego le cogió la mano, se la estrechó y le deseó todo lo mejor.
– Me alegra que hayas venido -dijo él.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
Era una pregunta sincera. Ella sabía por qué había ido, pero no podía imaginar por qué la habían invitado.
Chris se encogió de hombros.
– No lo sé -respondió, un poco azorado.
Polly se echó a reír, luego alcanzó su bolso y sacó el iPod de Chris y le apuntó con él.
– ¡Pum! -exclamó.
Chris cogió el iPod.
– Lo has encontrado.
Polly empezó a cantar una de las canciones de Billy Joel.
– Oye, tía, no tengo ni idea de cómo ha llegado ahí esa canción.
Polly siguió con la canción, disfrutando de la incomodidad de Chris. De alguna manera hizo que todo lo relacionado con la boda mereciera la pena, lo delicado de la situación, los momentos en que nadie la sacaba a bailar, los repelentes padres, incluso el hecho de haber perdido a Chris.
– Vale, vale ya -no paraba de decir él. Y le devolvió el iPod. Resultaba que ya no lo quería, después de todo, porque Diana le había regalado otro con el doble de gigabytes.
– Así que puedes quedártelo.
– Sí -respondió ella alegremente-. De recuerdo.
Jody ya no iba a ninguna parte a menos que pudiera llevarse a Beatrice, y se habían convertido, desde que Simon no estaba, en figuras asiduas del Go Go. La noche de la boda de Chris, mientras Polly brindaba a la salud de la pareja, Jody fue, como de costumbre, al restaurante. Jamie se fijó en la mujer del pelo rubio, corto y despeinado y en el pit bull blanco y pensó qué solas parecían. Por supuesto que habían ido muchas veces al restaurante, pero siempre con Simon. Jamie se dio cuenta de que ni siquiera se acordaba de cómo se llamaba la mujer. Del perro, sí, claro, se llamaba Beatrice. Pero ¿quién era aquella mujer que siempre parecía animada y alegre y ahora se la veía triste y demacrada?
– ¿Puedo sentarme contigo un momento? -preguntó.
Jody levantó la vista, sorprendida. Y le sonrió débilmente.
Jamie se sentó y al instante aparecieron una botella de vino y dos copas.
– Gracias -dijo Jody cuando le sirvió una a ella-. Me alegra tanto que dejéis entrar con perros -añadió poco después-. No puedo dejarla sola. -Y entonces se oyó a sí misma contándole toda la historia confusa y precipitadamente. Escuchó con horror cómo hablaba a aquel hombre a quien no conocía de la cojera de Beatrice, de la operación, el cáncer, y luego de Simon, de su proposición, de la caza, de la negativa de ella, de su inseguridad, de la carta de Simon, de su pena, de su inconsolable pena. Se odió a sí misma por revelar sus pensamientos y sentimientos más íntimos. No podía soportar el sonido de su voz.
Finalmente dejó de hablar, horrorizada, y se quedó mirando a Jamie.
– ¿Puedo darle un hueso a Beatrice? -fue lo único que dijo Jamie. Llamó al atractivo camarero y se dirigió a él en una lengua extranjera que parecía escandinava, y enseguida apareció con un enorme hueso. Beatrice lo sujetó entre sus grandes mandíbulas y empezó a roerlo con obvia satisfacción. Jody la miraba con ternura.
Cuando ésta levantó la vista, Jamie se había ido, pero le había dejado la botella de vino, y para cuando llegó el momento de irse, Jody se la había terminado. Esa noche se fue a casa sintiéndose mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Se metió en la cama y, aunque Simon no estaba, le pareció que el mundo era un lugar agradable y acogedor, y se quedó dormida.
El gozo de pasear a Howdy no llegaba ni con la facilidad ni la frecuencia que Everett esperaba. Polly resultó ser mucho más posesiva con el perro de lo que dejó entrever el día en que rompió delicadamente con él. Y George, cuando no estaba con el histérico perro de la rubia, no se separaba de Howdy. Ni siquiera ese día, en que Polly estaba en una boda fuera de la ciudad, dejó el perro al cuidado de Everett. Era como si hubiese una conspiración para mantener a Everett y a Howdy separados. Como Romeo y Julieta, pensó. Algunas veces paseaba sin Howdy, pero no era lo mismo. En ocasiones paraba a gente por la calle con el fin de acariciar a sus perros, lo que le proporcionaba una momentánea distracción de su soledad, pero le hacía sentir como un excéntrico. Y cuando el perro y su dueño seguían su camino, dejándole solo en mitad de la acera, se sentía peor que antes. En el trabajo se había convertido en alguien intolerable, incluso para sí mismo. Había pasado de ser un cascarrabias temible a ser odioso sin más. Se mofaba abiertamente de los errores de sus colegas, buscaba la forma de humillar a los que estaban por debajo de él, les hacía trabajar hasta tarde y les insultaba a la cara.
En casa, bebía los martinis en silencio, sin siquiera poner la televisión. Iba al Go Go Grill de vez en cuando, pero el ruido amigo y el bullicio, por no hablar de tener que ver a George y, a menudo, a Polly, no le resultaban agradables. Lo que solía hacer esos días era pedir comida china y comer en la cama, algo que Alison siempre desaprobó, viendo Planeta animal.
Alison se casa hoy, pensó, viendo cómo paría una llama, mientras tomaba arroz frito con una cuchara, y se sintió más ex marido de lo habitual.