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– Pues claro que a las prostitutas se les puede pagar con tarjeta -insistió la signorina Elettra, mirando muy seria al asombrado Brunetti. Dos días después de su visita al palazzo Lorenzoni, él estaba junto a la mesa de la joven, sosteniendo en la mano las cuatro hojas de la relación de los pagos hechos por Roberto Lorenzoni con cargo a sus tres tarjetas de crédito durante los dos meses anteriores a su secuestro.

Eran unos gastos desmesurados, por un importe que excedía de cincuenta millones de liras, más de lo que la mayoría de la gente gana en un año. Los cargos habían sido convertidos en liras y correspondían a gastos hechos en monedas diversas, familiares unas y más exóticas otras: libras, dólares, marcos, lev, zloty, rublos.

Brunetti iba por la tercera hoja, las cuentas de un hotel de San Petersburgo. En un período de dos días, Roberto había gastado más de cuatro millones de liras en servicio de habitaciones. Cualquiera hubiera podido sacar la impresión de que el chico no había salido de su habitación, que se había hecho servir allí todas las comidas y que no había bebido más que champaña, de no ser porque en la lista aparecían también cuantiosos cargos de restaurantes y de lo que, a juzgar por el nombre, debían de ser discotecas o clubes nocturnos: Pink Flamingo, Can Can y Elvis.

– No puede ser otra cosa -aseguró la signorina Elettra.

– ¿Con la Visa? -preguntó Brunetti, sin poder creer lo que, al parecer, saltaba a la vista.

– Los del banco siempre lo hacían -dijo ella-. Eso es muy corriente en casi todos los países del Este. Te lo cargan como servicio de habitaciones, lavandería o bar, según el hotel. De este modo, el hotel se queda con una parte y, de paso, controla quién entra y quién sale. -Al ver que Brunetti la escuchaba con atención, prosiguió-: Los salones de los hoteles están llenos de estas mujeres. Son como nosotras, quiero decir que visten a la occidental: Armani, Gucci, Gap, y muy bonitas. Uno de los vicepresidentes me dijo que una lo había abordado en inglés. Hará unos cuatro años. Un inglés perfecto, como de una profesora de Oxford. Y lo era, profesora quiero decir. Ganaba unas cincuenta mil liras al mes enseñando poesía inglesa. Y decidió buscar ingresos complementarios.

– ¿Y perfeccionar el inglés?

– En este caso, el italiano, según creo, comisario.

Brunetti volvió a repasar los papeles. Con la imaginación, superpuso a la información que contenían el mapa del este de Europa que él y Paola habían consultado dos noches antes. Siguió el camino de Roberto hacia el Este: había repostado en la misma frontera de Checoslovaquia, comprado un neumático, escandalosamente caro, en Polonia, vuelto a llenar el depósito en la misma ciudad en la que había conseguido el visado de entrada en Bielorrusia, había dormido una noche en un hotel de Minsk, mucho más caro que cualquiera de Roma o de Milán, y cenado en la misma Minsk por un precio astronómico. En la cuenta figuraban tres botellas de Borgoña -la única palabra que Brunetti pudo entender-, por lo que no debió de cenar solo; probablemente, era una de aquellas cenas con las que tenía que obsequiar a los clientes en representación de la empresa, actividad por la que era espléndidamente remunerado. Pero, ¿en Minsk?

Como la lista estaba hecha por orden cronológico, Brunetti pudo seguir los movimientos de Roberto a su regreso, que había recorrido casi el mismo itinerario que él había imaginado: Polonia, Checoslovaquia, Austria y, girando al sur, Italia. En Tarvisio había puesto cincuenta mil liras de gasolina. Los cargos cesaban unos tres días antes del secuestro, no sin que se hubieran pagado trescientas mil liras a una farmacia próxima a su casa.

– ¿Qué le parece?

– Me parece que a mí no me hubiera caído muy bien Roberto -dijo la signorina Elettra con frialdad.

– ¿Por qué no?

– En general, no me gusta la gente que no paga sus propios gastos.

– ¿Y él no los pagaba?

Ella volvió a la primera hoja del informe y señaló la tercera línea, en la que se indicaba el nombre de la persona a la que debía enviarse la liquidación.

– Industrias Lorenzoni.

– Así que es la tarjeta de la empresa.

– ¿Para gastos de representación? -preguntó ella.

– Eso parece -asintió Brunetti.

– Entonces, ¿qué es esto? -preguntó ella, señalando un cargo de dos millones setecientas mil liras de un sastre de Milán-. ¿Y esto? -Setecientas mil liras a Bottega Veneta por un bolso.

– Es la empresa de su padre -adujo Brunetti.

Ella se encogió de hombros.

