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En los pueblos, no hay noticia que se propague más pronto que la relacionada con la muerte o con una desgracia. Por eso, aquel día, en el pueblo de Col di Cugnan, antes de la cena todo el mundo sabía ya que en la vieja casa Orsez habían aparecido restos humanos. Hacía siete años, desde la muerte del hijo del alcalde en aquel accidente de automóvil ocurrido junto a la fábrica de cemento, que no corría tanto una noticia, ya que ni el asunto de Graziella Rovere con el electricista fue de dominio público antes de dos días. Pero aquella noche, durante la cena, los setenta y cuatro vecinos del pueblo apagaron el televisor o levantaron el tono de la voz para acallarlo, mientras hacían cábalas sobre el qué y el cómo y, lo más importante, el quién.

La presentadora del informativo de RAI 3, con su suéter de visón, que cada noche cambiaba de gafas, no recibía ni la menor atención mientras hablaba de los últimos horrores de la ex Yugoslavia, como nadie se interesaba tampoco por el arresto del anterior ministro del Interior, acusado de corrupción. Tanto lo uno como lo otro estaba ahora dentro de lo normal, mientras que un esqueleto enterrado detrás de la casa del extranjero era noticia. A la hora de acostarse, había ya quien aseguraba que el cráneo había sido partido de un hachazo, o que tenía un orificio de bala, o señales de que habían intentado disolverlo con ácido. La policía había determinado -se aseguraba- que se trataba de los restos de una embarazada, de un varón joven o del marido de Luigina Menegaz, que se había marchado a Roma hacía doce años y no se había vuelto a saber de él. Aquella noche, los vecinos de Col di Cugnan cerraron las puertas con llave, y los que la habían perdido hacía años y no se habían preocupado de buscarla, pasaron peor noche que los otros.

A las ocho de la mañana siguiente, llegaron a casa del doctor Litfin dos vehículos todoterreno conducidos por carabinieri que, cruzando el césped recién plantado, se detuvieron uno a cada lado de los dos largos surcos que habían sido abiertos la víspera. No fue sino una hora después cuando llegó un coche procedente de la capital de la provincia de Belluno en el que venía el medico legale de la ciudad. Ajeno a los rumores sobre la identidad y la causa de la muerte de la persona cuyos huesos estaban en el campo, inició el procedimiento habitual y puso a sus dos asistentes a cribar tierra, para reunir todos los restos.

Mientras se llevaba a cabo este lento proceso, uno u otro vehículo de los carabinieri iba o venía del pueblo, machacando el césped, y los agentes tomaban café en el pequeño bar y empezaban a preguntar a los vecinos si faltaba alguien. La circunstancia de que, según todos los indicios, los huesos llevaran años enterrados, no alteró su decisión de indagar en hechos recientes, por lo que sus pesquisas resultaron infructuosas.

En el campo situado debajo del pueblo, los dos ayudantes del doctor Bortot habían dispuesto, en ángulo agudo, un tamiz de malla fina. Lentamente, iban echando cubos de tierra y, de vez en cuando, se agachaban a recoger un huesecito o lo que parecía un huesecito y lo enseñaban a su superior, que estaba al borde del surco, con las manos en la espalda. A sus pies, tenía extendido un plástico negro y, cada vez que sus ayudantes le enseñaban un hueso, él les indicaba dónde colocarlo. Poco a poco, entre los tres, iban montando su macabro puzzle.

De vez en cuando, el médico pedía a uno de los hombres que le entregara un hueso y lo examinaba un momento antes de agacharse a ponerlo sobre el plástico. En dos ocasiones rectificó, la primera, para pasar un hueso del lado derecho al izquierdo y, la segunda, con una ligera exclamación entre dientes, para mover otro hueso de debajo del metatarso al extremo de lo que había sido una muñeca.

A las diez, llegó de Munich, después de conducir toda la noche, el doctor Litfin, al que la tarde antes se había informado del hallazgo hecho en su jardín. El doctor paró el coche delante de su casa y se apeó moviendo con rigidez sus anquilosadas extremidades. Al otro lado de la casa, vio las numerosas y profundas huellas de neumáticos marcadas en el césped que con tanta ilusión había plantado él tres semanas antes, y vio también a los tres hombres, que estaban al fondo, cerca del arriate de los frambuesos que había traído de Alemania y plantado al mismo tiempo que el césped. Nada más empezar a cruzar la triturada pradera, el recién llegado se paró en seco al oír una orden que le gritaba alguien que estaba a su derecha. El doctor Litfin se volvió, pero no vio nada más que los tres venerables manzanos que rodeaban el pozo en ruinas. Al no ver a nadie, siguió andando hacia los tres hombres, pero no había dado más que unos pasos cuando dos hombres vestidos con los siniestros uniformes negros de los carabinieri salieron de debajo del manzano más cercano, apuntándole con sus metralletas.

