Emily llamó a Everett desde Italia. Había adquirido gusto al vino tinto, así como a un par de fabulosas gafas de sol Dolce & Gabbana. Everett estaba tan contento de oír su voz que creyó que iba a desmayarse. Entonces ella le mencionó los planes de matrimonio de su madre.
– Son tan mayores… -dijo-. ¿Para qué ya?
– Sí -respondió él-, unos viejos. A lo mejor se compran unos andadores a juego para la ceremonia.
– Es culpa tuya.
– Emily…
– No te molestes, papá.
Sin embargo Everett se molestó en explicarle una vez más que la gente cambia, se separa y que, por supuesto, los sentimientos hacia los hijos no cambian, pero… Everett se molestó, y explicó, y oyó las palabras y pensó en lo endebles que eran, en lo poco convincentes. Cuando colgó, pensó en el daño que debía de hacerle a Emily esa idea del cambio. La gente cambia, le había dicho a ella. ¿Por qué?, se preguntó. ¿Por qué cambiaba? Era muy injusto. Emily cambiaría. Se haría mayor y se marcharía lejos y le incomodarían las visitas de más de tres días. «Ya sabes lo que se dice de los familiares y los trastos viejos», le diría cansada a su marido, de la misma forma que él se lo decía a su mujer. Y luego Emily y su marido también cambiarían, y se divorciarían. La idea de que Emily se divorciara era demasiado para él. Su pobre niña. Él se enfurecería con su marido, quien obviamente no la merecía. ¿Cómo se atrevía a tratar a su hija de aquella manera? Eres un sinvergüenza, pensó, recordando la palabra de alguna lectura obligatoria olvidada. ¡Un sinvergüenza y un desaprensivo!
Abrió una botella de Chianti en honor a Emily y consideró la posibilidad de llamar a Jody y preguntarle si le apetecía venir a su casa a compartirla con él. O, mejor, podría llamar a la puerta de su joven vecina, Polly. No era una buena botella de Chianti, y era menos probable que ella se diera cuenta. Pero puede que estuviera con su hermano y le resultase incómodo de alguna manera. Cuando por fin se decidió a probar primero con Jody y luego, si ella no podía, llamar al timbre de Polly, se dio cuenta de que se había terminado la botella él solito, con lo cual dio por zanjado el asunto.
Después del fiasco de Ben y Geneva -su relación iba en serio-, Polly decidió concentrarse temporalmente en su vida, que consistía en pasear a Howdy y confiar en toparse con Everett, aunque era con Jody con quien más a menudo se topaba, y pronto se acostumbraron a caminar juntas hasta el parque con sus dos perros.
A Polly le caía bien Jody. Jody era siempre igual, puede que fuera por eso. Siempre sonreía, su risa era contagiosa y olía bien, se fijó Polly. A fresco, como el jabón. Además era mayor, y ya que Polly había decidido superar su adolescencia tardía, Jody parecía una buena persona con la que practicar.
Jody también había tomado cariño a Polly durante esos paseos, muy a su pesar. Polly era muy decidida, muy sincera en sus manifestaciones. «Éste es el árbol más bonito del parque, y tenemos que coger siempre esta ruta», decía, así que cogían siempre esa ruta. Hacía declaraciones sobre política y sobre moda. Tomaba postura respecto a los kleenex con aloe (el mayor invento desde la lechuga en bolsa) y sobre los tomates orgánicos (eran tan insípidos como los normales pero más feos). Polly se manifestaba, y cualquiera que se encontrara a trescientos metros a la redonda escuchaba. Pero Jody reconocía también que Polly era una niña, y que, como los niños, ella, incluso ella, era insegura y estaba asustada. Aún seguía hablando de la ruptura con su novio, lo que a Jody le parecía tranquilizador, pero también veía que esa pérdida le había afectado mucho y la había vuelto recelosa: parecía inquieta, nerviosa en su propia infelicidad. A veces Jody programaba sus paseos con el perro de manera que coincidieran con los de Polly. Instintiva e involuntariamente Jody sentía que deseaba reconstruir el pequeño mundo de Polly. Además, Polly era vecina de Everett, y Everett se había vuelto muy esquivo en los últimos tiempos.
– ¿Ves a Everett alguna vez? -preguntó a Polly en uno de esos paseos.
– ¿Quieres oír un secreto a ese respecto?
Jody pensó que seguramente no querría oír un secreto a ese respecto, pero se limitó a afirmar con la cabeza.
– ¿No te parece que Everett está como un tren? ¿Para la edad que tiene?
– ¿Es ése el secreto?
– No. Sé que esto te va a sonar muy vanidoso, pero me apetece decírselo a alguien. Ni siquiera puedo mencionar su nombre delante de George. Así que…, vale. A veces creo que le gusto a Everett. Él no me lo ha dicho, pero es una sensación que tengo. ¿Sabes a qué me refiero? ¿Esa sensación?
Jody sabía a qué se refería, pues en los momentos más oscuros de sus más oscuras noches de insomnio tenía esa misma sensación: que a Everett le gustaba Polly.
