Brunetti vivió las horas que siguieron en estado de trauma, como el superviviente de un accidente percibe la llegada de la ambulancia, la entrada en la sala de operaciones, quizá incluso la visión de la mascarilla que ha de procurarle la bendita anestesia, como hechos ajenos a su persona. Estaba en la habitación en la que había muerto Maurizio, decía a la gente lo que tenía que hacer, contestaba y hacía preguntas, pero tenía la extraña sensación de no estar del todo presente.
Recordaba a los fotógrafos, hasta recordaba la palabrota que soltó uno de ellos cuando se le volcó el trípode y cayó al suelo la cámara. Y recordaba haber pensado, ya entonces, lo ridículo que era encontrar ofensivo el lenguaje, en aquel sitio y frente a lo que se estaba fotografiando. Recordaba la llegada del abogado de los Lorenzoni y de una enfermera, para atender a la condesa. Habló con el abogado, al que conocía desde hacía años, y le dijo que el cadáver de Maurizio no podría ser entregado a la familia hasta dentro de unos días, cuando se hubiera hecho la autopsia.
Y, mientras hablaba, pensaba lo absurda que era esta explicación. La prueba de lo ocurrido estaba allí, esparcida por la habitación, en las cortinas, en las alfombras, incrustada entre las finas ranuras del parquet, como lo estaba en las ropas ensangrentadas que el conde había dejado caer cuando iba camino de la ducha. Brunetti había llevado a los hombres del laboratorio hasta donde estaban las ropas, les había dicho que las recogieran y etiquetaran, y también que hicieran las pruebas correspondientes en las manos del conde en busca de vestigios de grafito. Y en las de Maurizio.
Había hablado a la condesa, o tratado de hablarle, pero ella había respondido a sus preguntas con los misterios del rosario. Cuando, al preguntarle si había oído algo, ella contestó: «Cristo carga con la cruz» y, a si había hablado con Maurizio: «Jesús es sepultado», Brunetti abandonó el intento y la dejó con su enfermera y su dios.
Alguien había tenido la idea de traer una grabadora, que él utilizó mientras interrogaba pacientemente al conde sobre los hechos de la víspera y de aquella tarde. El conde sólo había eliminado las huellas físicas de lo sucedido. Sus ojos aún reflejaban el horror de lo que había hecho él y de lo que Maurizio había intentado hacer. Relató lo sucedido una sola vez, entrecortadamente, con largas pausas, durante las que parecía perder el hilo de lo que decía. Cada vez, Brunetti le recordaba suavemente dónde estaban y preguntaba qué había ocurrido después.
A las nueve, habían terminado, y no había motivo para permanecer más tiempo en el palazzo. Brunetti envió a los hombres del laboratorio y a los fotógrafos a la questura y se despidió. El conde le dijo adiós, pero parecía incapaz de recordar que las personas se dan la mano al despedirse.
Vianello andaba un poco a la zaga de Brunetti y, juntos, entraron en el primer bar que encontraron. Pidieron cada uno un vaso grande de agua mineral y después otro. A ninguno le apetecía el alcohol, y los dos apartaron la mirada de los fatigados bocadillos de la vitrina que estaba a un lado del mostrador.
– Váyase a casa, Lorenzo -dijo Brunetti-. Nada más podemos hacer. Por lo menos, esta noche.
– Pobre hombre -dijo Vianello, sacando del bolsillo unos billetes de mil liras que dejó en el mostrador-. Y pobre mujer. ¿Cuántos años tendrá? No muchos más de cincuenta. Y parece de setenta. O más. Esto la matará.
Brunetti asintió tristemente.
– Quizá él pueda hacer algo.
– ¿Quién? ¿Lorenzoni?
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo, pero no dijo nada.
Salieron del bar sin responder al saludo del camarero. En Rialto, Vianello se despidió para ir a tomar el barco que lo llevaría a su casa, en Castello. El traghetto había dejado de funcionar a las siete, por lo que Brunetti tuvo que cruzar el puente y retroceder hacia su casa por el otro lado del Gran Canal.
La visión del cuerpo de Maurizio y de las huellas terribles de la tragedia que habían quedado esparcidas en la pared, perseguía a Brunetti mientras andaba por la calle y subía la escalera de su casa. Nada más cerrar la puerta, oyó la televisión: la familia estaba viendo una serie policíaca que seguían todas las semanas, generalmente, con él que, sentado en su butaca, les señalaba los despropósitos e inexactitudes.
– Ciao, papà -sonó en dos tiempos el saludo, que él se esforzó en contestar con optimismo.
Chiara asomó la cabeza por la puerta de la sala.
– ¿Has cenado, papá?
– Sí, tesoro -mintió él, colgando la chaqueta y procurando mantenerse de espaldas a la niña.
Chiara se quedó quieta un instante y volvió a la habitación. Al cabo de un momento, en la puerta apareció Paola, con una mano extendida hacia él.
– ¿Qué ha pasado, Guido? -preguntó con aprensión en la voz.
Él seguía junto a la chaqueta palpando los bolsillos, como si buscara algo. Ella le rodeó la cintura con el brazo.
– ¿Qué ha dicho Chiara? -consiguió articular él.
– Que algo terrible te había pasado. -Paola le sacó las manos de la inútil exploración de los bolsillos de la chaqueta-. ¿Qué es? -preguntó, llevándose a los labios una de sus manos y dándole un beso.
– Ahora no puedo hablar.
Ella asintió y, sin soltarle las manos, lo empujó hacia su dormitorio, al extremo del pasillo.
