Aunque Brunetti era hombre de ciudad, ya que no había vivido más que en Venecia, apreciaba los encantos de la Naturaleza como un hombre del campo. Siempre, desde niño, le había gustado la primavera, por la alegría que traían los primeros días cálidos tras los fríos interminables del invierno. Y también por el placer del retorno de los colores: el amarillo audaz de la forsitia, el púrpura del azafrán silvestre y el verde alegre de las hojas tiernas. Ahora mismo, por la ventanilla trasera del coche que avanzaba rápidamente por la autostrada en dirección al Norte, Brunetti disfrutaba contemplando estos colores. Vianello, que viajaba en el asiento del copiloto, hablaba con Pucetti del invierno insólitamente benigno que habían tenido, durante el que no se habían helado, ni destruido, las algas de la laguna, lo que significaba que éstas infestarían las playas en el verano.
Salieron de la autopista en Treviso y retrocedieron por la estatal en dirección a Roncade. Al cabo de varios kilómetros, encontraron a la derecha un indicador que apuntaba hacia la iglesia de Sant Ubaldo.
– Es por aquí, ¿verdad? -preguntó Pucetti, que había consultado el plano antes de salir de Piazzale Roma.
– Sí -contestó Vianello-, creo que está a la izquierda, a unos tres kilómetros.
– Nunca había venido por aquí -dijo Pucetti-. Es bonito esto.
Vianello asintió, pero no dijo: nada.
Al cabo de varios minutos, al volver un recodo de la estrecha carretera, avistaron a la izquierda una robusta torre de piedra. Una tapia bastante alta partía en ángulo recto de dos lados de la torre y se perdía entre los árboles de uno y otro lado que ya reverdecían.
A un golpecito de Brunetti en el hombro, Pucetti aminoró la marcha y el coche avanzó en paralelo a la tapia durante unos centenares de metros. Cuando Brunetti vio la verja, con otro golpecito, indicó a Pucetti que parase. El coche viró por el desvío de gravilla que conducía a la verja y se detuvo en perpendicular a ésta. Los tres hombres se apearon.
En el expediente del secuestro se decía que la piedra que bloqueaba la verja por el interior medía veinte centímetros de ancho en su parte más estrecha, mientras que la distancia entre barrotes, según comprobó Brunetti, era apenas mayor que la palma de la mano, no más de diez centímetros. El comisario fue hacia la izquierda siguiendo la tapia, que tenía una vez y media su altura.
– Tendrían una escalera de mano, supongo -gritó Vianello, que se había quedado delante de la verja, con los brazos en jarras, mirando hacia lo alto. Cuando Brunetti iba a contestar, oyó un coche que se acercaba por la izquierda. Era un Fiat blanco, pequeño, con dos hombres en los asientos delanteros. Al ver a Brunetti y los agentes, el conductor aminoró la marcha y ni él ni su acompañante disimularon la curiosidad ante la presencia de los hombres uniformados y el coche azul y blanco. El Fiat se alejó lentamente, mientras en sentido contrario venía otro automóvil. También éste frenó, y sus ocupantes contemplaron atentamente a los policías que estaban delante de la villa Lorenzoni.
Una escalera de mano -pensaba Brunetti- requería una furgoneta. Roberto había sido secuestrado el veintiocho de septiembre, cuando los arbustos que bordeaban la carretera todavía conservaban sus hojas otoñales y ofrecían un buen escondite para cualquier vehículo.
Brunetti volvió a la verja y se paró delante del panel de control del sistema de alarma montado en la columna de la izquierda. Sacó un papel del bolsillo, lo miró y pulsó un código de cinco cifras en la botonera del cajetín. En la parte inferior del panel se apagó la luz roja y se encendió la verde. Detrás de la columna sonó un zumbido mecánico y la verja empezó a abrirse.
– ¿Cómo lo ha averiguado? -preguntó Vianello.
– Estaba en el informe del secuestro -respondió Brunetti, no sin cierta autocomplacencia por haber tenido la idea de anotar la clave. El zumbido cesó, la verja estaba abierta de par en par.
