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El sentido común le decía a Brunetti que sería un despropósito esperar que la familia Lorenzoni hablara con él antes de que el muchacho hubiera sido enterrado, pero fue la conmiseración lo que le hizo abstenerse de solicitar la entrevista. Decían los diarios que el funeral se celebraría el lunes, en la iglesia de San Salvador. Brunetti esperaba haber obtenido para entonces bastante información acerca de Roberto.

Cuando llegó a su despacho, llamó a la consulta del doctor Urbani y preguntó a la secretaria si tenía en el archivo el nombre del médico personal de Roberto. La mujer tardó varios minutos en averiguarlo, pero el dato figuraba en la ficha que se había abierto a Roberto en su primera visita a la consulta del doctor Urbani hacía diez años.

Era el doctor Luciano De Cal, un apellido vagamente familiar para Brunetti, que había ido al colegio con un De Cal, pero aquél se llamaba Franco y ahora era joyero. El médico, cuando Brunetti le expuso el motivo de su llamada, dijo que, en efecto, Roberto había sido paciente suyo durante casi toda su vida, desde que el anterior médico de la familia Lorenzoni se había retirado.

Cuando Brunetti empezó a preguntar por el estado de salud de Roberto durante los meses que precedieron a su desaparición, el doctor De Cal le pidió que le excusara un momento y fue en busca de la ficha del joven. Había venido unas dos semanas antes de su desaparición, dijo el doctor De Cal, quejándose de somnolencia y persistentes dolores abdominales. En un principio, el médico creyó que podía ser un cólico, afección a la que Roberto era propenso, especialmente durante las primeras semanas de frío. Pero no había respondido al tratamiento, y el doctor De Cal le sugirió que consultara a un internista.

– ¿Y lo hizo?

– No lo sé.

– ¿Cómo es eso?

– Poco después de enviarlo al doctor Montini, me fui de vacaciones a Tailandia y cuando regresé ya había sido secuestrado.

– ¿Tuvo ocasión de hablar de él con ese doctor Montini?

– ¿De Roberto?

– Sí.

– No; nunca. No es una persona a la que trate socialmente, es sólo un colega.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Puede darme su número?

De Cal dejó el teléfono y volvió con el número.

– Es de Padua -explicó antes de darlo a Brunetti.

El comisario le dio las gracias y preguntó:

– ¿Pensó que podía ser cólico, dottore?

Brunetti oyó un roce de papel.

– Sí, podía ser. -Nuevamente, recorrió la línea un susurro de hojas de papel-. Aquí tengo anotado que vino a verme tres veces en un período de dos semanas. Fue el diez, el diecinueve y el veintitrés de septiembre.

Por lo tanto, la última visita debió de ser cinco días antes del secuestro.

– ¿Cómo estaba?

– Aquí anoté que parecía irritado y nervioso, pero en realidad no tengo un recuerdo claro.

– ¿Qué clase de chico le parecía, doctor? -preguntó Brunetti bruscamente.

De Cal respondió al cabo de un momento.

– Imagino que bastante típico.

– ¿De qué?

– De esa clase de familia, de esa esfera social.

Entonces Brunetti recordó que Franco, su compañero de clase, era un comunista acérrimo. A menudo, estas ideas afectan a toda la familia, por lo que preguntó al médico:

– ¿Se refiere a los ricos y ociosos?

De Cal tuvo a bien reírse por el tono de Brunetti.

– Supongo que sí. Pobre chico. No había maldad en él. Yo lo visitaba desde que él tenía diez años, por lo que poco era lo que no supiera de Roberto.

– ¿Por ejemplo?

– Pues que muy brillante no era. Creo que para su padre fue una decepción.

A Brunetti le pareció que la frase había quedado sin terminar, y aventuró:

– ¿Que no fuera como su primo?

– ¿Maurizio?

– Sí.

– ¿Lo conoce? -preguntó De Cal.

– Lo vi una vez.

– ¿Y qué le pareció.

– Que de él no puede decirse que no sea brillante.

De Cal se echó a reír y Brunetti se sonrió de esta reacción.

– ¿También es paciente suyo, doctor?

– No; sólo Roberto. En realidad, yo soy pediatra, pero Roberto siguió consultándome de mayor, y yo no tuve valor para indicarle que cambiara de médico.

– Hasta que le recomendó al doctor Montini -le recordó Brunetti.

– Sí. Porque lo que tenía no era cólico, desde luego. Pensé que podía tratarse de la enfermedad de Crohn… Hasta lo anoté en la ficha. Por eso lo envié a Montini. Es uno de los mejores de por aquí para el Crohn.

Brunetti había oído hablar de la enfermedad, pero no recordaba cómo se manifestaba.

– ¿Cuáles son los síntomas? -preguntó.

– Para empezar, dolor abdominal. Luego diarrea y deposiciones sanguinolentas. Es muy dolorosa. Y grave. Él tenía todos los síntomas.

– ¿Y se confirmó su diagnóstico?

– Ya se lo he dicho, comisario. Lo envié a Montini y cuando regresé de vacaciones ya lo habían secuestrado, por lo que no seguí el caso. Podría preguntárselo a Montini.