– Acuéstate, Guido. Te traeré una tisana.
– No puedo hablar, Paola -repitió.
Ella lo miraba muy seria.
– Ni yo quiero que hables, Guido. Lo único que te pido es que te metas en la cama, tomes algo caliente y duermas.
– Sí -dijo él, y volvió a experimentar aquella sensación de irrealidad. Más tarde, ya en la cama, se tomó la tisana -tila con miel- y sostuvo la mano de Paola, o ella la de él, hasta que se durmió.
Pasó una noche tranquila, sólo abrió los ojos dos veces y se encontró con la cabeza apoyada en el hombro de Paola, que lo abrazaba. Ninguna de las dos veces llegó a despertarse del todo y volvió a dormirse, reconfortado al sentir sus besos en la frente y el calor de su presencia.
Por la mañana, cuando los niños se fueron a la escuela, le contó parte de lo ocurrido. Ella escuchaba su versión un tanto suavizada de los hechos, sin hacer preguntas, observando su cara, mientras tomaba el café. Cuando él terminó, preguntó:
– Entonces, ¿ya se ha acabado?
– No lo sé. -Brunetti meneó la cabeza-. Aún quedan los secuestradores.
– Pero, si los envió el sobrino, en realidad, el responsable era él.
– Eso es lo malo -dijo Brunetti.
– ¿El qué? -preguntó Paola, desconcertada.
– Si él los envió.
Paola conocía muy bien a su marido como para perder el tiempo preguntando lo que quería decir.
– Ajá -dijo moviendo la cabeza de arriba abajo, tomó otro sorbo de café y esperó a que él se explicara.
– Hay algo que no encaja -dijo Brunetti al fin-. El sobrino no parecía capaz de eso.
– «Un hombre puede sonreír y sonreír, y ser un malvado» -dijo Paola con la voz que usaba para las citas, pero Brunetti estaba muy abstraído para preguntar de quién era.
– Parecía querer realmente a Roberto, casi daba la impresión de haber deseado protegerlo. -Brunetti movió la cabeza-. No estoy convencido.
– ¿Quién, entonces? -preguntó Paola-. La gente no mata a sus hijos; los hombres no matan a su único hijo.
– Ya lo sé, ya lo sé -dijo Brunetti descartando lo impensable.
– Entonces, ¿quién?
– Eso es lo malo. Que no existe otra posibilidad.
– ¿No es posible que te equivoques con el sobrino? -preguntó ella.
– Claro que sí -admitió Brunetti-. Puedo equivocarme con todo. No tengo ni idea de lo que pasó. Ni por qué.
– Por dinero. ¿No es el motivo de la mayoría de secuestros? -preguntó ella.
– No sé si fue un secuestro, ya no estoy seguro.
– Pues ahora mismo hablabas de los secuestradores.
– Oh, sí, se lo llevaron. Y alguien mandó las cartas pidiendo rescate. Pero no creo que existiera la intención de conseguir dinero. -Le habló del ofrecimiento de dinero hecho al conde Lorenzoni.
– ¿Cómo lo has sabido?
– Me lo dijo tu padre.
Ella sonrió por primera vez.
– Así me gusta, que lo mantengas todo en familia. ¿Cuándo has hablado con él?
– Hace una semana. Y ayer.
– ¿Del caso?
– Sí, y de otras cosas.
– ¿Qué otras cosas? -preguntó ella con suspicacia.
– Me dijo que no eras feliz.
Brunetti esperó a ver cómo reaccionaba Paola. Ésta le parecía la forma más franca de plantear la cuestión para inducirla a hablar de lo que la inquietara.
Paola no dijo nada durante mucho rato. Se levantó, echó más café en las tazas, luego leche caliente y azúcar, y volvió a sentarse frente a él.
– En la jerga del psicoanálisis se llama a esa figura proyección.
Brunetti probó el café, echó más azúcar y miró a su mujer.
– Tú ya sabes que la gente siempre ve en los demás sus propios problemas -prosiguió ella.
– ¿Y cuál es el problema de tu padre?
– ¿Cuál te dijo que era el mío?
– Nuestro matrimonio.
– Pues ahí lo tienes -dijo ella llanamente.
– ¿Tu madre te ha dicho algo?
Ella movió la cabeza negativamente.
– No pareces sorprendida.
– Se hace viejo, Guido, y empieza a notarlo. De modo que ahora se da cuenta de lo que para él es realmente importante y lo que no lo es.
– ¿Y su matrimonio no lo es?
– Todo lo contrario. Yo diría que se ha dado cuenta de lo importante que es y de cómo lo ha descuidado durante años. Décadas.
Nunca habían hablado del matrimonio de los padres de Paola, a pesar de que desde hacía años Brunetti había oído rumores acerca de la debilidad del conde por las mujeres guapas. Aunque para él hubiera sido fácil descubrir lo que había de verdad en tales rumores, nunca había indagado.
Como buen italiano, Brunetti estaba convencido de que un hombre podía sentir una apasionada devoción por su esposa y, al mismo tiempo, engañarla con otras mujeres. Él no dudaba de que el conde estuviera enamorado de la condesa y, saltando de título en título, se dijo que otro tanto era evidente en el conde Lorenzoni, en quien lo único que parecía totalmente humano era su amor por la condesa.
– No sé -dijo, aplicando a ambos condes esta expresión de ignorancia.
Ella se inclinó por encima de la mesa y le dio un beso en cada mejilla.
– Estando a tu lado, nunca podría sentirme desgraciada.
Brunetti bajó la cabeza y se puso colorado.