– ¡Beatrice! -dijo, por decir algo, y la perra alzó la mirada perpleja.
– Mira, ya sé que es muy mayor para mí -continuó Polly.
– Y tú eres demasiado joven para él -replicó Jody. Lo lamentó inmediatamente. ¿Podría Polly percibir el sufrimiento en su voz, la amargura en sus palabras?
– Es lo mismo.
No, pensó Jody. No es lo mismo en absoluto. Tú tienes ventaja sobre él. La gente cree que los hombres mayores se aprovechan de las mujeres jóvenes, pero es la juventud la que es tiránica. E irresistible. Y final e inevitablemente caprichosa.
– Lo más seguro es que no pase nada -dijo Polly-. Pero ¿sabes?, hace que no piense en otras cosas.
– ¿Chris?
– ¿Él? Le odio.
Siguieron caminando en silencio.
– Bueno, tú también necesitas un novio -apuntó Polly finalmente.
– ¿De veras?
– Tengo que pensar quién sería la persona adecuada para ti.
Jody sabía perfectamente quién era la persona adecuada para ella. Al menos sabía a quién quería. Pero ¿qué importancia tenía a quién quisiera ella, quién era la persona adecuada para ella, si esa persona quería a otra, a alguien más joven, más encantadora y extravertida?
¿Era ése el final de su aventura amorosa? ¿Iba a terminar antes de que empezara como era debido? Miró a Polly. Sí, Polly era joven. Sí, era encantadora, de una manera un tanto bulliciosa. Sí, era extrovertida, sin duda alguna. ¿Y no era eso lo que cualquier hombre taciturno de mediana edad quería? Claro que no duraría. Esas cosas nunca duraban. Por un instante Jody pensó en confiarse a Polly. Para ti esto es sólo una manera de llenar el tiempo, le diría. Para mí es serio. Y debemos pensar en qué es lo mejor para Everett.
– Alguien habrá que sea adecuado para ti -Polly repitió.
Jody suspiró y se obligó a sonreír.
– Eres muy considerada, Polly -logró decir.
Polly estaba de acuerdo. Everett ni siquiera era aún su novio, pero ella ya estaba tratando de animar a una compañera de fatigas. Jody ya no era joven y ella aún llevaba calcetines floreados, pero se merecía ser tan feliz como cualquiera. Polly sonrió, satisfecha de sus buenas obras.
Justo una semana después llamó Chris. Polly oyó su voz al teléfono y por un momento se sintió desorientada, como si acabara de despertar de un sueño extraño pero realista.
– Tengo que verte -dijo Chris-. Tengo que hablar contigo.
– Pero…
– Es un poco importante.
Algo era importante o no lo era. Nada era un poco importante, pensó ella, y casi le corrige, como solía hacer. Por supuesto, se recordó a sí misma, sí se decía bastante importante, o extremadamente importante. Se podía usar un determinante, desde luego.
– ¿Polly?
– ¡Oh! -Estaba hablando con Chris. Chris tenía que verla. Tenía que verla y hablar con ella-. ¡Chris! -exclamó, como para convencerse de que realmente era él-. Sí, claro, si es importante…
Cuando colgó, bajó a la calle, se quedó en la acera y fumó. Se llevó a Howdy con ella y permaneció allí, fumando y pensando. Deseó que Everett no apareciera en aquel momento con la misma sinceridad con la que normalmente deseaba que lo hiciera. Afectada y confundida, se dio cuenta de que no podría reconciliar la chifladura por su vecino con la excitación que sentía ante la llamada de Chris. Miró a su alrededor con aire de culpabilidad, pero, por suerte, a Everett no se le veía por ningún lado. Se sentía avergonzada y recelosa, como si estuviera teniendo una relación ilícita. Pero ¿a quién estaba traicionando, se preguntó, si no se había liado con nadie? Nada tiene sentido, se dijo. Chris no significa nada, y Everett significa menos que nada, y yo significo la que menos. Se apoyó contra la áspera pared de ladrillo y saludó con una inclinación de cabeza a un hombre con dos perros salchicha llamados Sparky y Lucía. Howdy se agazapó en actitud sumisa hasta que pasaron los minúsculos perros.
Pero por mucho que lo intentara no podía evitar preguntarse sobre Chris. ¿Qué podía ser un poco importante? Se repitió las palabras de Chris, el tono de su voz. Quizá estuviera enfermo. O… Pero todos sabemos lo que Polly pensó a continuación, lo que cualquiera en su situación habría pensado, el pensamiento que en realidad no es más que el susurro de una esperanza. Quizá estuviera enfermo, pensó. O, o… quisiera volver con ella. Bajó la mirada a sus pies y procuró no hacer caso de lo que acababa de permitirse imaginar. Luego reconoció que aún le echaba de menos, seis meses después. Tal vez él también la echaba de menos. La esperanza le susurró al oído: tal vez él también la echaba de menos. Entonces apagó el cigarrillo con el pie y, tímidamente, mirando sin ver la acera, sonrió.