Brunetti se preguntaba por qué la signorina Elettra, una mujer de la que nunca hubiera esperado una moral convencional, encontraba la conducta de Roberto tan reprobable.

– ¿No le gustan los ricos? -preguntó al fin-. ¿Es eso?

Ella movió negativamente la cabeza.

– No es eso, en absoluto. Quizá sea que no me gustan los niños mimados que gastan en putas el dinero de papá. -Empujó los papeles hacia él y volvió al ordenador.

– ¿Ni aunque estén muertos?

– Eso no cambia las cosas, dottore.

Brunetti no hizo nada por disimular la sorpresa e, incluso, quizá, la decepción. Recogió los papeles y se fue.

Por la farmacia se enteró de que las recetas habían sido extendidas por el médico de la familia, sin duda, para tratar los síntomas de malestar general y agotamiento. En la farmacia nadie recordaba a Roberto, ni tampoco haber servido los medicamentos.

Brunetti, sintiéndose en un callejón sin salida y con la impresión de que tanto en el secuestro como en la familia Lorenzoni había algo que no encajaba, decidió recurrir a su familia política y marcó el número del conde. Esta vez contestó su propio suegro.

– Soy yo -dijo Brunetti.

– ¿Sí?

– Me gustaría saber si has podido enterarte de algo más acerca de los Lorenzoni.

– He hablado con varias personas -respondió el conde-. Dicen que la madre está muy mal. -Estas palabras, en boca de otra persona, hubieran podido ser una invitación al chismorreo, no un simple comentario.

– Sí; la he visto.

– Lo siento -dijo el conde-. Era una mujer deliciosa. La conocí hace años, antes de que se casara. Era alegre, divertida y muy bonita.

Sorprendido de sí mismo por no haber indagado en la historia de la familia y haberse dado por satisfecho sólo con la vaga idea de que eran muy ricos, Brunetti preguntó:

– ¿Lo conocías también a él?

– No hasta mucho después, cuando ya estaban casados.

– Creí que los Lorenzoni eran muy conocidos.

El conde suspiró.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Brunetti.

– El padre de Ludovico entregó los judíos a los alemanes.

– Sí, lo sé.

– Todo el mundo lo sabía, pero, como no había pruebas, después de la guerra no pudieron hacerle nada. De todos modos, ninguno de nosotros lo trataba. Ni sus propios hermanos querían saber de él.

– ¿Y Ludovico? -preguntó Brunetti.

– Pasó toda la guerra en Suiza, con unos parientes. Era muy pequeño.

– ¿Y después de la guerra?

– El padre no vivió mucho. Ludovico no volvió a verlo. Ya había muerto cuando él regresó a Venecia. No había mucho que heredar: el título y el palazzo, y nada más. Cuando volvió, hizo las paces con sus tíos. Ya en aquel entonces, parecía que no pensaba más que en hacer su apellido tan famoso por sus propias actividades que todos se olvidaran de su padre.

– Y, por lo que se ve, lo consiguió -comentó Brunetti.

– Sí, lo ha conseguido.

Brunetti sabía acerca de los negocios de su suegro lo suficiente como para deducir que se movía en los mismos círculos e, incluso, en competencia directa con la familia Lorenzoni, por lo que aceptaba sin reservas sus opiniones.

– ¿Y ahora? -preguntó Brunetti.

– ¿Ahora? Pues ahora lo único que tiene es un sobrino.

Brunetti sintió que estaban pisando terreno poco firme. El propio conde Orazio no tenía un hijo varón que heredara el apellido, ni siquiera un sobrino que continuara los negocios familiares. Tenía tan sólo una hija, casada no con un hombre de una posición social tan preeminente como la suya, sino con un policía que parecía destinado a no pasar de la categoría de comisario. La misma guerra que llevó al padre de Ludovico a cometer crímenes contra la humanidad hizo del padre de Brunetti un capitán de un regimiento de infantería que había marchado a Rusia con botas de suelas de cartón a combatir contra los enemigos de Italia. Pero aquellos hombres no habían luchado contra más enemigo que el invierno ruso, y sucumbido. Los pocos que sobrevivieron, entre ellos, el padre de Brunetti, desaparecieron durante años en los gulags de Stalin. El hombre de pelo gris que regresó a Venecia en 1949 seguía siendo capitán y tuvo que pasar los años que le quedaban de vida con una pensión de capitán. Pero se habían cometido crímenes contra su espíritu, y Brunetti, de niño, raramente vio en su padre algún vestigio del hombre vital y alegre con el que su madre se había casado.

Zafándose de los recuerdos y de su quehacer profesional en el caso Lorenzoni, Brunetti dijo:

– Traté de hablar con Paola.

– ¿Cómo que trataste?

