Brunetti hubiera podido redactar por adelantado el guión del comunicado de Patta de aquella mañana: sus lúgubres comentarios sobre la doble tragedia que afligía a tan noble familia, la profanación de los más sagrados principios de humanidad, la degradación del tejido de la sociedad cristiana, etcétera, sin omitir reflexiones sobre los cambios que convulsionan hogares y familias. Todo ello, con la flatulenta grandilocuencia del vicequestore y la estudiada naturalidad de cada gesto. Incluso hubiera podido señalar entre paréntesis dónde marcaría pausas y se cubriría los ojos con la mano, al referirse a este crimen sin nombre.
También sabía de antemano cuáles serían los titulares que se colgarían de los quioscos de la ciudad: Delitto in famiglia, Caino e Abèle, Figlio addotivo assassino. Para ahorrarse unos y otros excesos, Brunetti llamó a la questura para avisar de que no iría hasta después del almuerzo y no miró los diarios que Paola había subido mientras él aún dormía. Intuyendo que su marido no querría seguir hablando de los Lorenzoni, ella se abstuvo de referirse al tema y se fue a Rialto a comprar pescado. Brunetti, al verse solo y sin nada que hacer por primera vez en lo que parecían varias semanas, decidió imponer en sus libros el orden que, evidentemente, era incapaz de imponer en los acontecimientos, se fue a la sala y se quedó mirando la estantería que llegaba hasta el techo. Años atrás, se había hecho una clasificación por lenguas y, cuando ésta se rompió, Brunetti trató de introducir el orden cronológico. Pero la curiosidad de los niños no tardó en desbaratarlo, y ahora Petronio estaba al lado de san Juan Crisóstomo y Abelardo compartía anaquel con Emily Dickinson. Después de contemplar las hileras de lomos, sacó primero un libro, luego dos más, y otros dos. Pero, de repente, perdió todo interés por la tarea y dejó los cinco libros juntos en un hueco del estante inferior.
Sacó entonces De la vida recta de Cicerón y buscó el pasaje de los deberes, donde Cicerón habla de las distintas categorías de rectitud moral. La primera es la facultad de distinguir lo verdadero de lo falso y comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias. La segunda es la fortaleza para dominar las pasiones. Y la tercera, la capacidad para obrar con consideración y comprensión en nuestras relaciones con los demás.
Cerró el libro y volvió a ponerlo en el lugar que le había caído en suerte por el capricho de la familia Brunetti: John Donne a la derecha y Karl Marx a la izquierda.
– Comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias -recitó, sobresaltándose con el sonido de su propia voz. Entró en la cocina, escribió una nota para Paola y salió del apartamento en dirección a la questura.
Cuando llegó, mucho después de las once, la prensa ya había estado allí y se había marchado, lo que, por lo menos, le libró de tener que escuchar las declaraciones de Patta. Subió a su despacho por la escalera posterior, cerró la puerta y se sentó a su mesa. Abrió el expediente Lorenzoni y lo leyó página a página. Empezando por el secuestro, ocurrido dos años antes, hizo una lista completa de todas las cosas que sabía, ordenadas cronológicamente, que llenaron cuatro hojas y terminaban con la muerte de Maurizio.
Extendió los papeles ante sí, cartas del tarot con el signo de la muerte. «Distinguir lo verdadero de lo falso. Comprender la relación entre uno y otro fenómeno, sus causas y consecuencias.» Si Maurizio había sido el cerebro del secuestro, todos los fenómenos quedaban explicados, las relaciones y consecuencias, claras. El afán de dinero y de poder, quizá, incluso, los celos, podían haberle impulsado a tramar el secuestro. Ello habría acarreado la intentona contra su tío. Y, finalmente, habría provocado su propia muerte violenta, la sangre en la chaqueta y la masa encefálica en las cortinas de Fortuny.
Pero, si Maurizio no era el culpable, no había relación entre los fenómenos. Un tío podía matar a su sobrino, pero un padre no mataría a su hijo, no a sangre fría.
Brunetti levantó la cabeza y miró fijamente por la ventana de su despacho. En un platillo de la balanza estaba su vaga impresión de que Maurizio era incapaz de matar o hacer matar. En el otro platillo, la hipótesis de que el conde Ludovico hubiera matado a su sobrino deliberadamente, que, si era cierta, implicaba que el conde era también el asesino de su propio hijo.
Brunetti se había equivocado más de una vez al juzgar a las personas y sus motivos. ¿No acababa de engañarse con su propio suegro? Había aceptado sin reservas la idea de que su mujer era infeliz, de que su matrimonio peligraba, cuando tenía la verdad al alcance de la mano. Había bastado una simple pregunta y la franca expresión de amor de Paola.
Por vueltas que diera a los hechos y posibilidades, pasándolos de uno a otro platillo de la terrible balanza, el peso de la lógica siempre caía del lado de la culpabilidad de Maurizio. Y, no obstante, Brunetti dudaba.