– Es propiedad privada, ¿no, comisario? -dijo Vianello, dejando que Brunetti diera el primer paso y, con él, la orden.
– Lo es -contestó Brunetti, que cruzó la verja y empezó a subir por la avenida de grava.
Vianello indicó a Pucetti con una seña que se quedara fuera y siguió a Brunetti por la avenida. Había setos de boj a cada lado, muy tupidos, paredes verdes tras las que debían de extenderse los jardines. Al cabo de unos cincuenta metros, a uno y otro lado, se alzaban arcos de piedra, y Brunetti cruzó bajo el de la derecha. Vianello, que lo seguía a cierta distancia, lo encontró parado con las manos en los bolsillos del pantalón y los faldones del abrigo recogidos a la espalda. Estaba contemplando el terreno que tenían delante, una serie de arriates elevados, en medio de pulcros senderos de grava.
Sin decir nada, el comisario dio media vuelta, cruzó la avenida y pasó bajo el otro arco, donde volvió a pararse para mirar en derredor. Aquí se repetía meticulosamente el esquema de senderos y arriates, exacto reflejo del jardín del otro lado. Jacintos, muguete y azafrán silvestre se esponjaban al sol, dando la impresión de que también a ellos les gustaría meterse las manos en los bolsillos y echar un vistazo alrededor.
Vianello se paró al lado de Brunetti.
– ¿Sí, señor? -preguntó, sin comprender por qué Brunetti no hacía nada más que mirar las flores.
– Aquí no hay piedras, ¿eh, Vianello?
Vianello, que no había prestado mucha atención al panorama, contestó:
– No, señor. Ni una. ¿Por qué?
– Si no se ha cambiado el estilo del jardín, tuvieron que traerla los secuestradores, ¿no le parece?
– ¿Y pasarla por encima de la tapia?
Brunetti asintió.
– La policía local inspeccionó por lo menos la parte interior de la tapia. En toda su extensión. Y no encontró anomalías, ninguna señal en el suelo. -Miró a Vianello-. ¿Cuánto cree que pesaría la piedra?
– ¿Quince kilos? -estimó Vianello-. ¿Diez?
Brunetti asintió. Ninguno de los dos consideró necesario comentar las dificultades de hacer pasar algo tan pesado por encima de la tapia.
– ¿Vamos a ver la casa? -preguntó Brunetti, aunque ni él ni Vianello entendieron sus palabras como una pregunta.
Brunetti volvió a cruzar bajo el arco y Vianello lo siguió. Empezaron a subir, uno al lado del otro, por la avenida que describía una curva hacia la derecha. Delante de ellos sonaban trinos alegres de un pájaro y el aire era cálido y olía a tierra ácida.
Vianello, que andaba mirándose los pies, en el primer momento sólo advirtió las piedrecitas que le saltaban a los tobillos y el polvo que le caía en los zapatos. Fue después cuando oyó el disparo, seguido rápidamente de otro. El pequeño surtidor de piedras que saltó un metro detrás del sitio en el que había estado Vianello indicaba que, de no haberse movido el sargento, el segundo proyectil hubiera hecho blanco en él. Pero aún volaban las piedras cuando Vianello ya estaba tendido a la derecha del sendero, donde lo había derribado Brunetti, que, con el impulso que llevaba, aún recorrió unos metros más allá del caído.
Maquinalmente, Vianello se puso en cuclillas y, agachado, corrió hacia el seto. La tupida pared de ramas no procuraba un escondite, sólo un fondo oscuro sobre el que su uniforme azul se destacaba menos que sobre la grava blanca.
Sonó otro disparo, y otro.
– Aquí detrás, Vianello -gritó Brunetti y, sin detenerse a mirar dónde podía estar su jefe, Vianello corrió hacia la voz, doblando el cuerpo, con la vista nublada por el miedo. De pronto, una mano le dio un fuerte tirón del brazo izquierdo. El sargento vio un hueco en el seto y se precipitó por él como una foca que sale del agua, sin poder hacer nada más que arrastrarse, en aquel momento de pánico.
