Estaba sonando el teléfono cuando Brunetti entró en su despacho, y lo cruzó corriendo para contestar. Antes de que pudiera dar su nombre, Vianello dijo:
– Es Lorenzoni.
– ¿Las radiografías coinciden?
– Perfectamente.
A pesar de que Brunetti ya lo esperaba, insensiblemente, tuvo que hacer cierto reajuste mental para asumir la certeza. Una cosa era decir a una persona que probablemente se había encontrado el cadáver de su primo, y otra muy distinta comunicar a unos padres que su único hijo había muerto.
– Gesù, pietá -murmuró y, en voz alta, preguntó a Vianello-: ¿El dentista ha dicho algo sobre el muchacho?
– Nada de particular; pero me ha parecido que sentía que hubiera muerto. Yo diría que lo apreciaba.
– ¿Qué le hace suponerlo?
– La forma en que ha hablado de él. Al fin y al cabo, había sido paciente suyo durante años, desde los catorce. En cierta manera, lo ha visto crecer. -Como Brunetti no decía nada, Vianello preguntó-: Aún estoy en su despacho. ¿Quiere que le pregunte algo más?
– No; no hace falta, Vianello. Vale más que venga. Quiero que mañana por la mañana vaya a Belluno y, antes, me gustaría que leyera todo el expediente.
– Sí, señor -dijo Vianello y, sin más preguntas, colgó.
Veintiún años, y muerto de un balazo en la cabeza. A los veintiún años, no se ha vivido la vida, en realidad, ni siquiera se ha empezado a vivirla; la persona que saldrá del capullo de la juventud todavía está casi en embrión. Brunetti pensó en la enorme fortuna de su suegro y, una vez más, se le ocurrió que también hubiera podido ser Raffi, su único nieto varón, el que hubiera sido secuestrado y asesinado. O su nieta. Esta posibilidad hizo salir a Brunetti de su despacho y de la questura y dirigirse a su casa, movido por una ansiedad irracional por la seguridad de su familia: al igual que santo Tomás, tenía que palpar con las manos para creer.
Aunque no le pareció que subía la escalera más aprisa que de costumbre, al llegar al pie del último tramo estaba sin aliento y tuvo que quedarse un minuto apoyado en la pared para recuperarlo. Subió los últimos peldaños agarrándose al pasamano, mientras sacaba las llaves del bolsillo.
Abrió la puerta y se paró en el recibidor, tendiendo el oído para tratar de localizar a los tres y convencerse de que estaban seguros entre las paredes que él les había procurado. Sonó en la cocina el golpe de algo metálico contra el suelo y la voz de Paola que decía:
– No importa, Chiara, aclárala y vuelve a ponerla en la sartén.
Dirigió la atención a la parte de atrás del apartamento, donde estaba la habitación de Raffi, y percibió el sordo retumbar de eso que los jóvenes llaman música. Y que nunca tiene melodía. Pero, aunque tampoco en este sonido podía apreciarla, el efecto era más suave de lo habitual.
Brunetti colgó el abrigo en el armario del recibidor y avanzó por el largo pasillo hacia la cocina. Chiara se volvió a mirarlo cuando entraba.
– Ciao, papá. Mamá me está enseñando a hacer raviolis. Los tenemos de cena. -Manteniendo a la espalda las manos blancas de harina, dio unos pasos hacia su padre, que se inclinó para recibir un beso en cada mejilla. Él le limpió la harina que tenía en la mejilla izquierda-. Rellenos de funghi, ¿verdad, mamá? -preguntó la niña mirando a Paola, que estaba delante del fogón removiendo las setas en una gran sartén. Ella asintió y siguió removiendo.
Encima de la mesa había montoncitos de unos rectángulos irregulares y blancuzcos.
– ¿Son los raviolis? -preguntó él, recordando la perfecta simetría de la pasta que recortaba y rellenaba su madre.
– Lo serán cuando estén rellenos, papá. -Chiara miró a Paola, en demanda de confirmación-. ¿Verdad, mamá?
Paola asintió y, sin dejar de remover, se volvió hacia Brunetti y aceptó sus besos en silencio.
– ¿Verdad, mamá? -repitió Chiara, en tono más alto.
– Sí. Hay que dejarlos unos minutos y podremos empezar a rellenar.
– Has dicho que podría hacerlo yo, mamá -insistió Chiara.
Antes de que su hija pudiera poner a Brunetti por testigo de la injusticia, Paola transigió.
– Sí, si tu padre me pone una copa de vino mientras acaban de hacerse las setas, ¿de acuerdo?
– ¿Queréis que os ayude a rellenar? -preguntó Brunetti medio en broma.
– ¡Papá! Sabes perfectamente que harías un desastre.
– No hables a tu padre de esa manera -dijo Paola.