En el edificio del lado norte de la calle, que albergaba el centro social donde tenían lugar las reuniones de Alcohólicos Anónimos, había un mercadillo. Para anunciar el acontecimiento se habían colocado en la ventana pequeños objetos de porcelana entre las polvorientas plantas, junto con varios animales de peluche con cara triste. A Polly le dieron pena los animales de peluche, las plantas y hasta un plato de recuerdo de Seattle, y al día siguiente, camino del trabajo, entró a comprar algo. Una mujer ancha con un guardapolvo rosa de aspecto oficial le dijo que la venta no empezaba hasta el mediodía.
– Sin excepciones.
No sin alivio, Polly salió del centro cívico, donde gente mayor vestida de manera extraña empezaba a congregarse para tomar sándwiches de mortadela y zumo. Muchas de esas personas mayores vivían en el mismo edificio, el cual, con una entrada independiente a la izquierda de la fachada del centro social, proporcionaba viviendas subvencionadas para los mayores. Parecía haber una constante e inexorable renovación de esos ancianos residentes: no era de sorprender, pensó Polly, teniendo en cuenta la edad que tenían. Pasó junto al contenedor que había fuera, que todos los días se llenaba con nuevos suministros de escritorios destrozados, lámparas oxidadas, bacinillas de plástico descoloridas y andadores retorcidos. Polly confiaba en que la mujer con el guardapolvo rosa rescatara algo del triste contenedor de los ancianos muertos para el mercadillo. Ese tocadiscos, quizá. Pero ¿quién iba a comprarlo? Si nadie quería llevárselo del montón gratis de afuera, ¿por qué iba a entrar alguien dentro a pagar por él?
Contenta de no tener tiempo para llevarse el tocadiscos abandonado a casa, Polly desfiló, entre aquel calor sofocante, ante el enorme sofá de terciopelo marrón que, bajando la calle, llevaba varios días tirado en la acera. ¡Pasan tantas cosas en Nueva York!, pensó con alegría. Y se encaminó hacia el metro y hacia un día de obsesiva expectación ante su encuentro con Chris.
Mientras Polly bajaba las escaleras del metro, Doris acariciaba su coche en su oportuno aparcamiento. Doris siguió hacia Broadway, por delante del ignominioso sofá, pero ni siquiera eso pudo empañar la alegría que sentía. Cruzó al lado sur y regresó hacia Columbus y hacia el penoso contenedor cargado de detritus personales. Doris estaba patrullando. Como primero y único miembro de la fuerza de voluntarios enviado, por ella, a proteger la calle, llevaba guantes de látex y una gran bolsa de basura vacía. No quería que la confundieran con una indigente cuando se parara a recoger botellas desechadas, así que vestía pantalones de Armani y zapatos de tacón abiertos por detrás con puntera afilada y un suéter de seda sin mangas, todo lo cual sugería, le parecía a ella, que se trataba de una dispensadora de caridad más que de una destinataria de ella. Cierto que a veces ella también llevaba botellas vacías al supermercado para que le reembolsaran el importe de los envases, como hacían los indigentes. Y con frecuencia le pedían que hiciera cola detrás de hombres y mujeres andrajosos y sucios a los que su marido se refería como colegas de ella. Pero las monedas que recogía las depositaba inmediatamente en un tarro de cristal con una etiqueta que decía: «Mejoras», y que algún día utilizaría para comprar plantas y mantillo y, tal vez, para la adquisición de folletos con los que informaría a sus convecinos de su proyecto. Doris no trabajaba movida por la falsa esperanza de que alguien compartiera su esfuerzo, y, por tanto, no se había molestado en preparar folletos de ninguna clase, pero sí que, con una perseverancia encomiable, se había puesto en contacto con un concejal del ayuntamiento.
– Es una vergüenza -le acababa de decir en aquel momento.
Él suspiró, ella siguió presionando, él suspiró varias veces más y finalmente ella se impuso. Doris iba a acompañarle en un recorrido por la zona aquella tarde a las cinco y media, cuando los perros y sus dueños en pleno estarían en la calle.
Cuando terminó la ronda de la mañana recordó que quería impresionar al concejal con lo sucia que estaba la calle, y se preguntó si no debería dejar otra vez en su sitio las cuatro o cinco botellas que había recogido. Pero no tenía el valor de cometer el delito por el que protestaba y, en su lugar, decidió guardar las botellas a modo de prueba. Volvió a casa y le contó el plan a Harvey.
– ¿Debería colocarlas encima de la mesa del comedor? Pero entonces tendré que lavarlas. Quedarían mucho más convincentes de esa manera que si están en el fondo de una bolsa de basura.
– ¿Qué vas a servir? -preguntó Harvey.
– No había pensado en eso.
– Es una broma, Doris.
Pero Doris no bromeaba. Se decidió por Perrier.
– No querrá tomar alcohol estando de servicio, por supuesto -comentó-. Creo que le ofreceré un café y unas pastas.
– ¿Y si está siguiendo la dieta Atkins o algo así?
– Calla ya, Harvey. No tiene que comérselas. Con que estén ahí basta.
Y Doris, al igual que Polly, se fue a trabajar llena de esperanza y expectación.