8

Al salir de casa Salviati, Brunetti miró el reloj. La una menos veinte. Volvió a tomar el traghetto y, en San Leonardo, cruzó el campo y torció por la primera calle de la izquierda. Había varias mesas vacías bajo el toldo del restaurante.

A la izquierda de la entrada estaba el mostrador y, detrás de éste, en un estante, varias damajuanas de cuyos golletes salían largos tubos de caucho. A la derecha, dos arcos daban acceso a otra sala, y allí, en una mesa situada junto la pared, vio a su suegro, el conde Orazio Falier. El conde, con una copa de lo que parecía prosecco delante, leía Il Gazzettino, el diario local. Brunetti se llevó una sorpresa al verlo con esta publicación, lo que era indicio de que o bien había sobreestimado al conde o infravalorado al periódico.

Buon di -dijo Brunetti acercándose a la mesa.

El conde miró por encima del diario y, dejándolo abierto en la mesa, se levantó.

Ciao, Guido -dijo tendiendo la mano y estrechando la de Brunetti-. Me alegro de que hayas podido venir.

– Recuerda que era yo el que quería hablar contigo.

El conde dijo entonces:

– Ah, sí, los Lorenzoni, ¿verdad?

Brunetti apartó la silla situada frente al conde y se sentó. Miró el diario, preguntándose si, a pesar de que el cuerpo aún no había sido identificado, ya habría llegado a la prensa la noticia del hallazgo.

El conde, interpretando la mirada de su yerno, dijo:

– Todavía no dicen nada. -Sin apresurarse, dobló el periódico meticulosamente por la mitad una vez y luego otra.

– Qué horror, ¿verdad? -dijo levantando el diario entre los dos.

– No si te gusta el canibalismo, el incesto y el infanticidio -respondió Brunetti.

– ¿Has leído el de hoy? -Brunetti movió la cabeza negativamente y el conde explicó-: Viene la noticia de una mujer de Teherán que mató al marido, picó el corazón y se lo comió en un guiso que se llama ab goosht. -Antes de que Brunetti pudiera manifestar sorpresa u horror, el conde prosiguió-: Y, además, te dan la receta del ab goosht tomate, cebolla y carne picada. -Meneó la cabeza-. ¿Para quién escriben? ¿Quién quiere saber estas cosas?

Hacía tiempo que Brunetti había perdido toda la confianza que pudieran haberle merecido los gustos del gran público, por lo que contestó:

– Yo diría que los lectores de Il Gazzettino.

El conde lo miró y asintió.

– Tienes razón, seguramente. -Lanzó el diario a la mesa vecina-. ¿Qué quieres saber de los Lorenzoni?

– Esta mañana has dicho que el chico no tenía el talento del padre. Me gustaría saber talento para qué.

Ciappar schei -respondió el conde en dialecto.

Brunetti, sintiéndose ya más cómodo al oír veneciano, preguntó:

– Hacer dinero, ¿de qué manera?

– De todas las maneras posibles: acero, cemento, barcos. Si quieres transportar algo, los Lorenzoni te lo llevan. Si quieres construir o fabricar, los Lorenzoni te venden los materiales. -El conde pensó en lo que acababa de decir y agregó-: Sería un buen eslogan, ¿no crees? -Cuando Brunetti asintió, el conde agregó-: Y no es que los Lorenzoni tengan necesidad de hacer publicidad. Por lo menos, en el Véneto.

– ¿Tienes tratos con ellos? Quiero decir de negocios.

– Antes utilizaba sus camiones para llevar tejidos a Polonia y traer… No estoy seguro, porque de eso hace cuatro años por lo menos, pero me parece que era vodka. Ahora, desde que se han relajado los controles de fronteras y las disposiciones aduaneras, me resulta más económico utilizar el tren, por lo que ya no trato con ellos.

– ¿Y socialmente, los tratas?

– No más que a unos cientos de personas de la ciudad -dijo el conde y levantó la mirada al acercarse la dueña.

Era una mujer joven que llevaba una camisa masculina embutida en un pantalón vaquero recién planchado y el pelo tan corto como un hombre. Aunque no iba maquillada, su aspecto no tenía nada de andrógino, por la forma en que el vaquero se arqueaba sobre sus caderas, y la camisa, con los tres últimos botones desabrochados, revelaba que, aunque no llevaba sostén, tampoco estaría de más.

