Cuando hubo terminado el vino, Brunetti fue pasillo adelante y llamó con los nudillos a la puerta de Raffi. Al no oír en el interior nada aparte del persistente bum, bum, bum de la música, empujó la puerta. Raffi estaba echado en la cama, con un libro abierto sobre el pecho, profundamente dormido. Pensando en Paola, Chiara, los vecinos y la tranquilidad del mundo en general, Brunetti se acercó al pequeño aparato estéreo de la estantería y bajó el volumen. Miró a Raffi, que no se había movido, y lo bajó más aún. Acercándose a la cama, leyó el título del libro. Cálculo. No era de extrañar que se hubiera dormido.
Chiara estaba en la cocina, musitando torvas amenazas a los raviolis, que se resistían a conservar la forma que ella les daba. Su padre le lanzó un saludo y fue al estudio de Paola. Asomó la cabeza y dijo:
– Siempre podemos traer una pizza de Gianni's.
Ella levantó la mirada de los papeles que tenía delante.
– Haga lo que haga con esos pobres raviolis, nos comeremos todos los que nos ponga en el plato, y tú repetirás. -Sin darle tiempo a protestar, le atajó apuntándole con el lápiz-: Es la primera vez que nos hace la cena, y será deliciosa. -Vio que él abría la boca y cortó su protesta-: Setas quemadas, una pasta como engrudo y un pollo que nos ha marinado en salsa de soja y que, por consiguiente, estará tan salado como el mar Muerto.
– Oyéndote ya se me hace la boca agua. -«Por lo menos, no puede hacerle nada al vino», pensó-. ¿Y Raffi? ¿Cómo vas a conseguir que se lo coma?
– ¿Es que crees que no quiere a su hermana? -preguntó Paola con la falsa indignación que él conocía bien.
Brunetti no hizo ningún comentario.
– Está bien -admitió Paola-. Le he prometido diez mil liras si se lo come todo.
– ¿Y a mí también? -preguntó Brunetti, y se fue.
Mientras bajaba por Rughetta hacia Rialto, Brunetti descubrió que se sentía mejor de lo que se había sentido en toda la tarde, desde el almuerzo con su suegro. Aún no tenía ni idea de lo que podía preocupar a Paola, pero el tono de su último diálogo le había convencido de que, fuera lo que fuere, no afectaría a la base de su matrimonio. Brunetti subía y bajaba, subía y bajaba puente tras puente, al igual que su humor había subido y bajado durante todo el día, primero, con la excitación de un nuevo caso, después, con la inquietante confidencia del conde y, por último, con el alivio que le había deparado la confesión de Paola de haber sobornado a su hijo.
Para resistir la entrevista con los Lorenzoni no tenía más que la perspectiva de la cena que le esperaba. Pero de buena gana hubiera aceptado un mes de las cenas de Chiara, con tal de evitar ser una vez más portador de dolor y aflicción.
El palazzo estaba cerca de Municipio, pero, para llegar a él, tuvo que cortar por delante del Cinema Rossini y retroceder hacia el Gran Canal. En el Ponte del Teatro, se detuvo un momento a contemplar los fundamentos reconstruidos de los edificios de uno y otro lado del canal. Cuando era niño, los canales eran sometidos a un proceso de limpieza constante, y el agua estaba tan clara que la gente podía nadar en ella. Ahora la limpieza de un canal era un gran acontecimiento, tan insólito que se saludaba con titulares en los diarios y loas a la política municipal. Y el contacto con el agua era una experiencia a la que muchas personas optarían por no sobrevivir.
Cuando encontró el palazzo, un imponente edificio de cuatro pisos, con ventanas al Gran Canal, tocó el timbre, esperó un minuto y volvió a tocar. Por el intercomunicador le llegó una voz de hombre.
– ¿El comisario Brunetti?
– Sí.