Su frenético avance quedó frenado por algo duro: las rodillas de Brunetti. El sargento se apartó rodando, se puso de pie torpemente y sacó el revólver. Le temblaba la mano.
Brunetti estaba frente a él, con el revólver en la mano, junto a un pequeño hueco que había dejado en el seto la eliminación de uno de los arbustos. Se apartó del hueco.
– ¿Está bien, Vianello? -preguntó.
– Sí -fue todo lo que pudo decir el sargento. Y luego-: Gracias, comisario.
Brunetti asintió, se agachó y asomó un instante la cabeza fuera de la pantalla protectora de las ramas de los árboles.
– ¿Puede ver algo? -preguntó Vianello.
Brunetti lanzó un doble gruñido negativo. A su espalda, desde la verja, vibró en el aire el agudo balido en dos tonos de la sirena de la policía. Los dos hombres volvieron la cabeza tendiendo el oído para descubrir si se acercaba, pero el sonido parecía permanecer estático. Brunetti se irguió.
– ¿Pucetti? -preguntó Vianello, considerando poco probable que la policía local pudiera haber llegado tan pronto.
Durante un momento, Brunetti pensó en dirigirse hacia la casa, en busca del que había disparado contra ellos, pero el sonido de la sirena le hizo recobrar el sentido de la prudencia.
– Regresemos -dijo volviéndose hacia la entrada y retrocediendo por el sendero que discurría entre los arriates elevados-. Seguramente, Pucetti habrá pedido refuerzos.
Se mantenían pegados al seto, del que no se apartaron ni cuando éste, en un brusco viraje hacia la izquierda, dejaba de estar en la línea de fuego. Ninguno de los dos se atrevía a pisar el sendero de grava. Sólo cuando estuvieron a la vista de la tapia, Brunetti se sintió lo bastante seguro como para abrirse paso, no sin dificultades, por entre las tupidas ramas y salir al sendero.
La verja estaba cerrada, pero ahora el coche de la policía estaba atravesado ante ella, bloqueándola.
Cuando estuvieron a varios metros de la verja, Brunetti gritó, dominando con la voz el persistente aullido de la sirena:
– ¿Pucetti?
Detrás del coche sonó una voz en respuesta a su llamada, pero no se veía al joven policía.
– ¿Pucetti? -volvió a gritar Brunetti.
– Muéstreme el arma, comisario -dijo Pucetti desde detrás del coche.
Brunetti comprendió, e inmediatamente levantó la mano, para demostrar que aún empuñaba el revólver.
Pucetti, al comprobarlo, salió de detrás del coche, con su propia arma en la mano, pero apuntando al suelo. Metió la mano por la ventanilla del coche y la sirena enmudeció. En el repentino silencio, el agente dijo:
– Quería asegurarme, comisario.
– Bien hecho -respondió Brunetti, preguntándose si a él se le hubiera ocurrido prevenir la eventualidad de una toma de rehenes-. ¿Ha llamado a la policía local?
– Sí, señor. Hay un puesto de carabinieri a la entrada de Treviso. No tardarán. ¿Qué ha pasado?
– Han empezado a dispararnos cuando íbamos por la avenida.
– ¿Han visto quiénes eran? -preguntó Pucetti.
Brunetti movió negativamente la cabeza y Vianello dijo:
– No.
La siguiente pregunta del joven oficial quedó cortada por el sonido de otra sirena, ésta procedente de Treviso.
Brunetti, alzando la voz, cantó los números de la clave de la verja a Pucetti, que fue pulsándolos. La verja empezó a abrirse y, antes de que Brunetti pudiera sugerirlo, Pucetti subió al coche, hizo marcha atrás y lo situó de través en medio de las puertas, rozando una de ellas con el parachoques delantero y dejando al otro lado espacio suficiente para que se pudiera pasar.
