– Pero, ¿qué puede importar que reciba su castigo o no? -preguntó Paola tres noches después, cuando la frenética voracidad de la prensa que siguió al arresto del conde empezaba a remitir-. Su hijo ha muerto. Su sobrino ha muerto. Su mujer sabe que los mató él. Su reputación está destrozada. Es viejo y morirá en la cárcel. -Estaba sentada al borde de la cama, con un albornoz viejo de Brunetti y, encima, una gruesa chaqueta de punto-. ¿Qué más quieres que le pase?
Brunetti leía en la cama, con las mantas subidas hasta el pecho, cuando ella le entró un tazón de té con mucha miel. Al dárselo movió la cabeza de arriba abajo, dándole a entender que no había olvidado echarle zumo de limón y un chorro de coñac, y se sentó a su lado.
Mientras él tomaba el primer sorbo de la infusión, Paola apartó los periódicos que estaban en el suelo, al lado de la cama. El conde la miraba desde la página cuatro, adonde había sido postergada por un asesinato de la Mafia ocurrido en Palermo, el primero en varias semanas. Desde el arresto del conde, Brunetti no había hablado de él, y Paola había respetado su silencio. Pero ahora consideraba que había llegado el momento de hacerle hablar, no porque a ella le gustara el tema de un padre que hace matar a su hijo, sino porque en otras ocasiones había podido comprobar que hablar del caso ayudaba a Brunetti a superar la frustración que le producía su desenlace.
Le preguntó qué creía que le ocurriría al conde y, mientras él le explicaba las maniobras de los abogados -que ya eran tres- y lo que creía que ocurriría a continuación, ella, de vez en cuando, le quitaba la taza de la mano y tomaba un sorbo de té. Brunetti no podía ocultar -y menos a Paola- su disgusto por la casi total certeza de que los dos asesinatos quedarían impunes y Lorenzoni sería acusado únicamente de transporte de sustancias prohibidas, porque ahora el conde afirmaba que era Maurizio quien había planeado el secuestro.
Ya se habían movilizado las fuerzas de la prensa pagada, y todas las primeras planas del país, para no hablar de lo que en Italia pasa por comentarios editoriales, peroraban sobre el triste destino de este noble, de este hombre noble, tan cruelmente engañado por una persona de su propia sangre, pues qué mayor desgracia puede afligir a una persona que la de haber alimentado en el seno de la familia durante más de una década a una víbora semejante que, revolviéndose, le había saltado al corazón. Y, poco a poco, la opinión popular fue doblegándose ante el vendaval de palabras y la noción de tráfico en armamento nuclear fue diluyéndose en el caudal de eufemismos que lo transmutaban en «tráfico en sustancias ilegales», como si las letales bolitas, que eran lo bastante potentes como para borrar del mapa toda una ciudad, pudieran equipararse al caviar iraní o a las figuritas de marfil. Un equipo provisto de contadores Geiger exploró la tumba provisional de Roberto, pero no se encontraron vestigios de contaminación.
Los libros y archivos de las empresas Lorenzoni fueron embargados y un equipo de contables e informáticos de la policía los examinaron durante varios días, a fin de localizar la expedición que había llevado el contenido de la maleta hasta el cliente que el conde aún decía no poder identificar. La única consignación sospechosa era la de diez mil jeringuillas de plástico que habían sido enviadas por barco de Venecia a Estambul dos semanas antes de la desaparición de Roberto. La policía turca informó de que en los archivos de la empresa destinataria de Estambul constaba que las jeringuillas habían sido expedidas por carretera a Teherán, donde se perdía la pista.
– Lo hizo él -insistió Brunetti con la misma vehemencia en la voz y el sentimiento que tenía días atrás, cuando llevó al conde a la questura. Ya entonces, desde el primer momento, había estado en desventaja, porque el conde solicitó que la policía enviara una lancha: los Lorenzoni no van andando a ningún sitio, ni siquiera a la cárcel. Cuando Brunetti se negó, el conde optó por llamar a un barco taxi, y él y el policía que lo había arrestado llegaron a la questura media hora después. Allí encontraron ya a la prensa aguardándolos. Nadie consiguió descubrir quién había dado el aviso.
Desde el principio, el caso había sido presentado apelando a la compasión, trufado de aquella sensiblería que tanto detestaba Brunetti en sus compatriotas. Al mágico conjuro de la emoción barata, aparecieron fotos: Roberto en la fiesta de sus dieciocho años, sentado al lado de su padre, rodeándole los hombros con el brazo; una foto de la condesa tomada hacía décadas, bailando con su marido, los dos muy guapos, con el esplendor de la juventud y la riqueza; hasta el pobre Maurizio salía en el periódico, andando por la Riva degli Schiavoni tres elocuentes pasos detrás de su primo Roberto.
