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Brunetti no volvió a la questura hasta después de las tres. Cuando entraba, Pucetti salió del despacho contiguo a la puerta, pero no venía a dar a Brunetti el abrigo, que no estaba a la vista.

– ¿Lo han robado? -preguntó Brunetti con una sonrisa, señalando con un movimiento de la cabeza hacia la puerta del Ufficio Stranieri frente a la que ya no había cola, pues cerraba a las doce y media.

– No, señor. Lo que ocurre es que ha llamado el vicequestore para pedir que, cuando volviera usted del almuerzo, le dijéramos que deseaba verlo. -Ni un intermediario tan bien dispuesto hacia Brunetti como el agente Pucetti podía disimular el enojo que exudaba el mensaje de Patta.

– ¿Ha vuelto él de almorzar?

– Sí, señor. Hace unos diez minutos. Ha preguntado dónde estaba usted. -No había que ser un as de la criptografía para descifrar el código que se utilizaba en la questura: La pregunta de Patta dejaba traslucir algo más fuerte que su habitual irritación con Brunetti.

– Ahora mismo voy -dijo Brunetti, encaminándose hacia la escalera principal.

– Su abrigo está en el armario de su despacho, comisario -gritó Pucetti a su espalda, y Brunetti levantó una mano dándose por enterado.

La signorina Elettra estaba en su escritorio del antedespacho del vicequestore Patta. Cuando entró Brunetti, ella levantó la mirada del periódico que tenía abierto en la mesa y dijo:

– Le he dejado el informe de la autopsia en su mesa. -Aunque sentía curiosidad, Brunetti se abstuvo de preguntar qué decía, seguro como estaba de que ella lo habría leído. Si ignoraba el resultado, no tenía por qué hablar de la autopsia a Patta.

Brunetti reconoció las páginas salmón de Il Sole Ventiquattro Ore, el diario financiero.

– ¿Controlando su cartera? -preguntó.

– En cierto modo.

– ¿Y eso?

– Una empresa en la que había invertido ha decidido abrir un laboratorio farmacéutico en Tadzikistán. Hay un artículo que trata de la apertura de mercados en la antigua Unión Soviética, y quería informarme, porque no sé si seguir con ellos o sacar mi dinero.

– ¿Y qué opina?

– Que todo apesta, eso es lo que opino -respondió ella doblando el periódico con energía.

– ¿Por qué?

– Porque parece que esa gente ha pasado directamente de la Edad Media al capitalismo más avanzado. Hace cinco años, intercambiaban martillos por patatas y ahora todos son grandes empresarios con telefonino y BMW. Por lo que he leído, tienen instintos de víbora, y me parece que no voy a tener tratos con ellos.

– ¿Demasiado riesgo?

– No; todo lo contrario -dijo Elettra con calma-. Creo que sería una inversión de lo más rentable, pero no quiero que mi dinero sea utilizado por gente que no tendría escrúpulos en traficar en cualquier cosa, comprar y vender cualquier cosa y hacer cualquier cosa con tal de conseguir beneficios.

– ¿Lo mismo que el banco? -preguntó Brunetti. Hacía varios años, cuando entró a trabajar en la questura, ella había dejado su puesto de secretaria del presidente de la Banca d'Italia por negarse a tomar al dictado una carta dirigida a un banco de Johannesburgo. Aunque era evidente que ni la misma ONU creía en sus propias sanciones, la signorina Elettra consideró necesario respetarlas, aun a costa de perder su empleo.

Ella levantó la mirada con ojos brillantes, como el caballo del ejército que acaba de oír la trompeta que ordena la carga.

– Exactamente. -Pero, si él esperaba que se explayara en el tema o hiciera comparaciones entre uno y otro caso, ella lo defraudó.

Lanzando una mirada elocuente a la puerta de Patta, dijo:

– Le está esperando.

– ¿Alguna idea?

– Ninguna.

Se representó de pronto a Brunetti un grabado de su libro de Historia de quinto curso, en el que un gladiador romano saluda al emperador antes de iniciar una batalla con un adversario que no sólo tiene una espada más larga sino que, además, le lleva por lo menos diez kilos de ventaja.

Ave atque vale -dijo sonriendo.

Morituri te salutant -respondió ella con la misma entonación con que leería un horario de trenes.

Dentro del despacho, persistía la evocación de la antigua Roma, ya que Patta estaba de perfil, mostrando su nariz auténticamente imperial. Ahora bien, cuando se volvió de cara a Brunetti, el gesto augusto se evaporó, dejando paso a un aire ligeramente porcino, debido a la tendencia de sus ojos pardos a hundirse más y más en la carne de su cara, bronceada a perpetuidad.

– ¿Deseaba usted verme, vicequestore? -preguntó Brunetti con voz neutra.

– ¿Ha perdido el juicio, comisario? -preguntó Patta a bocajarro.

«Seguro que lo hubiera perdido si, al enterarme de que algo inquieta a mi mujer, no tratara de remediarlo», dijo Brunetti, pero sólo para sí. A Patta le respondió simplemente:

– ¿A qué se refiere, señor?

– A sus propuestas para ascensos y menciones -dijo Patta descargando una palmada en la carpeta cerrada que tenía delante-. En mi vida había visto una prueba más palmaria de favoritismo y prejuicios.

Siendo como era Patta siciliano, Brunetti pensó que su superior tenía que estar muy familiarizado con lo uno y lo otro, pero sólo dijo:

– No comprendo.