El doctor Litfin había sobrevivido a la ocupación rusa de Berlín y, aunque aquello había ocurrido cincuenta años antes, su cuerpo no había perdido los reflejos ante los uniformes y las armas. Al momento levantó las manos y se quedó quieto como una roca.

Entonces ellos acabaron de salir de las sombras y, durante un momento, ante el contraste entre los tétricos uniformes negros y las inocentes flores rosa de los manzanos, el médico tuvo la sensación de estar sufriendo una alucinación. Se acercaban a él pisando con sus botas relucientes una alfombra de pétalos recién caídos.

– ¿Qué busca aquí? -inquirió el primero.

– ¿Quién es usted? -preguntó su compañero no menos ásperamente.

En un italiano que el miedo hacía torpe, él empezó:

– Soy el doctor Litfin. Soy… -buscó la palabra-. Soy il padrone de esto.

Se había dicho a los carabinieri que el nuevo propietario era alemán, y el acento parecía auténtico, por lo que bajaron las armas, aunque conservando el dedo cerca del gatillo. Litfin lo tomó como el permiso para bajar las manos, pero lo hizo muy despacio. Por ser alemán, sabía que las armas siempre son superiores a cualquier pretensión a derechos legales, y por eso esperó a que ellos se acercaran, lo que no le impidió desviar la mirada momentáneamente hacia los tres hombres que estaban en la tierra recién arada, ahora tan inmóviles como él, con su atención fija en su persona y en los carabinieri que se acercaban.

Los dos oficiales, al encontrarse frente a la persona que podía permitirse las restauraciones evidentes en la casa y los terrenos, fueron perdiendo aplomo y, a medida que se acercaban la balanza empezó a caer del otro lado. El doctor Litfin, que lo notó, aprovechó la ocasión.

– ¿Qué es todo esto? -preguntó, señalando el campo y dejando que los policías adivinaran si se refería al césped aplastado o a los tres hombres que estaban al otro lado.

– En su terreno se ha encontrado un cadáver -respondió el primer oficial.

– Eso ya lo sé, pero ¿por qué toda esta… -buscaba una palabra gráfica, pero sólo se le ocurrió-:… distruzione?

Las marcas de los neumáticos parecían hacerse más profundas mientras los tres hombres las contemplaban, hasta que al fin uno de los policías dijo:

– Hemos tenido que entrar con los coches.

Litfin prefirió no hacer comentarios a esta mentira palmaria. Dio la espalda a los dos oficiales y se dirigió hacia los otros tres hombres, tan decidido que ninguno de los carabinieri trató de detenerlo. Al llegar al extremo del primer surco, gritó al que, al parecer, representaba a la autoridad:

– ¿Qué es?

– ¿Es usted el doctor Litfin? -preguntó el otro doctor, que ya había sido informado acerca del alemán, de lo que había pagado por la propiedad y cuánto llevaba gastado en la restauración.

Litfin asintió y, como el otro tardara en responder, insistió:

– ¿Qué es?

– Un hombre de veintitantos años, diría yo -respondió el doctor Bortot, que entonces indicó con una seña a sus ayudantes que continuaran el trabajo.

Litfin tardó un momento en reaccionar a la brusquedad de la respuesta, pero luego cruzó el terreno arado y se acercó al otro médico. Los dos estuvieron un rato sin decir nada, mirando cómo los ayudantes cribaban la tierra.

Al cabo de varios minutos, uno de los hombres dio otro hueso al doctor Bortot que, tras una rápida mirada, se agachó y lo puso al extremo de la otra muñeca. Salieron a continuación dos huesos más, que también fueron puestos en su sitio con rapidez.

– Ahí, a su izquierda, Pizzetti -dijo Bortot, señalando un punto blanco que había aparecido al extremo del surco. El hombre miró el lugar que se le indicaba, se agachó, recogió el fragmento y lo entregó al doctor. Bortot lo examinó un momento, sosteniéndolo entre el índice y el pulgar y luego miró al alemán-. ¿Cuneiforme lateral? -preguntó.

