La pareja feliz

George estaba en el trabajo soñando con ir a montar en bicicleta junto al río en cuanto terminase su jornada. También se preguntaba si era un buen camarero o si realmente era bueno en algo. Estaría bien ser bueno en su trabajo. Pero él sospechaba que no lo era. Sabía cómo preparar bebidas, nunca había quejas, nada se devolvía. Pero no le gustaba hablar con los clientes. Estaba seguro de que se suponía que tenía que hablar con los clientes. Todos los camareros bromeaban, las tiras cómicas sobre camareros de The New Yorker, todas las escenas de camareros de las películas se basaban en la idea de que el camarero hablaba con los clientes, o al menos les escuchaba. George estaba seguro de que estaba violando alguna clase de código de camareros, de que no estaba a la altura de su potencial como barman. Ojalá estuviera ya montado en su bici, pedaleando a toda velocidad a lo largo de la superficie lisa del río.

Jamie llegó y se sentó a la barra. George le sirvió una copa de vino.

– Tenemos entrevistas esta semana -dijo Jamie-. Para la escuela primaria. No había entrevistas cuando yo fui a la escuela primaria. Íbamos, nos daban una colchoneta y luego nos daban una galleta.

George asintió. Ojalá alguien le hubiera dado a él una colchoneta y una galleta. Él se tumbaba en una esterilla azul que extendía el profesor y se retorcía con desesperación esperando a que terminara la maldita hora. Ahora sí apreciaría el rato de la siesta. Ciertamente los jóvenes desperdician la juventud.

– ¿Soy un buen barman? -preguntó George.

Jamie se quedó pensando.

– Hablas inglés -respondió finalmente-. Y no echas demasiado vermú.

El teléfono móvil de George sonó.

– No pasa nada, contesta -dijo Jamie al ver que George se hacía el sorprendido, como si estuviera seguro de que había apagado el teléfono antes de empezar a trabajar.

Era su madre.

– Mamá, estoy trabajando.

– ¿A eso le llamas trabajo? ¿Polly está bien? Nunca la encuentro en casa. ¿Tiene novio? Nunca me cuenta nada. ¿Y tú? Nunca me cuentas nada. Nadie me cuenta nunca nada.

– Yo no tengo novio -respondió.

– Todavía -susurró Jamie en tono jovial.

– Muy gracioso -decía la madre de George-. Escúchame bien, quiero que tú y Polly vengáis a casa por mi sesenta cumpleaños. Cae en fin de semana. Y tomaos unos días libres antes y después. Pago yo. Ahora hay unas tarifas muy baratas.

– Mamá…

– Díselo a Polly.

George accedió. No tenía elección, pero tampoco le importaba. La casa de su madre era cómoda, se desviviría por ellos, el tiempo en California siempre era bueno y sólo serían unos días.

– ¿De dónde eres? -preguntó Jamie.

– De Pittsburgh.

– ¿Vas por allí alguna vez?

– De vacaciones, a veces. Mis padres siguen viviendo allí.

– ¿Dirías que vuelves a casa?

– Llevo veinte años viviendo aquí, pero sí, supongo que sí.

George preparó unos gimlets para una mesa de exaltadas jovencitas. Una de ellas le sonrió. Él le devolvió la sonrisa. Iría a casa, en California. Luego volvería a casa desde casa, a su otra casa, en Nueva York.


Esa noche, Polly había ido al cine con Laura, la dueña del pendenciero mestizo de rottweiler. Normalmente cuando George y una de sus novias rompían, Polly lamentaba su ausencia y esperaba a la siguiente, más o menos como George. Pero puesto que Kaiya formaba parte de la vida cotidiana de George, Laura, aunque fuera como ex, pasaba por casa todas las mañanas a dejar el perro, y Polly había cogido la costumbre de ofrecerle un café. Luego empezaron a cenar juntas de vez en cuando o a ir al cine. Se sorprendió al descubrir que Laura era negra. George no lo había mencionado. Polly se preguntaba si se habría fijado realmente, o si consideraba que no merecía la pena mencionarlo, o si pensaba que debía considerar que no merecía la pena mencionarlo.

Laura y ella hablaban a menudo de George. A Polly le encantaba hablar de George. Estaba orgullosa de lo agradable, lo divertido y lo guapo que era. Y le exasperaba la absoluta falta de ambición de que hacía gala. Laura parecía compartir esos sentimientos. Ella prácticamente le adoraba por el trabajo que había hecho para tranquilizar a su frenético perro. Y le irritaba su nada metódica vida. Ella y Polly, por tanto, tenían mucho de que hablar.

– Es cierto que va por la vida sin rumbo -dijo Polly cuando fueron a un tranquilo bar del barrio después del cine-. Pero al menos eso le deja sitio para… algo. -Estaba pensando en Everett. Él no iba sin rumbo. Estaba estancado.

– Pero por eso es tan frustrante, ¿no crees?

Polly estaba a punto de defender a George, por costumbre, aunque coincidía plenamente con Laura, cuando ésta añadió:

– Pero, por otro lado, es tan galante, ¿sabes?

Polly lo sabía.

– Ya verás como termino con algún competitivo gilipollas como yo -dijo Laura.