– Conde Orazio -dijo la mujer con una voz de contralto profunda, cálida y prometedora-, celebro volver a verlo. -Miró a Brunetti haciéndole extensiva la hospitalaria sonrisa.

Brunetti recordó que el conde le había dicho que regentaba el local la hija de un amigo, por lo que quizá era en su calidad de viejo amigo de la familia que el conde preguntó:

Come stai, Valeria? -Aunque el tuteo nada tenía de paternal, y Brunetti espió la reacción de la mujer.

– Molto bene, signor conte. E lei? -respondió ella, en un tono que no armonizaba con la formalidad de la frase.

– Bien, muchas gracias. -El conde indicó a Brunetti con un ademán-. Mi yerno.

Piacere -dijo él, y la mujer correspondió con la misma palabra, acompañada de una sonrisa.

– ¿Qué nos recomiendas hoy, Valeria? -preguntó el conde.

– Para empezar, tenemos sarde in saor o latte di seppie. Las sarde las preparamos anoche, y las sepias han llegado de Rialto esta mañana.

Pues serían congeladas, pensó Brunetti. Aún era pronto para lechas de sepia frescas. Pero las sardinas estarían bien. Paola nunca tenía tiempo para limpiar sardinas y hacerlas marinar con cebolla y pasas, por lo que poder tomarlas ahora sería un regalo.

– ¿Qué dices tú, Guido?

Sarde -respondió él sin vacilar.

– Sí. Para mí también.

Spaghetti alle vongole -dijo la mujer, menos como una recomendación que como una orden.

Los dos hombres asintieron.

– Y después, tenemos rombo o, quizá, coda di rospo. Los dos son muy frescos.

– ¿Cómo están hechos? -preguntó el conde.

– El rombo, a la parrilla y el coda, al vino blanco, con zucchini y romero.

– ¿Es bueno el coda?

Por toda respuesta, la mujer hundió el nudillo del índice de la mano derecha en la mejilla y lo hizo girar relamiéndose.

– Entonces decidido -sonrió el conde-. ¿Y tú, Guido?

– Para mí, rombo -dijo Brunetti, a quien el otro plato le había parecido muy sofisticado, una de esas cosas servidas con un trozo de zanahoria recortada en forma de rosa o decorada con una ramita de menta.

– ¿Vino? -preguntó la mujer.

– ¿Tenéis del Chardonnay que hace tu padre?

– Es el que bebemos nosotros, señor conde, pero no solemos servirlo. -Al ver su gesto de decepción, agregó-: Pero puedo traerles una jarra.

– Gracias, Valeria. Lo he bebido en casa de tu padre y es excelente.

Ella movió la cabeza de arriba abajo, en reconocimiento de esta verdad y bromeó:

– Pero que no le oigan los de Hacienda.

Antes de que el conde pudiera hacer un comentario, sonó una voz en la otra sala, y la mujer dio media vuelta y se alejó.

– No es de extrañar que la economía de este país vaya de capa caída -dijo el conde con un furor repentino-. El mejor vino que se produce en esta tierra, y no pueden servirlo, probablemente, por alguna pamplina legal sobre el contenido en alcohol, o porque en Bruselas algún cretino ha decidido que se parece demasiado a otro vino que se produce en Portugal. Los que mandan son una colección de tarados.

Brunetti pensó que éste era un comentario curioso en boca de un hombre que, a sus ojos, siempre había estado entre los que mandaban. Pero, antes de que pudiera responder, Valeria estaba de vuelta con una jarra de litro de un pálido vino blanco y una botella de agua mineral, que nadie le había pedido, por cierto.

El conde sirvió dos copas de vino y acercó una a Brunetti.

– Ya me dirás qué te parece.

Brunetti tomó un sorbo. Siempre le habían irritado los ditirambos sobre el vino y su sabor, que si «nobleza de solera», que si «aromas afrutados»… por lo que se limitó a decir:

– Muy bueno -y dejó la copa en la mesa-. Háblame del chico. Dijiste que no te merecía una gran opinión.

El conde había tenido veinte años para acostumbrarse a su yerno y sus modales, por lo que tomó un trago de vino y contestó:

– No; era corto y presuntuoso, lo que es una combinación muy cargante.

