Como el día siguiente era domingo, Brunetti se desentendió de los Lorenzoni y no volvió a dedicar atención a la familia hasta la mañana siguiente, en que asistió al funeral de Roberto, rito tan solemne como triste. La misa se celebró en San Salvador, iglesia situada a un extremo de Campo San Bartolomeo que, por su proximidad a Rialto, recibía un flujo constante de turistas durante todo el día y, por consiguiente, también durante la misa. Brunetti, sentado en uno de los últimos bancos, era consciente de su invasión, oía el murmullo de sus cuchicheos mientras deliberaban sobre cómo retratar la Anunciación del Tiziano y la tumba de Caterina Cornaro. Pero, ¿durante un funeral? Podían hacerlo en silencio y, desde luego, sin flash.
El cura, haciendo caso omiso del coro de murmullos, proseguía el milenario ritual hablando de lo efímero que es nuestro tiempo en este mundo y de la tristeza que debía de embargar a los padres y familiares de este hijo de Dios, cuya vida terrena había sido segada tan prematuramente. Pero a continuación exhortó a su auditorio a pensar en la bienaventuranza que aguarda a los fieles y los justos que son llamados a habitar en la morada del Padre Celestial, fuente de todo amor. Sólo una vez se distrajo el oficiante de sus funciones: cuando en la parte de atrás de la iglesia sonó un golpe estrepitoso, producido por una silla al ser derribada, seguido de una interjección musitada en una lengua que no era la italiana.
La liturgia prosiguió a despecho del incidente, el sacerdote y sus acólitos dieron lentamente la vuelta al féretro con cánticos y aspersiones de agua bendita. Brunetti se preguntó si sería él el único que se sentía inclinado a meditar sobre lo que se hallaba debajo de la tapa de caoba artísticamente labrada. Ninguno de los presentes lo había visto: la identidad de Roberto había tenido que determinarse sólo por unas radiografías dentales y un anillo de oro que, según le había dicho el comisario Barzan, había hecho que el conde prorrumpiera en sollozos al reconocerlo. Ni el mismo Brunetti, a pesar de haber leído el informe de la autopsia, sabía qué cantidad de sustancia física de lo que fuera Roberto Lorenzoni estaba ahora al pie del altar. Haber vivido veintiún años y haber dejado tras de sí tan poca cosa, aparte de unos padres destrozados por la pena, una novia que ya había tenido un hijo con otro y un primo que rápidamente se había instalado en el puesto de heredero. De Roberto, hijo de padre terrenal y de padre celestial, quedaba muy poco. Había sido un tipo corriente, hijo único y mimado de padres ricos, un chico del que se exigía poco y del que se esperaba aún menos. Y ahora no era más que unos huesos mondos y unas piltrafas, en una caja dentro de una iglesia, y ni el policía encargado de encontrar a su asesino podía sentir verdadera pena por su prematura muerte.
El fin de la ceremonia ahorró a Brunetti mayores cavilaciones. Cuatro hombres de mediana edad portaron el féretro desde el altar hasta la puerta de la iglesia. Detrás salieron el conde Ludovico y Maurizio, que daban el brazo a la condesa. Francesca Salviati no había asistido. Brunetti vio con tristeza que el cortejo fúnebre estaba compuesto por gente mayor, al parecer, amistades de los padres. Era como si a Roberto le hubieran robado no sólo el futuro, sino también el pasado, porque no había dejado amigos que pudieran venir a despedirlo y rezar una oración por su alma, ausente desde hacía tanto tiempo. Qué pena, haber significado tan poco, que sólo acompañaran tu partida las lágrimas de tu madre. Entonces Brunetti reparó en que a su propia muerte no tendría ni eso, porque su madre, encerrada en su demencia, hacía tiempo que no distinguía entre padre e hijo ni entre vida y muerte. ¿Y qué sentiría él si aquella caja encerrara todo lo que quedara de su propio hijo?
Bruscamente, Brunetti salió al pasillo y se unió a la fila de gente que iba hacia la puerta de la iglesia. En la escalinata, se sorprendió al ver el sol que bañaba el campo y a la gente que transitaba camino de Campo San Luca o de Rialto, ajena a Roberto Lorenzoni y a su muerte.