Frasetti y Mascarini se presentaron en la questura dos días después del arresto de Lorenzoni, acompañados por dos de los abogados del conde. Sí, fue Maurizio quien los contrató; fue Maurizio quien planeó el secuestro y les dio las instrucciones. Insistieron en que Roberto había muerto de causas naturales; fue Maurizio quien les ordenó que dispararan contra su primo muerto, para falsear la causa de la muerte. Y los dos exigieron que se les hiciera un reconocimiento médico completo, para determinar si se habían contaminado durante el tiempo pasado con su víctima. Los resultados fueron negativos.
– Lo hizo él -repitió Brunetti recuperando el tazón y apurando el té. Se volvió para dejarlo en la mesita de noche, pero Paola se lo quitó y lo sostuvo entre las manos para aprovechar su calor.
– Pues lo meterán en la cárcel -dijo Paola.
– Eso es lo que menos me importa.
– ¿Qué es lo que te importa entonces?
Brunetti se hundió un poco en la cama y se subió la ropa hacia la barbilla.
– ¿Te reirás si te digo que lo que me importa es la verdad? -preguntó.
Ella movió la cabeza negativamente.
– Claro que no me río. Pero, ¿servirá de algo?
Él le quitó la taza, la dejó en la mesita de noche y le tomó las manos.
– A mí, sí, creo.
– ¿Por qué? -preguntó ella, aunque probablemente ya lo sabía.
– Porque detesto ver a esa clase de gente, a la gente como él, que pasan por la vida sin tener que pagar por lo que hacen.
– ¿No te parece que la muerte de su hijo y de su sobrino es ya un precio lo bastante alto?
– Paola, él envió a esos hombres a matar al muchacho, a secuestrarlo y luego matarlo. Y mató a su sobrino a sangre fría.
– Eso no lo sabes.
– No puedo probarlo, ni podré. -Movió la cabeza tristemente-. Pero me consta como si hubiera estado allí. -Paola no dijo nada y la conversación cesó durante un minuto. Finalmente, Brunetti dijo-: El muchacho se iba a morir de todos modos, sí. Pero piensa por lo que tuvo que pasar al final, el miedo, el no saber qué iba a ser de él. Esto no podré perdonárselo.
– No eres tú quien debe perdonar, ¿verdad, Guido? -preguntó ella, pero su voz era suave.
Él sonrió y denegó con la cabeza.
– No; no soy yo. Pero ya sabes lo que quiero decir. -Como Paola no respondiera, preguntó-: ¿O no lo sabes?
Ella asintió y le oprimió la mano.
– Sí -dijo, y otra vez-: Sí.
– ¿Qué harías tú? -preguntó él de pronto.
Paola le soltó la mano y retiró un mechón de pelo que le caía sobre los ojos.
– ¿Quieres decir si yo fuera el juez? ¿O la madre de Roberto? ¿O si fuera tú?
Él volvió a sonreír:
– Me parece que con eso me has dicho que no le dé más vueltas, ¿verdad?
Paola se puso en pie y se agachó a recoger los periódicos, que fue doblando y amontonando. Luego se volvió hacia la cama:
– Últimamente, he pensado mucho en la Biblia -dijo, con lo que sorprendió a Brunetti, que sabía que su mujer no tenía nada de religiosa-. Eso de ojo por ojo. -Él asintió y Paola prosiguió-: Antes me parecía una de las peores cosas que había dicho aquel dios adusto, vengativo y sanguinario. -Se abrazó a los periódicos y desvió la mirada, buscando la manera de continuar. Luego volvió a mirar a su marido-: Pero ahora se me ocurre que quizá nos exhorte a todo lo contrario, que esté diciéndonos que hay un límite; que si perdemos un ojo no pidamos más que un ojo, y que si un diente, un diente, no una mano ni -aquí hizo una pausa- un corazón. -Volvió a sonreír, se agachó y le dio un beso en la mejilla haciendo crujir los diarios.
Al enderezarse dijo:
– Voy a atarlos. ¿El cordel está en la cocina?
– Sí.
Ella asintió y salió de la habitación.
Brunetti se puso las gafas y siguió leyendo a Cicerón. Más de una hora después, sonó el teléfono, pero alguien contestó antes de que pudiera hacerlo él.
Esperó un minuto, pero Paola no lo llamó. Volvió a la lectura; no tenía ganas de hablar por teléfono con nadie.
A los pocos minutos entró Paola en el dormitorio.
– Guido, era Vianello -dijo.
Brunetti dejó el libro abierto cara abajo en la cama y miró a su mujer por encima de las gafas.
– ¿Qué hay?
– La condesa Lorenzoni -empezó Paola, que calló y cerró los ojos.
– ¿Qué?
– Se ha ahorcado.
Sin pensar en lo que decía, Brunetti suspiró:
– Ay, ese pobre hombre.