– ¿Qué clase de trabajo hacía dentro del grupo?

– Creo que lo llamaban consulente, aunque no sé qué podían consultarle. Cuando había que llevar a cenar a algún cliente, Roberto se encargaba. Imagino que Ludovico tendría la esperanza de que, a fuerza de tratar con clientes y oír hablar de negocios, el chico sentara la cabeza o, por lo menos, se tomara más en serio el trabajo.

Brunetti, que había trabajado todos los veranos de sus años de universidad, preguntó:

– Pero supongo que él no llamaría trabajo a salir a cenar de vez en cuando, ¿verdad?

– A veces, si había que entregar o recoger algo importante, enviaban a Roberto, por ejemplo, llevar unos contratos a París o hacer llegar urgentemente un nuevo muestrario a las fábricas textiles. Roberto hacía la entrega, y luego pasaba un fin de semana en París, en Praga o donde fuera.

– Bonito trabajo -dijo Brunetti-. ¿Y la universidad?

– Era muy vago. O muy tonto -fue la concluyente explicación del conde.

Brunetti iba a comentar que, a juzgar por lo que Paola solía decir de sus universitarios, ni una cosa ni la otra debía de ser un grave impedimento, pero se contuvo al ver acercarse a la mesa a Valeria con dos platos llenos de sardinas relucientes de aceite y vinagre.

Buon appetito -les deseó la mujer, y se alejó hacia una mesa en la que un cliente le había hecho una seña.

Ninguno de los dos hombres se entretuvo en quitar espinas, y empezaron a saborear enteros aquellos pescaditos bien aderezados con cebolla y pasas, que rezumaban aceite.

Bon -dijo el conde. Brunetti asintió, pero no dijo nada, limitándose a deleitarse con el sabor de la sardina, realzado por la acidez del vinagre. Había oído decir que, siglos atrás, los pescadores de Venecia tenían que poner el pescado en vinagre, para que se conservara, como también le habían dicho que se echaba vinagre al pescado para prevenir el escorbuto. Él no sabía si eran ciertas estas razones, pero, por si acaso, daba gracias a los pescadores.

Cuando las sardinas hubieron desaparecido, Brunetti rebañó el plato con un trozo de pan.

– ¿Hacía algo más Roberto?

– ¿Quieres decir en el despacho?

– Sí.

El conde sirvió otras dos medias copas de vino.

– No; creo que eso es todo lo que era capaz de hacer, o todo lo que le interesaba hacer. -Bebió otro trago-. No era mal chico, sólo un poco tarambana. La última vez que lo vi hasta me dio pena.

– ¿Cuándo fue eso? ¿Y por qué, pena?

– Fue unos días antes del secuestro. Sus padres daban una fiesta para celebrar el treinta aniversario de su boda, y nos invitaron a Donatella y a mí. En la fiesta estaba Roberto. -El conde agregó al cabo de un momento-: Pero era casi como si no estuviera.

– No comprendo -dijo Brunetti.

– Parecía invisible. No; no es ésa la palabra. Más bien ausente. Estaba más delgado y hasta empezaba a clarearle el pelo. Era verano, pero te daba la impresión de que no había salido de casa desde el invierno. Él, que siempre estaba en la playa o jugando al tenis. -El conde desvió la mirada, recordando la cena-. No hablé con él, y no quise decir nada a sus padres. Pero estaba raro.

– ¿Enfermo?

– No exactamente. Pero sí muy pálido y muy delgado, como si hubiera estado demasiado tiempo a dieta.

En aquel momento, como respondiendo a un conjuro para poner fin a toda charla sobre dietas, llegó Valeria con dos grandes platos de espagueti, salpicados de varias docenas de chirlas. La precedía un aroma a ajo y aceite.

Brunetti hundió el tenedor en la pasta enrollando en él los gruesos hilos entrelazados. Cuando hubo acumulado lo que le pareció un bocado suficiente, se llevó el tenedor a la boca aspirando con fruición el perfume cálido y penetrante del ajo. Con la boca llena, hizo una señal de asentimiento al conde, que movió la cabeza de arriba abajo y empezó a comer a su vez.