– Pase, por favor -dijo la voz, y la puerta se abrió con un chasquido. Brunetti, al entrar, se vio en un jardín mucho más grande de lo que esperaba encontrar en esta parte de la ciudad. Sólo los muy ricos podían permitirse construir su palazzo en medio de tanto espacio, y no menos ricos tenían que ser sus descendientes para mantenerlo.
– Suba por aquí -gritó una voz desde una puerta situada en lo alto de un tramo de escaleras que tenía a su izquierda. Arriba le esperaba un joven con traje azul cruzado. Tenía el cabello castaño oscuro con un pronunciado pico de viuda, que trataba de disimular peinándose de lado con el pelo sobre la frente. Cuando Brunetti se acercó, el joven le tendió la mano diciendo:
– Buenas tardes, comisario, soy Maurizio Lorenzoni. Mis tíos le esperan. -Tenía una de esas manos blandas y flácidas cuyo contacto daba ganas a Brunetti de enjugarse la palma en el pantalón, pero el efecto quedó compensado por su mirada,- que era franca y serena-. ¿Ha hablado ya con el dottore Urbani? -Brunetti no podía imaginar una forma de preguntar más delicada.
– En efecto, y lamento tener que decirle que la identificación ha sido confirmada. Es su primo Roberto.
– ¿Sin ninguna duda? -preguntó el joven, con una voz que ya conocía la respuesta.
– Ninguna.
El joven hundió los puños en los bolsillos de la chaqueta echándola hacia adelante.
– Esto será su muerte. No sé qué hará mi tía.
– Lo lamento -dijo Brunetti sinceramente-. ¿No sería preferible que se lo dijera usted?
– Me parece que no podría -dijo Maurizio mirando al suelo.
En todos los años que hacía que Brunetti llevaba esta noticia a la familia de una víctima, nunca había encontrado a una persona que se prestara a darla por él.
– ¿Saben ya que he venido y quién soy?
El joven asintió y levantó la mirada.
– He tenido que decírselo. Así que ya se imaginan lo que es de temer. De todos modos…
Brunetti terminó la frase por él:
– Una cosa es temer y otra recibir la confirmación. Si tiene la bondad de acompañarme.
El joven dio media vuelta y precedió a Brunetti hacía el interior del edificio, dejando a su espalda la puerta abierta. Brunetti dio un paso atrás y la cerró, pero el joven ni se enteró. Llevó a Brunetti por un corredor con suelo de mármol hasta unas enormes puertas de nogal. Sin llamar, las empujó y dio un paso atrás, para que Brunetti entrara el primero en la habitación.
Brunetti reconoció al conde por las fotos: el pelo plateado, el porte erguido y la mandíbula cuadrada que ya debía de estar harto de oír comparar con la de Mussolini. Aunque Brunetti sabía que aquel hombre frisaba los sesenta, la energía que emanaba de él le daba el aire de un hombre casi una década más joven. El conde estaba delante de una gran chimenea, contemplando fijamente el centro de flores secas que la llenaba, pero al entrar Brunetti se volvió hacia él.
Empequeñecida por el sillón en el que estaba acurrucada, una mujer con aspecto de gorrión miraba a Brunetti como si fuera el diablo en persona que venía a llevarse su alma. Y así era, pensó Brunetti, embargado por una súbita compasión al ver las delgadas manos nerviosamente enlazadas en el regazo. Aunque la condesa era más joven que su marido, la angustia de los dos últimos años había minado toda juventud y toda esperanza, dejándola convertida en una anciana que más parecía la madre que la esposa del conde. Brunetti sabía que había sido una de las mujeres más bellas de la ciudad. Desde luego, la estructura ósea de su cara seguía siendo perfecta. Pero poco más que hueso había ya en aquella cara.
Adelantándose a su marido, ella preguntó, con una voz tan suave que se hubiera perdido en la sala, de no ser el único sonido:
– ¿Es usted el policía?
– Sí, señora condesa.
El conde se adelantó con la mano extendida. Con un apretón tan firme como desmayado era el de su sobrino, comprimió los dedos de Brunetti.
