Cuando Brunetti volvió al despacho después del almuerzo, el guardia de la puerta le dijo que el vicequestore Patta deseaba verlo. Temiendo que este deseo fuera fruto de la actitud de la signorina Elettra para con el teniente Scarpa, subió inmediatamente.
Pero, si alguna queja había formulado el teniente Scarpa, no se evidenciaba, ya que la disposición de Patta parecía insólitamente afable. Al momento, Brunetti se puso en guardia.
– ¿Algún progreso en el caso Lorenzoni, Brunetti? -preguntó Patta cuando el comisario hubo tomado asiento frente a la mesa del vicequestore.
– Todavía no, señor; pero tengo varias pistas interesantes. -Con esta bien dosificada mentira, Brunetti pretendía dar a entender que la investigación avanzaba lo suficiente como para que se le mantuviera en el caso, pero no tanto como para que Patta pidiera detalles.
– Bien, bien -musitó el vicequestore, de lo que Brunetti dedujo que aquella mañana su superior no sentía interés alguno por los Lorenzoni, y se quedó callado, sin hacer preguntas. La experiencia le había enseñado que Patta no era partidario de brindar información espontáneamente, sino que prefería que su interlocutor se esforzara en extraérsela, y Brunetti no iba a darle ese gusto.
– Se trata del programa ese, Brunetti -dijo Patta al fin.
– ¿Sí, señor? -inquirió cortésmente su subordinado.
– El que hace la RAI sobre la policía.
Brunetti recordó entonces vagamente el proyecto de un programa dedicado a la policía que debía realizarse en unos estudios cinematográficos de Padua. Hacía varias semanas que había recibido una carta en la que se le preguntaba si estaría dispuesto a colaborar en calidad de asesor, ¿o en la de comentarista? Echó la carta a la papelera y se olvidó de ella.
– ¿Sí, señor? -repitió, sosteniendo el tono de cortesía.
– Le quieren a usted.
– ¿Cómo?
– A usted. Quieren que sea el asesor y hacerle una entrevista acerca del funcionamiento del sistema policial.
Brunetti pensó en todo el trabajo que le aguardaba, y en la investigación Lorenzoni.
– Eso es ridículo.
– Estoy completamente de acuerdo con usted -convino Patta-. Les he dicho que necesitan a alguien que tenga más experiencia, alguien con una visión más amplia del trabajo policial, que pueda verlo como un todo, no como una serie de casos y delitos aislados.
Una de las cosas de Patta que más irritaban a Brunetti era que el melodrama barato de su vida tuviera unos diálogos tan ramplones.
– ¿Y qué han contestado ellos a esa sugerencia?
– Que tenían que hablar con Roma. De allí partió la idea. Han quedado en volver a llamarme mañana por la mañana. -Patta dio a la frase una inflexión que la convertía en pregunta.
– No sé quién puede haberme propuesto para este proyecto. No me gustan estas cosas, ni deseo intervenir.
– Eso mismo les he dicho yo -asintió Patta y, al observar el gesto de sorpresa de Brunetti, agregó-: Me ha parecido que no querría que algo lo distrajera del caso Lorenzoni, ahora que hemos vuelto a abrirlo.
– ¿Y entonces?
– Pues entonces les he sugerido que elijan a otro.
– ¿Otro con más experiencia?
– Sí.
– ¿A quién? -preguntó Brunetti bruscamente.
– A mí, naturalmente -dijo Patta con voz llana y en tono discursivo, como el que enuncia el punto de ebullición del agua.
Aunque era cierto que Brunetti no deseaba intervenir en un programa de televisión, le irritaba que Patta se creyera con derecho a arrogarse la intervención.
– ¿Lo hace TelePadova? -preguntó Brunetti.
– Sí. ¿Eso qué tiene que ver? -preguntó Patta. Para el vicequestore la televisión era la televisión, y punto.
Brunetti, dejándose llevar de la pura perversidad, contestó:
– En tal caso, quizá el programa esté dirigido a una audiencia local y deseen a alguien que hable el dialecto o que, por lo menos, tenga el acento del Véneto.
De la voz y el semblante de Patta desapareció hasta el último vestigio de cordialidad.
– No veo qué importancia pueda tener eso. El crimen es un problema nacional y hay que tratarlo a escala nacional, no fragmentado por provincias, como parece creer usted. -Entornó los ojos al preguntar-: ¿O acaso es miembro de esa Lega Nord?
Brunetti no era miembro de la Lega Nord, pero no reconocía a Patta el derecho a hacer la pregunta ni a recibir la respuesta.
– No creo que me haya llamado para hablar de política.
Patta, con el apetecible premio de una aparición en televisión danzando ante los ojos, dominó la cólera con evidente esfuerzo.