En el jeep que paró detrás del coche venían dos carabinieri. El conductor bajó el cristal de su ventanilla.
– ¿Qué ocurre? -inquirió, dirigiendo la pregunta a los tres hombres. Era un individuo de cara angulosa y cetrina que hablaba en un tono de voz tranquilo, como si fuera perfectamente normal recibir el aviso de que alguien disparaba contra la policía.
– Alguien ha empezado a disparar desde ahí arriba -explicó Brunetti.
– ¿Saben quiénes son ustedes? -preguntó el carabiniere. Ahora se percibía más claramente el acento. Sardo. Quizá estaba acostumbrado a recibir esta clase de llamadas. No hizo ademán de bajar del coche.
– No -contestó Vianello-. ¿Es que eso cambia las cosas?
– Han tenido tres robos. Y luego el secuestro. Por eso, al ver a alguien subir por la avenida, es lógico que dispararan. Es lo que haría yo.
– ¿Contra esto? -dijo Vianello dándose una palmada en el uniforme con un ademán un tanto melodramático.
– Contra eso -replicó el carabiniere señalando el revólver que Brunetti aún tenía en la mano.
Ahora intervino el comisario.
– Lo cierto es que nos han disparado, agente. -Tuvo que morderse la lengua para no decir más.
Por toda respuesta, el carabiniere retiró la cabeza de la ventanilla, subió el cristal y sacó un teléfono móvil. Brunetti le vio marcar un número mientras, a su espalda, Pucetti suspiraba:
– Gesù bambino.
Después de una breve conversación, el carabiniere tecleó otro número. Esperó un momento, estuvo hablando un rato, luego escuchó, asintió dos veces, pulsó otro botón y se inclinó hacia adelante para dejar el teléfono en el salpicadero. Después bajó el cristal.
– Ya pueden entrar -dijo señalando la verja con la barbilla.
– ¿Qué? -hizo Vianello.
– Ya pueden entrar. Les he llamado, he dicho quiénes eran y me han dicho que pueden entrar.
– ¿Con quién ha hablado? -preguntó Brunetti.
– Con el sobrino, ¿cómo se llama?
– Maurizio -dijo Brunetti.
– Sí. Está dentro y me ha dicho que ahora que sabe quiénes son no les disparará. -Como ninguno de ellos se movía, el carabiniere instó-: Adelante, no hay peligro. No volverán a disparar.
Brunetti y Vianello se miraron, y el comisario indicó a Pucetti con una seña que se quedara junto al coche. Sin decir nada al carabiniere, los dos hombres volvieron a cruzar la verja y a subir por la avenida de grava. Esta vez, mientras caminaban, Vianello iba mirando hacia uno y otro lado.
Los dos hombres se alejaron por la avenida en silencio.
Por el recodo que tenían delante apareció un hombre, en el que Brunetti reconoció a Maurizio, el sobrino. No llevaba ninguna arma.
La distancia entre los tres hombres fue reduciéndose.
– ¿Por qué no han avisado? -gritó Maurizio cuando estaban todavía a unos diez metros-. Nunca había visto cosa tan estúpida. Fuerzan la verja y se meten por la avenida. Tienen suerte de que ninguno esté herido.
Brunetti tenía un oído infalible para detectar las bravatas.
– ¿De ese modo recibe a todas sus visitas, signor Lorenzoni?
– A las que revientan la verja, sí.
– No se ha reventado nada -dijo Brunetti.
– La clave, sí -replicó Maurizio-. Sólo la sabe la familia. Y los que se colaron en la casa.
– Además de los que se llevaron a Roberto -agregó Brunetti en tono coloquial.
Maurizio no tuvo tiempo de disimular su asombro.
– ¿Qué? -inquirió.
– Creo que ya me ha oído, signore. Los hombres que secuestraron a Roberto.
– No sé qué quiere decir -dijo Lorenzoni.
– La piedra -explicó Brunetti.
– No sé de qué habla.