– Así lo haré, dottore -dijo Brunetti, y se despidió cortésmente del médico.

Brunetti marcó inmediatamente el número de Padua. El doctor Montini estaba pasando visita en el hospital y no volvería a su despacho hasta las nueve de la mañana siguiente. Brunetti dejó su nombre y los números de la questura y de su casa, con el ruego de que el doctor le llamara lo antes posible. En realidad, no había prisa alguna, pero Brunetti sentía una sorda impaciencia, provocada por no saber lo que estaba buscando ni lo que era importante, y le parecía que la urgencia, por lo menos, enmascararía la ignorancia.

Nada más dejar el teléfono, éste empezó a sonar. Era la signorina Elettra, para decirle que había preparado un dossier sobre las empresas Lorenzoni, tanto de Italia como del extranjero, por si le interesaba. Brunetti bajó a buscarlo.

La carpeta era tan gruesa como un paquete de cigarrillos.

Signorina -empezó el comisario-, ¿cómo ha podido reunir todo eso en tan poco tiempo?

– Hablé con varios amigos que aún trabajan en el banco y les dije que preguntaran por ahí.

– ¿Y tanta información ha recibido desde que yo le pedí que indagara?

– Es fácil, comisario. Todo me llega por ahí. -Con un ademán que casi se había convertido en ritual, agitó la mano en dirección al ordenador, cuya pantalla parpadeaba a su espalda.

– ¿Cuánto tardaría una persona en aprender a usar uno de ésos, signorina?

– ¿Usted, comisario?

– Sí.

– Depende de dos cosas, mejor dicho, de tres.

– ¿Que son?

– Lo inteligente que sea uno. Lo mucho que desee aprender. Y quién le enseñe.

La modestia impidió a Brunetti pedir su opinión sobre la primera condición y la duda no le permitió valorar la segunda.

– ¿Usted podría enseñarme?

– Sí.

– ¿Querría?

– Desde luego. ¿Cuándo desea empezar?

– ¿Mañana?

Ella asintió y luego sonrió.

– ¿Cuánto tiempo me llevará?

– Eso también depende.

– ¿De qué?

¿Se había ensanchado más aún su sonrisa?

– De las tres mismas cosas.


Brunetti empezó a leer mientras subía la escalera y, cuando llegó a su mesa, ya había sumado paquetes de acciones por valor de miles de millones de liras, y comprendía por qué los secuestradores habían elegido a los Lorenzoni. La información que contenía la abultada carpeta no estaba metódicamente ordenada, y Brunetti trató de clasificarla separando los papeles por empresas y colocándolos sobre la mesa según la situación geográfica de cada una en el mapa de Europa.

Transportes, acero y fábricas de plásticos en Crimea. Brunetti iba siguiendo un sendero en constante expansión hacia nuevos mercados situados al este: los intereses Lorenzoni avanzaban rápidamente por los territorios que habían estado detrás del Telón de Acero. En el mes de marzo se habían cerrado dos fábricas textiles en Vercelli y dos meses después se habían abierto otras dos en Kiev. Al cabo de media hora, Brunetti dejó la última hoja en la mesa y vio que la mayoría habían quedado a su derecha, a pesar de que no tenía una idea exacta de la situación de muchas de las poblaciones hacia las que se orientaban los intereses de los Lorenzoni.

Brunetti recordaba las noticias que últimamente llenaban los diarios sobre la llamada mafia rusa, las bandas de chechenos que, si había que creer aquellos relatos, se habían adueñado de la mayoría de negocios de Rusia, tanto legales como clandestinos. De aquí a plantearse la posibilidad de que estos hombres pudieran ser los responsables del secuestro, no había más que un paso. Al fin y al cabo, los que se llevaron a Roberto no habían pronunciado ni una palabra, sólo lo apuntaron con las pistolas y se lo llevaron.

Pero, en tal caso, ¿cómo podían haber ido a parar a aquel campo situado al pie de Col di Cugnan, un pueblo tan pequeño que la mayoría de venecianos jamás había oído mencionar en su vida? Sacó la carpeta del secuestro y la hojeó hasta encontrar las peticiones de rescate plastificadas. Las mayúsculas podían haber sido trazadas por cualquiera, pero no había faltas de ortografía, aunque Brunetti tuvo que reconocer que esto no demostraba nada.

Él no sabía cómo actuaba la delincuencia rusa, pero el instinto le decía que en esto no había intervenido. El que había secuestrado a Roberto tenía que conocer la villa y saber dónde podía esconderse para esperar sin ser visto hasta que el chico apareciera. En realidad, ésta era otra pregunta que no se había hecho en la primera investigación. ¿Quién estaba al corriente de los planes de Roberto para aquella noche y de su intención de ir a la villa?

Como solía ocurrirle cuando leía informes redactados por otras personas, en este caso, personas que ya no estaban relacionadas con la investigación, Brunetti se sentía intranquilo.

No sin aprensión por la facilidad con que sucumbía a sus intuiciones, tomó el teléfono y marcó el número interior de Vianello. Cuando el sargento contestó, Brunetti dijo:

– Vamos a echar un vistazo a la verja.

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