– Buenas tardes, comisario. Perdone si no le ofrezco algo de beber. Espero que lo comprenda. -Su voz era grave pero sorprendentemente suave, casi tanto como la de su esposa.
– Le traigo la peor de las noticias, signor conte -dijo Brunetti.
– ¿Roberto?
– Sí. Ha muerto. Han encontrado su cadáver cerca de Belluno.
Desde el otro extremo de la habitación, la madre del muchacho preguntó:
– ¿Están seguros?
Brunetti se volvió hacia ella y lo asombró ver que la mujer parecía haber disminuido de tamaño en aquellos pocos momentos, y que estaba más encogida que nunca entre las dos grandes orejas del sillón.
– Sí, señora. Hemos llevado radiografías dentales a su dentista, que nos ha confirmado que corresponden a Roberto.
– ¿Radiografías? -preguntó ella-. ¿Y el cuerpo? ¿Es que nadie lo ha identificado?
– Cornelia -dijo su marido con suavidad-, deja terminar al comisario. Después le preguntaremos.
– Yo quiero saber qué ha sido de su cuerpo, Ludovico. Qué ha sido de mi niño.
Brunetti miró al conde, en busca de una seña que le dijera si debía continuar y cómo. El conde asintió, y Brunetti dijo:
– Fue enterrado en un campo. Al parecer, hace tiempo, más de un año. -Se detuvo, esperando que ellos comprendieran cómo está un cuerpo que lleva más de un año bajo tierra, para no tener que explicárselo.
– Pero, ¿por qué las radiografías? -inquirió la contessa. Al igual que tantas personas a las que había encontrado en circunstancias similares, había cosas que ella no quería comprender.
Antes de que Brunetti pudiera mencionar el anillo, el conde dijo, mirando a su esposa:
– Eso significa que el cuerpo está descompuesto, Cornelia, y que tienen que identificarlo de este modo.
Brunetti, que observaba a la condesa mientras su marido le hablaba, vio el instante en el que su explicación traspasaba las pocas defensas que ella conservaba. Quizá fue la palabra «descompuesto» la que causó el efecto; fuera lo que fuere, en el momento en que comprendió, apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Sus labios se movieron, Brunetti no sabía si para rezar o para protestar. La policía de Belluno ya les daría el anillo, y optó por ahorrarse la triste misión de hablarles de él.
El conde se volvió de espaldas a Brunetti y fijó de nuevo la atención en las flores de la chimenea. Durante mucho rato, nadie dijo nada, hasta que al fin el conde preguntó, sin mirar a Brunetti:
– ¿Cuándo podremos traerlo?
– Tendrán que hablar con las autoridades de Belluno, pero estoy seguro de que harán lo que ustedes dispongan.
– ¿Con quién tengo que hablar?
– Puede llamar a la questura de Belluno -empezó Brunetti, pero entonces se ofreció-: También podría hacerlo yo. Quizá sería más fácil.
Maurizio, que había guardado silencio, intervino ahora para decir al conde:
– Yo llamaré, zio. -Miró a Brunetti y señaló la puerta con un movimiento de la cabeza, pero Brunetti no se dio por enterado.
– Signor conte, debo hablar con usted lo antes posible acerca del secuestro.
– Ahora no -dijo el conde, sin mirarlo.
– Comprendo lo terrible que es esto, pero es preciso que hable con usted -dijo Brunetti.
– Usted hablará conmigo cuando yo disponga, comisario, y no antes -dijo el conde, sin molestarse en desviar la mirada de las flores.
En el silencio creado por estas palabras, Maurizio se apartó de la puerta para acercarse al sillón de su tía. Inclinándose, le oprimió brevemente un hombro, luego se irguió y dijo:
– Le acompaño, comisario.
Brunetti salió de la habitación tras él. En el vestíbulo, le explicó con quién tenía que hablar en Belluno para disponer el traslado a Venecia del cadáver de Roberto. Brunetti no le preguntó cuándo podría volver a hablar con el conde Ludovico.