Brunetti decidió no seguir el féretro hasta el borde del agua para verlo subir a bordo de la embarcación que lo llevaría al cementerio, y regresó a la questura por San Lio, parándose por el camino a tomar un café y un brioche. Se terminó el café, pero del brioche sólo pudo comer un bocado. Dejó el resto en el mostrador, pagó y se fue.
Subió a su despacho. En la mesa encontró una postal de su hermano. En el anverso estaba la Fontana de Trevi y, en el reverso, en la letra cuadrada y pulcra de Sergio, el mensaje: «El trabajo, un éxito, nosotros dos, unos héroes», seguido del garabato de la firma y de la posdata: «Roma, horrenda, sórdida.»
Brunetti trató de ver si el matasellos llevaba fecha. Si la llevaba, estaba borrosa e ilegible. Se admiró de que la postal hubiera podido llegar de Roma en menos de una semana; él había recibido cartas de Turín que habían tardado tres. Pero quizá Correos daba prioridad a las postales, o quizá las preferían porque eran más pequeñas y más ligeras. Leyó el resto del correo, en el que había cosas importantes, pero ninguna interesante.
La signorina Elettra estaba junto a la mesa de la ventana, poniendo unos lirios en un jarrón alto que recibía un haz de luz que bañaba la mesa y el suelo. Llevaba un jersey casi del mismo color que los lirios y su figura era casi tan esbelta como ellos.
– Son muy bonitos -dijo él al entrar.
– ¿Verdad que sí? Pero me gustaría saber por qué los de invernadero no tienen aroma.
– ¿No?
– Muy poco. Huela. -Se hizo a un lado.
Brunetti se inclinó. No tenían aroma, sólo un ligero olor genérico a vegetal.
Pero, antes de que pudiera hacer un comentario, oyó una voz a su espalda que decía:
– ¿Se trata de una nueva técnica de investigación, comisario?
La voz del teniente Scarpa tenía una cantinela de curiosidad. Cuando Brunetti se irguió y se volvió a mirarlo, la cara de Scarpa era una máscara de respetuosa atención.
– Sí, teniente -respondió-. La signorina Elettra me decía que, como los lirios son tan bellos, resulta difícil saber cuándo están corrompidos. Hay que olerlos para saberlo.
– ¿Y están corrompidos? -preguntó el teniente Scarpa con aparente interés.
– Todavía no -se adelantó a contestar la signorina Elettra yendo hacia su mesa. Al pasar por delante de Scarpa, se paró y mirándole el uniforme de arriba abajo dijo-: Con las flores es más difícil notarlo. -Y siguió andando. Cuando estuvo en su mesa, con una sonrisa tan falsa como la de él, preguntó-: ¿Deseaba algo, teniente?
– El vicequestore me ha pedido que subiera -respondió él con voz ronca.
– Pues adelante -dijo ella, agitando la mano en dirección a la puerta del despacho de Patta. Sin decir nada, Scarpa pasó junto a Brunetti, dio un golpe en la puerta y entró sin aguardar respuesta.
Brunetti esperó a que se cerrara la puerta para decir:
– Debería tener cuidado con él.
– ¿Con él? -hizo ella sin disimular el desdén.
– Con él, sí -repitió Brunetti-. Tiene el favor del vicequestore.
Ella se inclinó hacia adelante y levantó un cuadernito de piel marrón.
– Y yo tengo su agenda. Eso equilibra las cosas.
– Yo no estaría tan seguro -insistió Brunetti-. Puede ser peligroso.
– Si le quitas el arma, no es más que otro terron maleducato.
Brunetti no estaba seguro de si podía tolerar, por un lado, una falta de respeto hacia un funcionario que tenía el grado de teniente y, por otro, una alusión despectiva a su lugar de origen. Luego recordó que estaban hablando de Scarpa y lo dejó pasar.
– ¿Ha hablado ya con el hermano de su amigo acerca de Roberto Lorenzoni, signorina?
– Sí, dottore. Olvidé decírselo. Perdone.
Brunetti observó con interés que ella parecía más afectada por este olvido que por el incidente con el teniente Scarpa.
– ¿Qué dijo?
– No mucho. Quizá por eso lo olvidé. Sólo que Roberto era vago, que estaba muy mimado y que siempre copiaba.
– ¿Nada más?