– La piedra que bloqueaba la verja. Pesaba más de diez kilos.
– Sigo sin entenderle.
En lugar de explicárselo, Brunetti preguntó con naturalidad:
– ¿Tiene permiso para portar revólver, signor Lorenzoni?
– Claro que no -dijo el joven sin tratar de disimular su creciente indignación-. Pero tengo licencia de caza.
Brunetti comprendió que eso explicaba la rociada de piedras que había saltado a los pies de Vianello.
– ¿Así que utilizó una escopeta de caza? Para disparar a personas.
– Han sido disparos de advertencia -puntualizó Maurizio-. Nadie está herido. Además, todo el mundo tiene derecho a defender su propiedad.
– ¿Es propiedad suya la villa? -preguntó Brunetti con átona cortesía.
Observó cómo Lorenzoni se tragaba una respuesta áspera. Cuando al fin habló fue sólo para decir:
– Es propiedad de mi tío. Usted lo sabe.
A su espalda, en la verja, se oyó el ronquido de un motor al arrancar y el sonido de un vehículo que se alejaba: el carabiniere, cansado de esperar, dejaba gustoso el asunto en manos de la policía de Venecia.
La pausa dio tiempo a Lorenzoni para recuperar el aplomo.
– ¿Cómo han entrado? -preguntó a Brunetti.
– Con la clave. Estaba en el informe del secuestro de su primo.
– No tienen derecho a entrar aquí sin una orden judicial.
– Ese trámite suele aplicarse únicamente cuando la policía persigue a un sospechoso con métodos ilegales, signor Lorenzoni. Aquí no veo a ningún sospechoso. ¿Usted sí? -La sonrisa de Brunetti era perfectamente natural-. Supongo que su escopeta estará inscrita en el registro de la policía local y que su licencia de caza estará al día.
– No creo que eso sea asunto suyo -replicó Lorenzoni.
– No me gusta que me disparen, signor Lorenzoni.
– Yo no le he disparado, ya le he dicho que eran disparos de advertencia.
Durante la conversación, Brunetti había estado pensando cuál sería la inevitable reacción de Patta si se enteraba de que su comisario había sido sorprendido entrando ilegalmente en la propiedad de un empresario rico e influyente.
– Quizá la razón no esté de parte de ninguno de los dos, signor Lorenzoni -dijo finalmente.
Era evidente que Lorenzoni no sabía si tomar estas palabras como una disculpa. Brunetti miró a Vianello.
– ¿Qué dice usted, sargento? ¿Se le ha pasado el susto?
Pero entonces, adelantándose a la respuesta del sargento, Lorenzoni dio un paso adelante y puso la mano en el antebrazo de Brunetti. Su sonrisa le hacía parecer mucho más joven.
– Lo siento, comisario. Estaba solo en la casa y cuando se ha abierto la verja me he asustado.
– ¿No ha pensado que podía ser alguien de la familia?
– Mi tío, no, porque me había llamado desde Venecia hacía veinte minutos. Y es el único que conoce la clave. -Dejó caer la mano, retrocedió un paso y dijo-: Y tenía muy presente lo que le ocurrió a Roberto. Pensé que habían vuelto y que esta vez venían a por mí.
El miedo tiene su lógica, esto lo sabía Brunetti, por lo que era posible que el joven dijera la verdad.
– Sentimos haberle asustado, signor Lorenzoni -dijo-. Hemos venido a echar un vistazo al lugar en el que ocurrió el secuestro. -Vianello, interpretando la actitud de Brunetti, rubricó sus palabras moviendo la cabeza de arriba abajo con vehemencia.
– ¿Por qué? -preguntó Lorenzoni.
– Para ver si algo se les había pasado por alto.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, el hecho de que ha habido tres robos en la casa. -Como Lorenzoni no hacía ningún comentario, Brunetti preguntó-: ¿Cuándo ocurrieron, antes o después del secuestro?
– Uno fue antes. Los otros dos, después. Del último hace sólo dos meses.