Recordó cómo Paola se reía de su resistencia a desprenderse de ciertas prendas de vestir -una chaqueta, un jersey, incluso unos calcetines- que él encontraba especialmente cómodas. Era una actitud que nada tenía que ver con el afán de ahorrar ni con la aversión a sustituir la prenda vieja sino a su convicción de que la nueva no podría ser tan cómoda ni tan agradable como la vieja. Así también, su inquietud de ahora, bien lo sabía, se debía a la misma resistencia a desechar lo más cómodo en favor de lo nuevo.
Recogió sus papeles y bajó al despacho de Patta, para hacer una última tentativa, que resultó tan vana como era de esperar: Patta rechazó de plano «la insinuación delirante y ofensiva» de que el conde pudiera estar implicado en los hechos. Y faltó muy poco para que exigiera a su subordinado que pidiera perdón al conde; ya que Brunetti, al fin y al cabo, sólo estaba especulando, pero hasta la especulación era un ultraje para el profundo atavismo que dominaba a Patta, que a duras penas consiguió reprimir la indignación, aunque no reprimió el impulso de pedir a Brunetti que se fuera.
De nuevo en su despacho, Brunetti metió las cuatro hojas en una carpeta que guardó en el cajón en el que solía apoyar los pies. Después de cerrar el cajón de un puntapié, abrió una carpeta que le habían dejado en la mesa mientras estaba con Patta: los motores de cuatro embarcaciones habían sido robados mientras sus dueños cenaban en la trattoria de la isleta de Vignole.
El teléfono le ahorró tener que contemplar la trivialidad del informe.
– Ciao, Guido -lo saludó la voz de su hermano-. Acabamos de regresar.
– Pero, ¿no ibais a quedaros más días?
Sergio se rió.
– Sí, pero como los de Nueva Zelanda se marcharon nada más leer su trabajo, yo decidí hacer otro tanto.
– ¿Cómo te ha ido?
– Si me prometes no reírte de mí, te diré que ha sido un gran éxito.
Realmente, el momento lo es todo. Si esta llamada hubiera llegado cualquier otra tarde, o incluso si le hubiera despertado a las tres de la madrugada, Brunetti hubiera estado encantado de escuchar el relato de las jornadas de su hermano en Roma y muy interesado en sus explicaciones sobre su trabajo y la acogida que había tenido. Pero ahora, mientras Sergio hablaba de roentgens y de residuos de esto y lo otro, Brunetti leía los números de serie de cuatro motores fuera bordo. Sergio hablaba de daños en el hígado y Brunetti observaba una gama de potencias de cinco a quince caballos. Sergio repetía la pregunta que alguien había hecho sobre el bazo, y Brunetti se enteraba de que sólo uno de los motores estaba asegurado contra robo y únicamente por la mitad de su valor.
– Guido, ¿me escuchas? -preguntó Sergio.
– Sí, sí, desde luego -aseguró Brunetti con un énfasis innecesario-. Me parece muy interesante.
Sergio se rió, pero resistió el impulso de pedir a su hermano que repitiera las dos últimas frases que había oído. Lo que hizo fue preguntar:
– ¿Cómo están Paola y los niños?
– Todos bien.
– ¿Raffi todavía sale con esa chica?
– Sí; a todos nos gusta mucho.
– Pronto le tocará el turno a Chiara.
– ¿Para qué? -preguntó Brunetti, sin comprender.
– Tener novio.
Sí, claro. Brunetti no sabía qué decir. El silencio se prolongaba.
– ¿Por qué no venís todos a cenar a casa el viernes?
Brunetti se dispuso a aceptar, pero rectificó:
– Se lo preguntaré a Paola y veremos si los chicos han hecho algún plan.
Con una repentina seriedad en la voz, Sergio dijo:
– Quién había de imaginar que veríamos este día, ¿eh, Guido?
– ¿Ver qué día?
– El día en que para todo hay que consultar con la mujer y preguntar a los hijos si tienen otros planes. Nos hacemos viejos, Guido.
– Sí, seguramente. -Aparte de Paola, Sergio era la única persona a quien podía hacer esta pregunta-: ¿Eso te molesta?
– No sé si importa mucho que me moleste o no. Es algo que no podemos parar. Pero, ¿por qué tienes hoy ese tono tan serio?
A modo de explicación, Brunetti preguntó:
– ¿Has leído los periódicos?
– Sí; en el tren de regreso. ¿Eso de los Lorenzoni?
– Sí.
– ¿Lo llevas tú?
– Sí -respondió Brunetti sin dar detalles.
– Terrible. Pobre gente. Primero, el hijo y, ahora, el sobrino. No sé qué es peor. -Pero era evidente que Sergio, recién llegado de Roma y aún eufórico por su éxito profesional, no quería hablar de estas cosas, por lo que Brunetti cortó.
– Hablaré con Paola. Ella llamará a Maria Grazia.