– También me dijo Edoardo que Roberto siempre estaba buscándose líos por meter la nariz en los asuntos de los demás, que cuando iba a casa de otros chicos abría cajones y curioseaba en sus cosas. Me dio la impresión de que casi lo admiraba por eso. Dijo que un día Roberto se escondió después de clase para quedarse encerrado en la escuela, y registró las mesas de todos los maestros.
– ¿Por qué lo hizo? ¿Para robarles?
– Oh, no. Sólo quería ver qué tenían.
– ¿Seguían en contacto cuando secuestraron a Roberto?
– En realidad, no. Edoardo estaba haciendo el servicio militar en Modena. Dijo que, cuando ocurrió el secuestro, hacía más de un año que no se veían. Pero que lo apreciaba.
Brunetti no sabía qué pensar de la información. De todos modos, dio las gracias a la signorina Elettra, se abstuvo de volver a ponerla en guardia contra el teniente Scarpa y regresó a su despacho.
Miró las cartas y los informes que tenía encima de la mesa y los apartó a un lado. Se sentó, abrió el cajón de abajo con la punta del zapato derecho y apoyó los dos pies en la madera. Cruzó los brazos y se quedó con la mirada fija en el espacio situado encima del armario. Trataba de evocar alguna emoción por Roberto, y fue la imagen del chico encerrado en la escuela curioseando en las mesas de sus maestros lo que hizo que Brunetti empezara por fin a hacerse una idea de su manera de ser. No hizo falta más que la percepción de su humanidad inexplicable para que Brunetti, finalmente, se llenara de esa terrible compasión por los muertos que tantas veces había sentido en su vida. Pensó en todo lo que hubiera podido ser la vida de Roberto. Hubiera podido encontrar un trabajo que le gustara, una mujer a la que amar, hubiera podido tener un hijo.
Con él moría la familia; por lo menos, la descendencia directa del conde Ludovico.
Brunetti sabía que el linaje de los Lorenzoni se remontaba a los lejanos siglos en los que la historia y la leyenda se confunden, y se preguntaba qué debía de sentir el conde al verlo acabar. Recordaba que Antígona decía que lo más terrible de la muerte de sus hermanos era que, al no poder sus padres tener más hijos, con aquellos cuerpos que se pudrían al pie de la muralla de Tebas, moría la familia.
Pensó en Maurizio, ahora presunto heredero del imperio Lorenzoni. Aunque los dos muchachos se habían criado juntos, no daba la impresión de que entre ellos hubiera mucho afecto o cariño. Al parecer, toda la devoción de Maurizio era para sus tíos. Por lo tanto, no iba a ser él quien les causara tan tremendo dolor robándoles a su único hijo. Pero Brunetti había visto más de una vez que el poder de auto justificación del criminal no tiene límite y sabía que Maurizio podía muy bien convencerse a sí mismo de que sería una obra de caridad darles un heredero competente, abnegado y trabajador, alguien que cumpliera plenamente sus expectativas de lo que debía ser un hijo, por lo que pronto superarían la pérdida de Roberto. Peores casos había visto Brunetti.
Llamó a la signorina Elettra y le preguntó si había averiguado el nombre de la muchacha a la que Maurizio había roto la mano. Ella le dijo que estaba anotado en hoja aparte al final de la relación de los valores que poseían los Lorenzoni. Brunetti buscó las últimas hojas. Maria Teresa Bonamini, y una dirección de Castello.
Marcó el número y preguntó por la signorina Bonamini. La mujer que contestó dijo que estaba trabajando. Cuando preguntó dónde, la mujer, sin tratar de averiguar quién deseaba saberlo, le dijo que trabajaba de dependienta en Coin, sección de moda para señora.
Brunetti pensó que sería preferible hablar con ella personalmente y, sin decir adonde iba, salió de la questura y se encaminó hacia los grandes almacenes.
Desde el incendio, ocurrido hacía casi diez años, le resultaba difícil entrar en el edificio. La hija de un amigo suyo fue una de las víctimas. Un empleado imprudente prendió fuego a unas láminas de plástico y, a los pocos minutos, todo el edificio era un infierno lleno de humo. En aquel momento, el que la muchacha hubiera muerto asfixiada y no quemada parecía un consuelo. Al cabo de los años, sólo quedaba la realidad de su muerte.