– ¿Qué robaron?
– La primera vez, sólo cubiertos de plata del comedor. Uno de los jardineros vio una luz y entró a ver qué pasaba. Saltaron la tapia.
– ¿Y las otras dos veces? -preguntó Brunetti.
– La segunda fue durante el secuestro. Es decir, después de que desapareciera Roberto, pero antes de que dejaran de llegar las peticiones de rescate. Nosotros estábamos todos en Venecia. Los ladrones debieron de entrar saltando la tapia y esta vez se llevaron varios cuadros. Hay una caja fuerte en el suelo de uno de los dormitorios, pero no la encontraron. Por eso dudo de que fueran profesionales. Probablemente, drogadictos.
– ¿Y la tercera vez?
– Ocurrió hace dos meses. Estábamos aquí todos, mis tíos y yo. Me desperté en plena noche, no sé por qué, quizá había oído algo. Salí a la escalera y oí moverse a alguien en la planta baja. Bajé al estudio de mi tío y saqué la escopeta.
– ¿La misma que ha usado hoy? -preguntó Brunetti.
– Sí. No estaba cargada, pero entonces yo no lo sabía. -Lorenzoni sonrió un poco cohibido al confesarlo y prosiguió-: Fui a lo alto de la escalera, encendí las luces de la planta baja y les grité. Luego bajé la escalera apuntando con la escopeta.
– Fue usted muy valiente -dijo Brunetti con sinceridad.
– Creí que la escopeta estaba cargada.
– ¿Qué pasó?
– Nada. Cuando llegué a la mitad de la escalera, oí un portazo y luego ruidos en el jardín.
– ¿Qué clase de ruidos?
Lorenzoni fue a contestar, se contuvo un momento y dijo:
– No sé. Estaba tan asustado que no tenía ni idea de lo que oí. -Como ni Brunetti ni Vianello denotaran sorpresa, agregó-: Tuve que sentarme en la escalera, de lo asustado que estaba.
La sonrisa de Brunetti era comprensiva.
– Menos mal que no sabía que la escopeta no estaba cargada.
Lorenzoni parecía no saber cómo interpretar estas palabras hasta que Brunetti le puso una mano en el hombro y dijo:
– No son muchos los que hubieran tenido el valor de bajar por esa escalera, puede creerme.
– Mis tíos han sido muy buenos conmigo -dijo Lorenzoni a modo de explicación.
– ¿Llegó a saberse quién había sido? -preguntó Brunetti.
Lorenzoni movió la cabeza negativamente.
– No. Vinieron los carabinieri e inspeccionaron el terreno, hasta sacaron moldes de escayola de unas huellas de pisadas que encontraron al pie de la tapia. Pero ya saben lo que ocurre en estos casos -suspiró-. No hay nada que hacer. -Como si de repente hubiera recordado con quién estaba hablando, agregó-: No quería decir eso.
Brunetti, que pensaba que sí lo había querido decir, desestimó la observación con un ademán y preguntó:
– ¿Qué le ha hecho pensar que nosotros podíamos ser los secuestradores que volvían?
Mientras hablaban, Lorenzoni los llevaba lentamente hacia la casa. Cuando doblaron el último recodo de la avenida, apareció de pronto el edificio, una estructura central de tres plantas con dos alas más bajas que se extendían a cada lado. Los bloques de piedra utilizados en su construcción tenían un suave resplandor rosado a los débiles rayos del sol. La luz de la tarde se reflejaba en las ventanas altas.
Recordando de pronto su condición de anfitrión, Lorenzoni preguntó:
– ¿Desean tomar algo?
Por el rabillo del ojo, Brunetti observó el mal disimulado asombro de Vianello. Primero trata de matarnos y ahora nos ofrece una copa.
– Es muy amable, pero no. Lo que me gustaría es que me dijera todo lo que pueda de su primo.
– ¿De Roberto?
– Sí.
– ¿Qué quiere que le diga?