Litfin frunció los labios mirando el hueso. Antes de que el alemán pudiera decir algo, Bortot se lo dio. Litfin lo hizo girar en la palma de la mano y luego miró los huesos extendidos a sus pies, encima del plástico.

– O, si no, el intermedio -respondió el alemán, más cómodo con el latín que con el italiano.

– Sí, sí, también podría ser -convino Bortot. Agitó las manos hacia el plástico y Litfin se agachó y lo puso en el extremo inferior de la tibia. Se levantó y los dos hombres lo contemplaron.

– Ja, ja -murmuró Litfin. Bortot asintió.

Durante la hora que siguió, los dos médicos permanecieron junto al surco abierto por el tractor, tomando los huesos que les entregaban los hombres que iban cribando la tierra. A veces, deliberaban acerca de un fragmento o una astilla, pero en general estaban de acuerdo al identificar lo que los ayudantes les entregaban.

Lucía un sol de primavera; un cuclillo empezó a cantar a lo lejos, repitiendo su llamada a la pareja con tanta insistencia que al fin los cuatro hombres dejaron de oírlo. El sol calentaba y ellos se quitaron, primero, el abrigo y, después, la chaqueta, que colgaron de las ramas bajas de los árboles del linde de la finca.

Para matar el tiempo, Bortot hacía preguntas sobre la casa, y Litfin le explicó que la restauración exterior ya estaba terminada; quedaba el interior que, calculaba, le llevaría buena parte del verano. Cuando Bortot preguntó al otro médico cómo hablaba tan bien el italiano, Litfin explicó que hacía veinte años que venía a Italia de vacaciones y que, durante el último año, se había preparado para el traslado tomando lecciones tres días por semana. Encima de ellos, el reloj del pueblo dio doce campanadas.

– Me parece que no hay más, dottore -dijo uno de los hombres que estaban en la zanja, hincando la pala en la tierra y apoyando el codo en la empuñadura, para dar más énfasis a sus palabras. Sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. El otro hombre, que también había dejado de trabajar, se enjugó el sudor de la cara con el pañuelo.

Bortot miró la tierra removida, que abarcaba unos tres metros cuadrados, y los huesos y los trozos de tejido extendidos sobre el plástico.

– ¿Por qué cree que era un hombre joven? -preguntó Litfin de pronto.

Antes de contestar, Bortot se agachó y tomó el cráneo.

– Por los dientes -dijo, dándolo al otro hombre.

Pero, antes de examinar los dientes, que estaban en buen estado y no tenían señales de desgaste por la edad, Litfin, con un pequeño gruñido de sorpresa, dio la vuelta al cráneo. En el centro del occipital, encima del hueco donde encajaría la primera vértebra, que no se había encontrado, había un pequeño orificio circular. Pero el doctor Litfin, que había visto muchos cráneos y muchas víctimas de muerte violenta, no se inmutó.

– A pesar de todo, ¿por qué supone que era un hombre? -preguntó, devolviendo el cráneo a Bortot.

Antes de contestar, Bortot se arrodilló y puso el cráneo en su sitio, encima de los otros huesos.

– Esto estaba cerca -dijo, sacando algo del bolsillo mientras se levantaba y dándolo a Litfin-. No creo que lo llevara una mujer.

El anillo que Bortot entregó a Litfin era un grueso sello de oro. Litfin se lo puso en la palma de la mano izquierda y le dio la vuelta con el índice de la derecha. El cincelado estaba tan gastado que, en un principio, no distinguió nada, pero, poco a poco, fue apareciendo la figura grabada en bajorrelieve: un águila rampante que sostenía una bandera con la garra izquierda y una espada con la derecha.

– He olvidado cómo se dice en italiano -dijo Litfin mirando el anillo-. ¿Un escudo familiar?

Stemma -dijo Bortot.

– Eso, stemma -repitió Litfin y entonces preguntó-. ¿Usted lo conoce?

Bortot asintió.

– ¿Qué es?

– Es el escudo de la familia Lorenzoni.

Litfin movió la cabeza negativamente. Nunca había oído hablar de ellos.

– ¿Son de por aquí?

Esta vez fue Bortot quien denegó con la cabeza.

Al devolverle el anillo, Litfin preguntó:

– ¿De dónde son?

– De Venecia.

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