Subió por la escalera mecánica al primer piso y se encontró en un mundo marrón, el color elegido por Coin para aquel verano: blusas, faldas, vestidos, sombreros se confundían en un torbellino de tonos terrosos. Lamentablemente, las dependientas habían decidido -o se les había ordenado- vestir del mismo color, y era casi imposible distinguirlas en este mar de mostazas, chocolates, caobas y castaños. Menos mal que en aquel momento una fue hacia él, destacándose del perchero de vestidos ante el que había estado.
– ¿Dónde puedo encontrar a Teresa Bonamini, por favor? -preguntó Brunetti.
La muchacha se volvió y señaló hacia el fondo de la tienda.
– En peletería -dijo, y siguió andando hacia una mujer con chaqueta de ante que la llamaba levantando la mano.
Brunetti siguió la dirección indicada y se encontró entre hileras de abrigos y chaquetas de piel, una hecatombe de fauna, cuyas ventas no parecían afectadas por el fin de la temporada de invierno. Había zorro de pelo largo, lustroso visón y una piel muy tupida que él no pudo identificar. Años atrás, una ola de conciencia social recorrió la industria de la moda italiana, y durante una temporada se recomendó a las mujeres comprar la pelliccia ecologica, pieles con llamativos dibujos y colores que no disimulaban su condición de sintéticas. Pero por original que fuera el diseño y alto su precio, no podían costar tanto como las pieles auténticas, por lo que no satisfacían la vanidad. Eran símbolo más de principios que de posición social y pronto pasaron de moda y fueron regaladas a las señoras de la limpieza o enviadas a las refugiadas de Bosnia. Y, lo que era peor, se convirtieron en una pesadilla ecológica: montañas de material plástico no biodegradable. Y a las tiendas había vuelto la piel auténtica.
– Sì, signore? -preguntó la vendedora acercándose a Brunetti y sacándolo de sus reflexiones sobre la vanidad de los humanos deseos. Era rubia, con ojos azules y casi tan alta como él.
– ¿Signorina Bonamini?
– Sí -respondió ella, dedicando a Brunetti una atenta mirada en lugar de una sonrisa.
– Deseo hablar con usted sobre Maurizio Lorenzoni, signorina.
Ella mudó de expresión instantáneamente. La curiosidad pasiva se trocó en irritación e incluso en alarma.
– Eso ya está arreglado. Pregunte a mi abogado.
Brunetti dio un paso atrás y sonrió con cortesía.
– Perdón, signorina. Debí presentarme. -Sacó la cartera del bolsillo y la levantó de modo que ella pudiera ver su foto-. Soy el comisario Guido Brunetti y deseo hablarle de Maurizio Lorenzoni. No hacen falta abogados. Sólo me gustaría hacerle unas preguntas sobre él.
– ¿Qué clase de preguntas? -dijo la muchacha aún recelosa.
– Qué clase de persona es, cuál es su carácter.
– ¿Por qué quiere saberlo?
– Como probablemente ya sabrá, ha sido hallado el cadáver de su primo y ha vuelto a abrirse la investigación de su secuestro. Así pues, hemos de empezar de nuevo a recoger información sobre la familia.
– ¿No es sobre lo de la mano?
– No, signorina. Estoy enterado del incidente, pero no he venido para hablarle de él.
– Yo no presenté denuncia. Fue un accidente.
– Pero tenía una mano rota, ¿no? -preguntó Brunetti, dominando el impulso de mirarle las manos, que ella tenía a los lados del cuerpo.
En respuesta a su pregunta, ella levantó la mano izquierda y la agitó delante de Brunetti, moviendo los dedos.
– Está perfectamente, ¿ve? -dijo.
– Sí, ya veo, y lo celebro -dijo Brunetti volviendo a sonreír-. Pero, ¿por qué ha hablado usted de un abogado?
– Cuando ocurrió aquello, firmé una declaración comprometiéndome a no presentar demanda contra él. Realmente, fue un accidente -agregó con vehemencia-. Yo iba a bajar del coche por su lado y él cerró la puerta sin saber que yo estaba allí.
– Si fue un accidente, ¿por qué tuvo que firmar la declaración?
Ella se encogió de hombros.
– No lo sé. Su abogado se lo aconsejó.
– ¿Se hizo algún pago? -preguntó Brunetti.