– ¿De qué manera?
– De esa manera.
– No te entiendo.
– Sí que me entiendes.
– ¿Blanco o tinto, Paola? -cortó Brunetti. Pasó por el lado de Chiara y, viendo que Paola estaba de cara al fogón, miró a Chiara entornando los ojos y meneó la cabeza ligeramente señalando a la madre con la barbilla.
Chiara frunció los labios y se encogió de hombros, pero luego asintió:
– Está bien, papá, puedes ayudar. -Y, después de una pausa, a regañadientes-: Y mamá también, si quiere.
– Tinto -dijo Paola pasando la cuchara alrededor de la sartén.
Brunetti pasó por detrás de su mujer y se agachó para abrir el armario de debajo del fregadero.
– ¿Cabernet? -preguntó.
– Ajá -accedió Paola.
Él abrió la botella y sirvió dos copas. Cuando Paola alargaba la mano, él se la tomó y le dio un beso en la palma. Ella lo miró con sorpresa.
– ¿Y eso por qué? -preguntó.
– Porque te quiero con locura.
– ¡Papá! -gimió Chiara-. Esas cosas sólo se dicen en las películas.
– Tú sabes que tu padre no va al cine -dijo Paola.
– Pues lo habrá leído en una novela -respondió Chiara, perdiendo el poco interés que pudiera tener en lo que las personas mayores tuvieran que decirse-. ¿Todavía no están las setas?
Agradeciendo la distracción que proporcionaba la impaciencia de su hija, Paola dijo:
– Un minuto y ya estarán. Pero tendrás que esperar a que se enfríen.
– ¿Cuánto tardarán?
– Diez minutos o un cuarto de hora.
Brunetti, de espaldas a ellas, miraba por la ventana las montañas que se perfilaban al norte de Venecia.
– ¿Puedo volver luego para rellenarlos?
– Claro que sí.
Brunetti oyó a Chiara salir de la cocina y alejarse por el pasillo hacia su cuarto.
– ¿Por qué has dicho eso? -preguntó Paola cuando la niña se fue.
– Porque es la verdad -dijo Brunetti, sin dejar de mirar por la ventana.
– Pero, ¿por qué ahora?
– Porque no lo digo nunca. -Tomó un sorbo de vino. Fue a preguntarle si no le creía o si no le gustaba oírlo, pero no lo preguntó, y bebió otro sorbo de vino.
Antes de oírla moverse, la sintió a su lado. Ella le rodeó la cintura con el brazo izquierdo apretándose contra él y se quedó mirando por la ventana sin decir nada.
– No recuerdo cuándo fue la última vez que estuvo tan claro el aire. ¿Dirías que ése es el Navegal? -preguntó señalando la montaña más cercana con la mano derecha.
– Está cerca de Belluno, ¿verdad?
– Me parece que sí. ¿Por qué?
– Quizá mañana tenga que ir.
– ¿Por qué?
– Han encontrado el cuerpo del chico Lorenzoni. Cerca de Belluno.
Ella tardó en decir algo.
– Oh, pobre chico. Y pobres padres. Es terrible. -Otra larga pausa-. ¿Lo saben?
– No; tengo que decírselo ahora. Antes de cenar.
– Oh, Guido, ¿por qué siempre te toca hacer esas cosas horribles?
– Si otros no hicieran cosas horribles, yo no tendría que hacerlas, Paola.
Él temió que su respuesta la molestara, pero ella hizo como si no la hubiera oído y se apretó aún más contra él.
– A pesar de que no los conozco, me dan mucha pena. Qué espanto. -Y él la sintió ponerse tensa al pensar que hubiera podido haber sido su propio hijo-. Qué horror. ¿Cómo se puede hacer algo así?
Él no tenía respuesta para esto, como no la tenía para ninguna de las grandes preguntas de por qué la gente cometía crímenes o se atacaban unos a otros salvajemente. Él sólo tenía respuestas para las preguntas pequeñas.
– Lo hacen por dinero.
– Pues peor todavía -fue su inmediata respuesta-. Ojalá los atrapen -y enseguida rectificó-: Ojalá los atrapéis.
Lo mismo pensaba él, y lo sorprendía la fuerza con que deseaba encontrar a los que habían hecho aquello. Pero no quería hablar de eso, ahora no. Él quería contestar la pregunta de por qué había dicho que la quería. No era hombre acostumbrado a hablar de sus emociones, pero quería decírselo, atarla a él de nuevo con la fuerza de sus palabras y de su amor.
– Paola -empezó, pero antes de que pudiera decir más, ella se apartó cortándolo bruscamente.
– Las setas -dijo retirando la sartén del fuego con una mano y abriendo la ventana con la otra. Y las palabras de amor se fueron volando por el aire con el humo de las setas.