– Claro que comprende. Sólo recomienda a venecianos: Vianello, Pucetti y, ¿cómo se llama el otro? -dijo bajando la cabeza y abriendo la carpeta de un manotazo. Recorrió con la mirada la primera hoja, la pasó y empezó a leer la siguiente. De pronto, golpeó el papel con un grueso índice-: Aquí está. Bonsuan. ¿Cómo vamos a ascender a un piloto de lancha, por Dios?

– Como ascenderíamos a cualquier otro agente, dándole el grado superior y el salario correspondiente.

– ¿Por qué razón? -preguntó Patta de forma retórica mirando otra vez la página-: «Por el extraordinario valor mostrado en la persecución de un criminal» -leyó recalcando las sílabas con ironía-. ¿Quiere usted ascenderlo porque persiguió a alguien con la lancha? -Patta esperó y, como Brunetti no respondiera, agregó aún con mayor sarcasmo-: Y ni siquiera pillaron a los que perseguían, ¿verdad?

Brunetti esperó unos segundos y, cuando contestó, su tono era tan sereno como alterado el de su jefe.

– No, señor. No es porque Bonsuan persiguiera a alguien con la lancha, sino porque, estando bajo el fuego de los hombres de la otra embarcación, paró la lancha y se lanzó al agua para sacar a otro agente que había sido herido.

– No era una herida grave.

– No creo que el agente Bonsuan se parara a pensar en eso cuando vio a su compañero en el agua.

– En fin, es imposible. No podemos ascender a un simple piloto.

Brunetti no dijo nada.

– Por lo que respecta a Vianello, pase -concedió Patta con evidente falta de entusiasmo. Vianello estaba en Standa a primera hora de la tarde de un sábado cuando entró en los almacenes un hombre armado con una navaja, que hizo apartarse a la cajera y empezó a sacar dinero de la caja más próxima a la puerta. El sargento, que había entrado a comprar unas gafas de sol, se agachó detrás del mostrador y, cuando el hombre iba hacia la puerta, le cerró el paso, lo desarmó y lo arrestó.

– Y de Pucetti, ni me hable -dijo Patta airadamente. Hacía seis semanas, Pucetti, gran aficionado a la bicicleta, rodaba por los montes del norte de Vicenza cuando casi lo hizo salirse de la carretera un automóvil conducido por un hombre que luego resultó estar borracho. Minutos después, Pucetti se encontró con aquel mismo coche incrustado en un árbol y empezando a arder. Pucetti consiguió sacar al conductor del asiento, no sin producirse graves quemaduras en las manos-. Aquello sucedió fuera de nuestra jurisdicción, por lo que no caben menciones -agregó, a modo de explicación, el vicequestore.

Patta apartó la carpeta y miró a Brunetti.

– Pero no le he llamado para hablar de esto -dijo.

Si Patta había leído sus otras recomendaciones, el comisario ya sabía lo que venía ahora.

– No es sólo que no recomiende para un ascenso al teniente Scarpa, sino que, además, sugiere que sea trasladado -dijo Patta, sin poder contener la indignación. Él había traído consigo a Scarpa cuando fue trasladado a Venecia hacía varios años y, desde entonces, el teniente había actuado de asistente y espía del vicequestore.

– Muy cierto.

– Eso no puedo consentirlo.

– ¿Qué es lo que no puede consentir, vicequestore, que se traslade al teniente o que yo lo sugiera?

– Ni lo uno ni lo otro.

Brunetti callaba, esperando a ver hasta dónde llegaría Patta para defender a su criatura.

– ¿Sabe usted que tengo autoridad para no dar curso a sus recomendaciones? -preguntó Patta-. A ninguna de ellas.

– Sí, señor, lo sé.

– Entonces, antes de que yo haga mis propias recomendaciones al questore, le sugiero que retire las observaciones que hace respecto al teniente. -Como Brunetti no decía nada, Patta preguntó-: ¿Me ha oído, comisario?

– Sí.

– ¿Y bien?

– Muy pocas cosas podrían hacerme cambiar mi opinión del teniente y ninguna, mis recomendaciones.

– ¿No sabe que sus recomendaciones no irán a ninguna parte? -preguntó Patta apartando hacia un lado la carpeta, para librarse del peligro de contaminación.

– Pero figurarán en su expediente -dijo Brunetti, aun sabiendo que de los expedientes desaparecían las cosas con suma facilidad.

– No sé qué objeto pueda tener eso.

– Me gusta la historia. Me gusta que quede constancia de las cosas.

– Por lo que al teniente Scarpa se refiere, lo único que hay que hacer constar es que se trata de un policía excelente y de un hombre de toda mi confianza.

– En tal caso, puede usted consignarlo así, y yo expondré mi propia opinión. Y después, como sucede siempre con la historia, los futuros lectores juzgarán quién de los dos tenía razón.

– No sé de qué habla, Brunetti, ni qué futuros lectores, ni qué historia hay que consignar. Lo que nosotros necesitamos es apoyo y confianza mutuos.

Brunetti no dijo nada a esto, ya que no quería invitar a Patta a extenderse en sus habituales tópicos sobre la defensa de la justicia y la aplicación de la ley, conceptos que Patta consideraba idénticos. Pero el vicequestore no necesitaba invitación, y dedicó varios minutos al tema, mientras Brunetti trataba de determinar qué preguntas hacer a Maurizio Lorenzoni. Fuera cual fuera el resultado de la autopsia, deseaba repasar atentamente las circunstancias del secuestro. Porque parecía lo más conveniente empezar por el sobrino, la perla de la familia.

La voz de Patta, que había subido de tono, interrumpió sus reflexiones.

– Si le aburro, dottor Brunetti, no tiene más que decírmelo, y puede marcharse.

Brunetti se puso en pie rápidamente y, con una sonrisa pero sin una sola palabra, salió del despacho de Patta.

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