Al oír esto, ella perdió su ecuanimidad.
– No fue nada ilegal -dijo con la autoridad del que lo sabe por boca de más de un abogado.
– Ya lo sé, signorina, era simple curiosidad. No tiene absolutamente nada que ver con lo que me gustaría saber acerca de Maurizio.
Detrás de él sonó una voz que se dirigía a la Bonamini:
– ¿Tiene el zorro en talla cuarenta?
En la cara de la muchacha brotó una sonrisa.
– No, señora. Los hemos vendido todos. Pero lo tenemos en la cuarenta y cuatro.
– No, no -dijo la mujer vagamente y se alejó hacia las faldas y blusas.
– ¿Conocía a su primo? -preguntó Brunetti cuando recuperó la atención de la signorina Bonamini.
– ¿Roberto?
– Sí.
– No llegué a conocerlo, pero Maurizio me hablaba de él a veces.
– ¿Qué decía? ¿Lo recuerda?
Ella reflexionó.
– No; nada en particular.
– ¿Podría decirme, por lo menos, si por la forma en que Maurizio hablaba de él parecían tener una buena relación?
– Eran primos -dijo ella como si esto fuera suficiente explicación.
– Eso ya lo sé, signorina, pero me gustaría saber si, por algo que dijera Maurizio o por la impresión que pudiera darle, no importa cómo, tenía usted una idea de lo que Maurizio pensaba de su primo. -Aquí Brunetti introdujo otra sonrisa.
Distraídamente, la muchacha alargó la mano y enderezó una chaqueta de visón.
– Pues… -empezó, hizo una pausa y prosiguió-: Yo diría que Maurizio estaba irritado con él.
Brunetti se abstuvo de interrumpir con apremios ni preguntas.
– Una vez lo enviaron… me refiero a Roberto, a París, me parece. En cualquier caso, a una ciudad importante, donde los Lorenzoni tenían una gran operación en marcha. No llegué a saber exactamente qué había pasado, pero me parece que Roberto abrió un paquete o algo por el estilo, o leyó un contrato y luego lo comentó con alguien que no debía enterarse. Lo cierto es que la operación se anuló.
La joven miró a Brunetti y vio su gesto de decepción.
– Ya sé, ya sé que no es mucho, pero Maurizio estaba furioso. -Después de reflexionar, optó por hacer el comentario-: Y Maurizio tiene muy mal genio.
– ¿Lo dice por lo de la mano? -preguntó Brunetti.
– Nada de eso -respondió ella rápidamente-. Esto fue un accidente. Él no quería hacerlo, créame; si lo hubiera hecho a propósito, yo hubiera ido al puesto de carabinieri a la mañana siguiente, nada más salir del hospital. -Utilizó la mano en cuestión para arreglar otra prenda de piel en la percha-. Es sólo que a veces pierde los estribos y grita. Que yo sepa, nunca ha hecho nada. Pero cuando se pone así, no se puede hablar con él; parece otra persona.
– Y ¿cómo es cuando parece él?
– Muy serio. Por eso dejé de salir con él. Siempre estaba llamando para decir que tenía que quedarse a trabajar o que teníamos que llevar a cenar a alguien del negocio. Entonces ocurrió esto -dijo agitando otra vez la mano-, y le dije que habíamos terminado.
– ¿Él cómo lo tomó?
– Creo que con alivio, sobre todo cuando le dije que así y todo firmaría el papel para los abogados.
– ¿Ha sabido de Maurizio desde entonces?
– No. A veces lo veo por la calle, y nos saludamos. Pero sin hablar apenas, sólo ¿cómo estás? y cosas así.
Brunetti volvió a sacar la cartera y extrajo de ella una tarjeta.
– Si recuerda algo más, ¿me llamará a la questura?
Ella tomó la tarjeta y la guardó en el bolsillo de su jersey marrón.
– Desde luego -dijo sin entonación, y él dudó de que la tarjeta llegara a la noche.
Brunetti le tendió la mano, estrechó la de ella y se alejó hacia la escalera por entre los percheros de pieles. Mientras bajaba hacia la puerta principal, se preguntaba cuántos millones en negro habría recibido ella a cambio de su firma en un papel. Pero, como se había recordado a sí mismo en tantas ocasiones, la evasión de impuestos no era asunto suyo.