– O con algún competido. Como Everett.

Las dos se rieron.

Competido -repitió Polly. Le había gustado la palabra.

– Es un poquito mayor -apuntó Laura. Aunque no conocía a Everett, sabía de él por George, que lo pintaba como alguien encorvado y tembloroso por la pesada carga de los años.

– Eso es lo de menos, ¿sabes? -replicó Polly-. Es su… -Se quedó pensativa un momento-. Su vida entera -dijo finalmente.

Laura asintió con gesto de sabiduría y las chicas, contentas, pidieron otra ronda.

A la mañana siguiente George se levantó como pudo de la cama a tomar un café y a comunicar la invitación de su madre.

– Una citación judicial -explicó-. Como las de tráfico. Más vale que nos lo quitemos de encima.

– ¿O nos llegarán más multas?

Él asintió con la cabeza.

Polly se encogió de hombros. Aún tenía unos días de vacaciones. Era una pena desperdiciarlos con la familia, pero sería divertido ver a los amigos del instituto que se habían quedado en California. Entonces se sobresaltó.

– ¡El perro! -exclamó.

George se quedó pasmado.

– Me había olvidado de él -dijo, mirando con aire de culpabilidad a la mole dormida en el rincón.

El problema se resolvió de una manera que ninguno de los dos habría imaginado. Everett se ofreció a cuidar de Howdy mientras ellos estuviesen fuera. Polly parecía encantada y se daba cuenta de la importancia de tener un novio tan entregado. Aunque por otro lado estaba un poco decepcionada por que Everett no pareciera en absoluto preocupado por su inminente ausencia.

– Sólo estaré fuera unos días -dijo, con ánimo de provocarle. Pero él se limitó a asentir con la cabeza y a decir que no era mucho tiempo para que Howdy y él se conocieran, pero que por algo se empezaba.

Everett, por su parte, no daba crédito a su suerte. Howdy iba a venir a pasearse silenciosamente por todo el apartamento. Howdy sacudiría su cola de plumas alrededor de la mesa de centro. Howdy se tumbaría en la cama, en el sofá, en la alfombra. Inmediatamente empezó a enderezar los cuadros de la pared y a ahuecar cojines, como si Howdy fuera un huésped quisquilloso.

A George no le gustaba la idea de dejar al perro con Everett, pero no veía otra posibilidad. Le había insinuado algo a Jamie, pero éste respondió haciéndose el desentendido. Así que el viernes por la tarde preparó los juguetes y la comida de Howdy. Polly iría al aeropuerto directamente desde el trabajo y él llevaría al perro a casa de Everett.

Everett había salido pronto del trabajo para estar en casa cuando se hiciera el traspaso. Abrió la puerta cuando llamó George, se agachó y acercó la cara para que Howdy le saludase. George miraba con reticencia.

– Aquí está su comida -dijo, entregando a Everett una bolsa de la compra con pienso y varios botes.

Everett miró en la bolsa, que contenía además los juguetes de Howdy, una caja de golosinas y una lista detallada con el horario de paseos y comidas. Entonces Everett sacó su propia bolsa de la compra y su contenido: una nueva pelota de goma azul, un erizo de felpa chillón y un bol de cerámica para perros con tenues rayas verdes.

– Jonathan Adler -dijo, pasándole el plato a George.

George se quedó perplejo.

– Lo diseñó él -explicó Everett-. Es un diseñador.

George le devolvió el cuenco.

– Puedes llamar para comprobar que Howdy está bien -dijo Everett-. ¿Quieres mi número de móvil también?

Everett nunca había sido tan simpático con George.

– Howdy -decía Everett con dulzura-. Howdy, Howdy, Howdy. -Se dio unas palmaditas en el pecho e inmediatamente Howdy plantó allí sus patas delanteras. Ambos se miraron a los ojos.

George no pudo por menos de sonreír.

Everett vio la sonrisa y sonrió a su vez. George se sintió feliz de repente, como si hubiera salido el sol. Ah, se dijo a sí mismo. Ya lo entiendo. Esto es lo que le ha pasado a Polly: la sonrisa.

– Eres muy amable quedándote con el perro -agradeció, casi en serio. Observó a Howdy mover la cola y de repente cayó en la cuenta de algo. Miró a Howdy, que estaba panza arriba, luego a Everett, que le rascaba la barriga, y pensó: estoy celoso del novio de mi hermana. Y no porque Everett fuera el novio de su hermana, sino porque el novio de su hermana iba a cuidar del perro de su hermana.

Qué se le va a hacer, pensó, y dejó a la pareja feliz. Todos somos humanos.

Unos minutos después Everett puso la correa a Howdy y le llevó a dar un paseo de celebración calle arriba. En la agencia inmobiliaria de la esquina con Columbus se detuvo como hacía a menudo a examinar los carteles que exhibían tentadoras fotografías de preciosos lofts y otras espaciosas y soleadas maravillas. Pero sucedió que no estaba tan interesado como otras veces, y acercó a Howdy hasta una perra blanca que parecía de peluche, a la que su dueño presentó como Lola, y tranquilamente contempló a los animales mientras de manera amistosa se examinaban el uno al otro los genitales.


Загрузка...