Cuando ya casi había terminado la pasta y empezaba a comer las chirlas, Brunetti preguntó al conde:

– ¿Y el sobrino?

– Dicen que tiene talento natural para los negocios. Posee don de gentes para tratar a los clientes, vista para calcular presupuestos e intuición para contratar a gente capaz.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Brunetti.

– Dos más que Roberto, unos veinticinco.

– ¿Sabes algo más de él?

– ¿Qué clase de cosas?

– Lo que sea.

– Eso abarca mucho. -Antes que Brunetti pudiera puntualizar, el conde preguntó-: ¿Te refieres a si él pudo hacer esto? Suponiendo que esto lo haya hecho alguien.

Brunetti asintió y siguió con las chirlas.

– Su padre, el hermano menor de Ludovico, murió cuando el chico tenía ocho años. Ya se había divorciado de la madre, que parece ser que no quería saber nada del niño, y a la primera ocasión lo cedió a Ludovico y Cornelia, que lo criaron como si fuera hermano de Roberto.

Pensando en Caín y Abel, Brunetti preguntó:

– ¿Esto te consta o te lo han contado?

– Las dos cosas -fue la escueta respuesta del conde-. Yo no creo que Maurizio estuviera implicado en eso.

Brunetti se encogió de hombros y dejó caer la última chirla vacía en el montón que se había acumulado en su plato.

– Ni siquiera sé todavía si los restos son del chico Lorenzoni.

– Entonces, ¿por qué tantas preguntas?

– Ya te lo dije: porque dos personas pensaron que era una broma. Y porque la piedra que impedía abrir la verja había sido puesta desde dentro.

– También pudieron saltar la tapia -apuntó el conde.

– Quizá -asintió Brunetti-. Pero hay en todo ello algo que no me gusta.

El conde lo miró con extrañeza, como si el combinado que formaban la intuición y Brunetti le pareciera insólito.

– Aparte de lo que acabas de decirme, ¿qué otra cosa no te gusta?

– Que nadie prestara atención al comentario de que les parecía una broma. Que en el expediente no haya constancia de una conversación con el primo. Y que no se hicieran preguntas acerca de la piedra.

El conde puso el tenedor atravesado encima de los espaguetis que quedaban en el fondo del plato, y al momento apareció Valeria, a retirar el servicio.

– ¿No le han gustado los espaguetis, señor conde?

– Estaban exquisitos, Valeria, pero quiero dejar un poco de sitio para el coda.

La mujer asintió, tomó su plato y luego el de Brunetti. El conde escanciaba más vino cuando ella volvió. Brunetti se alegró al comprobar que estaba en lo cierto respecto al coda. El plato estaba adornado con ramitas de romero y un rábano.

– ¿Por qué le hacen eso a la comida? -preguntó, señalando el plato del conde con el mentón.

– ¿Es una pregunta o una crítica del servicio? -preguntó el conde.

– Una simple pregunta.

El conde partió el pescado con la pala y el tenedor, para ver si estaba hecho por dentro. Al comprobar que así era, dijo:

– Recuerdo la época en que, por unos miles de liras, tenías una buena comida en cualquier trattoria u osteria de la ciudad. Risotto, pescado, ensalada y un buen vino. Nada sofisticado, sólo los buenos platos que el dueño comía en su propia mesa. Pero eso era cuando Venecia era una ciudad que estaba viva, que tenía su industria y sus artesanos. Ahora lo único que tenemos son turistas, y los ricos están acostumbrados a platos delicados como éste. Así, para satisfacer sus gustos, tenemos platos bonitos. -Probó el pescado-. Por lo menos, éste además de bonito es bueno. ¿Y el tuyo?

– Excelente -respondió Brunetti. Puso una espina en la orilla del plato y dijo-: ¿Querías hablarme de algo?

Con la cabeza inclinada sobre el plato, el conde dijo:

– Es sobre Paola.

– ¿Paola?

– Paola, sí. Mi hija. Tu mujer.

Brunetti se sintió invadido por un repentino furor ante aquel tono displicente, pero se contuvo, y repuso con una voz distante que tenía un frío reflejo del sarcasmo del conde.

– Y la madre de mis hijos. Tus nietos. No lo olvides.

El conde dejó los cubiertos sobre el plato y apartó éste a un lado.