– Qué clase de persona era. Qué clase de bromas le gustaban. Qué clase de trabajo hacía para la empresa. Esas cosas.
Aunque la serie de preguntas parecía un tanto heterogénea, incluso para el mismo Brunetti, Lorenzoni no pareció sorprendido.
– Era… -empezó-. No sé cómo decirlo para que suene bien. No era ni mucho menos una persona complicada.
Se interrumpió. Brunetti esperaba, curioso por descubrir qué otros eufemismos utilizaría el joven.
– Era útil a la empresa porque presentaba siempre una bella figura, por lo que mi tío podía enviarlo para que representara a la empresa en cualquier parte.
– ¿En negociaciones? -preguntó Brunetti.
– Oh, no -respondió Lorenzoni rápidamente-. Lo suyo eran los actos de sociedad, como llevar a los clientes a cenar o enseñarles la ciudad.
– ¿Qué otras cosas hacía?
Lorenzoni reflexionó unos instantes.
– Mi tío lo enviaba a entregar documentos importantes. Por ejemplo, cuando quería asegurarse de que un contrato llegaba a su destino rápidamente, lo llevaba Roberto.
– ¿Y luego pasaba varios días allí donde fuera?
– Sí, a veces -respondió Lorenzoni.
– ¿Iba a la universidad?
– Se matriculó en la facoltà de Economía Commerciale.
– ¿Dónde?
– Aquí, en Cà Foscari.
– ¿Cuánto tiempo llevaba matriculado?
– Tres años.
– ¿Cuántas asignaturas había aprobado?
La verdad, si Lorenzoni la sabía, no salió de sus labios.
– No lo sé. -Con esta última pregunta, Brunetti había roto cualquier sintonía que pudiera haber establecido su reacción a las palabras con que el joven había confesado su miedo-. ¿Por qué quiere saber todo esto? -preguntó.
– Deseo hacerme una idea de la clase de persona que era Roberto -respondió Brunetti con absoluta sinceridad.
– ¿Y eso qué puede importar? Después de tanto tiempo.
Brunetti se encogió de hombros.
– No sé si puede importar o no. Pero, si tengo que pasar meses de mi vida investigando el caso, es natural que quiera saber algo de él.
– ¿Meses?
– Sí.
– ¿Es que volverá a abrirse la investigación del secuestro?
– Ya no es sólo secuestro. Es asesinato.
El joven hizo una mueca al oír la palabra, pero no dijo nada.
– ¿Se le ocurre algo más que pueda ser importante?
Lorenzoni movió la cabeza negativamente y se volvió hacia la escalinata que subía a la puerta de la casa.
– ¿Algo sobre la forma en que se comportaba poco antes de ser secuestrado?
De nuevo Lorenzoni meneó la cabeza, pero luego se paró y volvió hacia Brunetti.
– Me parece que estaba enfermo.
– ¿Por qué lo dice?
– Siempre se quejaba de cansancio y de que no se encontraba bien. Creo que tenía algo de vientre, diarrea. Y había adelgazado.
– ¿No decía nada más sobre su salud?
– No, nada. Pero es que en los últimos años Roberto y yo no estábamos muy unidos.
– ¿Desde que empezó usted a trabajar en la empresa?
La mirada de Lorenzoni estaba tan desprovista de cordialidad como de sorpresa.
– ¿Qué quiere decir?
– A mí me parecería perfectamente natural que la presencia de usted en la empresa lo molestara, sobre todo si su tío valoraba su trabajo o mostraba confianza en su criterio.
Brunetti esperaba que Lorenzoni hiciera algún comentario, pero el joven lo sorprendió dando media vuelta y empezando a subir en silencio los tres anchos escalones que conducían a la casa. Brunetti le gritó mientras se alejaba:
– ¿Existe alguna otra persona que pueda hablarme de él?
En lo alto de los escalones, Lorenzoni se volvió hacia los dos hombres.
– No. Nadie lo conocía. Nadie puede ayudarle. -Se volvió de nuevo hacia la casa, entró y cerró la puerta.