– No es fácil.

– ¿No es fácil decir a una persona que la quieres?

Brunetti, asombrado al oír de labios del conde una frase tan sentimental, no dijo nada.

– ¿Guido?

– ¿Sí? -Brunetti se preparó para un largo reproche, pero sólo escuchó un silencio tan largo como el suyo propio.

– Te comprendo, no quería ser tan brusco. -El conde no dijo más, y Brunetti optó por tomar sus palabras como una disculpa. Desde hacía veinte años, él y el conde habían tratado de cerrar los ojos al hecho de que el matrimonio los había emparentado, pero no los había hecho amigos, y ahora el conde parecía estar ofreciéndole precisamente su amistad.

Se hizo otro silencio, al que puso fin el conde.

– Ten cuidado con esa gente, Guido.

– ¿Los Lorenzoni?

– No; con los que secuestraran a ese chico. Era inofensivo. Y Lorenzoni podía haber pagado el rescate. También me han dicho eso.

– ¿Qué?

– Un amigo me dijo que había oído el rumor de que alguien se había ofrecido para prestar el dinero al conde.

– ¿Todo el dinero?

– Todo el que necesitara. Con un buen interés, desde luego. Pero la oferta se hizo.

– ¿Quién la hizo?

– Eso no importa.

– ¿Tú lo crees?

– Sí; es verdad. Pero aun así lo mataron. Lorenzoni hubiera podido hacerles llegar el dinero de algún modo, no me cabe duda. Pero lo mataron antes de que pudiera intentarlo siquiera.

– ¿Cómo iba a pagar? La policía vigilaba. -En el informe del secuestro se describía el rigor con el que se había controlado a los Lorenzoni y su patrimonio.

– Continuamente se está secuestrando a gente, Guido, y se paga el rescate sin que la policía se entere. No es difícil arreglarlo.

Brunetti sabía que era verdad.

– ¿Sabes si él o el que se ofreció a prestarle el dinero tuvo más noticias de los secuestradores?

– No. Después de la segunda carta, no hubo nada más, por lo que no llegó a hacerse el préstamo.

Brunetti había deducido del informe que la policía estaba desconcertada por el crimen. Ni pistas, ni rumores entre los informadores: el chico se había esfumado sin dejar huella, hasta que sus restos aparecieron en una zanja.

– Por eso te pido que tengas cuidado, Guido. Si lo mataron aun sabiendo que podían conseguir el dinero, es que son peligrosos.

– Tendré cuidado -dijo Brunetti, pensando en las veces que había dicho estas mismas palabras a la hija de este hombre-. Y gracias.

– De nada. Si sé algo más te llamaré. -Con estas palabras, el conde colgó. ¿Por qué secuestrar a una persona y no cobrar el rescate?, se preguntaba Brunetti. Las referencias acerca del estado de salud de Roberto en las semanas anteriores al secuestro, no indicaban que pudiera ofrecer resistencia o tratar de escapar de sus secuestradores. Por lo tanto, tenía que ser fácil mantenerlo prisionero. Y aun así lo habían matado.

Y el dinero. A pesar de los esfuerzos de la policía, el conde hubiera podido disponer de él y, siendo un hombre tan inteligente y bien relacionado, no habían de faltarle los medios para hacerlo llegar a los secuestradores.

A pesar de todo, no hubo tercera carta. Brunetti revolvió en el montón de papeles que tenía encima de la mesa hasta que encontró el informe de la policía de Belluno. Releyó los primeros párrafos. Decía que, en parte, el cuerpo estaba cubierto sólo por unos centímetros de tierra, una de las razones por las que había sufrido tantos «daños por animales». Volvió al final de la carpeta y abrió el sobre que contenía las numerosas fotos tomadas del cuerpo. Extrajo las vistas generales y la esparció sobre la mesa.

Sí, los huesos estaban muy cerca de la superficie. En algunas fotos se veía lo que parecían fragmentos que asomaban entre la hierba junto al surco, en la zona que no había sido arada. Se había enterrado a Roberto con precipitación, sin precauciones, como si a los asesinos no les importara que fuera descubierto.

Y el anillo. El anillo. Quizá, lo mismo que su novia, Roberto trató de esconderlo al principio, cuando aún pensaba que se trataba de un robo, y lo metió en el bolsillo y se olvidó de él. Como en tantas otras cosas relacionadas con la desaparición y la muerte de Roberto, no había manera de saber lo sucedido.

Las reflexiones de Brunetti fueron interrumpidas por la entrada de Vianello, que irrumpió en el despacho resoplando por haber subido corriendo la escalera.

– ¿Qué pasa?

– Lorenzoni -jadeó el sargento.

– ¿Qué?

– Ha matado a su sobrino.

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