– Guido, no he querido ofenderte…

Brunetti atajó:

– Entonces ahórrate el paternalismo.

El conde tomó la jarra de vino, echó la mitad del resto en la copa de Brunetti y acabó de vaciarla en la suya.

– Paola no es feliz. -Miró a Brunetti, para ver qué efecto le hacían sus palabras y, en vista de que Brunetti no decía nada, agregó-: Es mi única hija, y no es feliz.

– ¿Por qué?

El conde levantó la mano con el anillo del escudo Falier. Al verlo, Brunetti pensó en el cadáver que había aparecido en el campo y se preguntó si sería el del chico Lorenzoni. Si lo era, ¿con quién debía hablar ahora, con el padre, con el sobrino, quizá con la madre? ¿Cómo importunarlos, en medio de un dolor recrudecido por el hallazgo del cadáver?

– ¿Me escuchas?

– Naturalmente -respondió Brunetti, que no escuchaba-. Me has dicho que Paola no es feliz y yo te he preguntado por qué.

– Y yo te lo he explicado, Guido, pero tú estabas lejos, con la familia Lorenzoni y con ese cadáver que han encontrado, pensando en cómo conseguir que se haga justicia. -Hizo una pausa, esperando que Brunetti dijera algo-. Una de las causas de su infelicidad que he tratado de hacerte comprender es ésa, la de que la búsqueda de lo que tú consideras la justicia te absorbe… -Se interrumpió, y movió la copa vacía sobre la mesa sosteniéndola entre los nudillos del índice y el mayor. Levantó la mirada y sonrió, pero fue una sonrisa que entristeció a Brunetti-. Te absorbe excesivamente, Guido, y creo que eso hace sufrir a Paola.

– ¿Quieres decir que le dedico mucho tiempo?

– No, Guido. Quiero decir lo que he dicho. Que te vuelcas en esos casos y que te implicas con la gente, tanto con los criminales como con las víctimas, y te olvidas de Paola y los niños.

– Eso no es cierto. Muy pocas veces he dejado de estar a su lado cuando me han necesitado. Hacemos muchas cosas juntos.

– Por favor, Guido -dijo el conde suavizando el tono-. Tú eres muy inteligente para creer, o para esperar que yo crea, que estar en un sitio o estar al lado de una persona significa que estás allí y que estás con ella realmente. Recuerda que yo te he visto trabajar, y sé lo que te ocurre. Tu espíritu desaparece. Hablas y escuchas y vas con los niños a los sitios, pero no estás presente. -El conde se sirvió agua mineral y bebió-. En cierto modo, estás como estaba el chico Lorenzoni la última vez que lo vi: distraído, distante, ausente.

– ¿Te lo ha dicho Paola?

El conde pareció casi sorprendido.

– Guido, no tengo razones para esperar que me creas, pero Paola nunca diría ni una palabra contra ti, ni a mí ni a nadie.

– Entonces, ¿cómo puedes estar tan seguro de que no es feliz? -Brunetti trataba de borrar la cólera de su voz al decir esto.

Distraídamente, el conde alargó la mano hacia un pequeño trozo de pan que había quedado a la izquierda del plato y empezó a desmenuzarlo.

– Cuando nació Paola, Donatella estuvo mucho tiempo enferma después del parto, así que tuve que encargarme de buena parte de los cuidados de la niña. -Al ver el gesto de sorpresa de Brunetti se echó a reír-. Ya sé, ya sé, debe de ser difícil imaginarme dando biberones y cambiando pañales, pero eso hice durante unos cuantos meses, y cuando Donatella volvió a casa… en fin, aquello se había convertido en costumbre, y seguí haciéndolo. Cuando le has cambiado el pañal a una criatura durante un año, y dado de comer, y hecho dormir, sabes cuándo está contenta y cuándo está triste. -Antes de que Brunetti pudiera disentir, el conde prosiguió-: Y no importa si tiene cuatro meses o cuarenta años ni si la causa es un cólico o problemas matrimoniales. Lo sabes. Por eso sé que no es feliz.

Aquí se estrellaron las protestas de inocencia o de ignorancia de Brunetti. También él había cambiado pañales y acunado por la noche a niños que lloraban, y leído cuentos hasta que se dormían, y siempre había pensado que eran esas noches las que le habían dado una especie de radar que detectaba el estado de -aquí tenía que usar la palabra del conde- su espíritu.

– No sabría hacer lo que hago de ninguna otra manera -dijo al fin, en un tono limpio ya de enojo.

– Siempre he querido preguntarte por qué es tan importante para ti -dijo el conde.

– ¿Por qué es importante para mí el qué? ¿Arrestar al que ha cometido un crimen?

El conde agitó una mano con displicencia.

– No creo que sea eso lo más importante para ti. ¿Por qué tienes que encargarte de que se haga justicia?

Valeria eligió este momento para presentarse en la mesa, pero ninguno de los dos hombres quería postre. El conde pidió dos grappas y se volvió hacia Brunetti.

– Tú has leído a los griegos, ¿verdad? -preguntó al fin Brunetti.

– A algunos, sí.

– ¿A Critias?

– Hace tanto tiempo que no tengo más que una vaga idea de lo que escribió. ¿Por qué?

Valeria vino, les dejó los vasitos y se fue en silencio.

Brunetti tomó un pequeño sorbo del licor.

– Probablemente, no esté citándolo bien, pero en algún sitio dice que las leyes del Estado castigan los crímenes públicos, y que por eso necesitamos la religión, para que podamos creer que la justicia divina castiga los crímenes privados. -Se detuvo y tomó otro sorbo-. Pero nosotros ya no tenemos religión, ¿verdad? -El conde movió la cabeza negativamente-. Así que quizá sea eso lo que yo persigo, aunque no es que haya hablado de ello, ni haya pensado mucho en ello. Si la justicia divina no castiga el crimen privado, alguien tiene que castigarlo.

– ¿Qué entiendes tú por crimen privado? Quiero decir, en qué lo distingues del público.

– Dar a una persona un mal consejo para después aprovecharte de su error. Mentir. Traicionar la confianza.

– Ninguna de esas cosas es necesariamente ilegal -dijo el conde.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– Ésa no es la cuestión. Por eso me han venido a la mente. -Hizo una pausa y prosiguió-: Quizá los políticos puedan proporcionar ejemplos mejores: dar contratos a los amigos, fundar las decisiones de gobierno en los deseos personales, dar cargos a los parientes.

– ¿Es decir, el pan nuestro de cada día de la política italiana? -atajó el conde.

Brunetti asintió con gesto de cansancio.

– Pero tú no puedes decidir de la noche a la mañana que esas cosas son ilegales y empezar a castigar a la gente -dijo el conde.

– No. Quizá lo que quiero decir es que me importa mucho tratar de descubrir a los que hacen el mal, no sólo a los que hacen cosas ilegales, o que cuando me pongo a cavilar sobre la diferencia saco la conclusión de que tan malo es lo uno como lo otro.

– Y tus cavilaciones hacen sufrir a tu mujer. Lo que nos lleva otra vez al punto de partida. -El conde alargó la mano y oprimió el antebrazo de Brunetti-. Sé que esto debe de resultarte ofensivo. Pero ella es mi niña y siempre lo será, y por eso he querido decírtelo. Antes de que te lo diga ella.

– No creo que pueda darte las gracias por esto -confesó Brunetti.

– Eso no importa. Lo único que me interesa es la felicidad de Paola. -El conde meditó lo que iba a decir a continuación-. Y, aunque te cueste trabajo creerlo, también me interesa la tuya, Guido.

Brunetti asintió. De pronto, se sentía tan conmovido que era incapaz de hablar. Al observarlo, el conde hizo una seña a Valeria, como si escribiera en el aire. Cuando se volvió otra vez hacia Brunetti, dijo con voz completamente normal:

– Bien, ¿qué te ha parecido la comida?

En el mismo tono, Brunetti contestó:

– Excelente. Tu amigo puede estar orgulloso de su hija. Y tú puedes estarlo de la tuya.

– Lo estoy -dijo el conde con sencillez. Miró a Brunetti y agregó-: Y, aunque te cueste creerlo, también lo estoy de ti.

– Gracias. No tenía ni idea. -Antes de hablar, Brunetti había pensado que sería difícil decirlo, pero las palabras le salieron casi sin sentir.

– No; ya me lo imaginaba.

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