– No; si lo menciono es para señalar los peligros que entrañan esos planteamientos. -Alineó una carpeta con el borde de la mesa y preguntó en tono sereno, como si acabara de abordarse el tema-: En fin, ¿qué le parece que hagamos con la cosa esa de la televisión?
Brunetti, siempre sensible a la seducción del lenguaje, quedó encantado con el empleo por Patta del plural y también con su degradación del proyecto a «la cosa esa de la televisión». Debía de desearlo desesperadamente.
– Cuando llamen, dígales, sencillamente, que no estoy interesado.
– ¿Y entonces qué? -preguntó Patta, ansioso por descubrir qué iba a pedirle Brunetti a cambio.
– Puede sugerirles lo que crea conveniente.
La expresión de Patta indicaba que no daba crédito a las palabras de Brunetti. No era ésta la primera prueba de la inestabilidad mental de su subordinado: una vez le había dicho que su esposa tenía un Canaletto colgado en la cocina; había rechazado un ascenso que comportaba trabajar directamente para el ministro del Interior en Roma, y ahora esto, la confirmación definitiva de su desequilibrio: la negativa a salir por televisión.
– Está bien, si eso es lo que desea, Brunetti, así se lo diré a esa gente. -Como era habitual en él, Patta empezó a trasladar papeles de un lado al otro del escritorio, para demostrar cómo lo agobiaba el trabajo-. Y ¿qué hay de los Lorenzoni?
– Hablé con el sobrino y con varias personas que lo conocen.
– ¿Por qué? -preguntó Patta con auténtica sorpresa.
– Porque ha pasado a ser el heredero. -Brunetti no estaba seguro de que esto fuera cierto, pero, a falta de otro Lorenzoni varón, parecía lo más probable.
– ¿Insinúa usted que es el responsable del asesinato de su propio primo?
– No, señor; sólo digo que es la persona a la que más beneficia la muerte de su primo y, por consiguiente, merece la pena investigarlo.
Patta no dijo nada a esto, y Brunetti se preguntó si estaría estudiando la original e inaudita teoría de que el beneficio personal puede ser móvil de un asesinato, con vistas a utilizarla en la investigación criminal.
– ¿Qué más?
– Poca cosa -respondió Brunetti-. Me gustaría hablar con varias personas más y luego otra vez con los padres.
– ¿Los padres de Roberto? -preguntó Patta.
Brunetti resistió la tentación de contestar que difícilmente podría interrogar a los de Maurizio, estando el padre muerto y la madre ausente.
– Sí, señor.
– Usted tiene presente quién es él, ¿verdad? -preguntó Patta.
– ¿Lorenzoni?
– El conde Lorenzoni -rectificó Patta automáticamente. Aunque el gobierno italiano había suprimido los títulos nobiliarios hacía décadas, Patta era de los que no podían dejar de sentir debilidad por la aristocracia.
Brunetti hizo caso omiso de la rectificación.
– Me gustaría volver a hablar con él. Y con su esposa.
Patta abrió la boca para protestar, pero recordando quizá a TelePadova se limitó a hacer una recomendación:
– Trátelos bien.
– Sí, señor -dijo Brunetti. Durante un momento pensó en volver a sacar el tema del ascenso de Bonsuan, pero desistió y se levantó. Patta, atento a los papeles que tenía encima de la mesa, no se dio por enterado de la marcha del comisario.
La signorina Elettra aún no estaba en su despacho, y Brunetti bajó a la oficina de los policías de uniforme, en busca de Vianello. Encontró al sargento en su mesa y le dijo:
– Me parece que ya es hora de que hablemos con los chicos que robaron el coche de Roberto.
Vianello sonrió señalando con la barbilla unos papeles que tenía en la mesa. Al ver la nítida tipografía de la impresora láser, Brunetti preguntó:
– ¿Elettra?
– No, señor. Llamé a la muchacha que salía con él. Ella se me quejó de acoso policial y dijo que ya le había dado las direcciones a usted, pero insistí, conseguí los nombres y encontré las direcciones.
Brunetti señaló con gesto interrogativo la hoja de papel, que en nada se parecía a los informes que solía garabatear Vianello.
– La signorina está enseñándome a usar el ordenador -explicó el sargento sin disimular el orgullo.
Brunetti tomó el papel y lo sostuvo alargando el brazo, para leer la pequeña letra.
– Vianello, aquí hay dos nombres y direcciones. ¿Para eso necesita ordenador?
– Si se fija en las direcciones, comisario, verá que uno de ellos está en Génova, haciendo el servicio militar. Y eso ha salido del ordenador.
– Oh -dijo Brunetti acercándose el papel-. ¿Y el otro?
– El otro está aquí, en Venecia, y ya he hablado con él -afirmó Vianello, molesto.
– Buen trabajo -dijo Brunetti, la única fórmula que se le ocurrió para desagraviar a Vianello-. ¿Qué le ha dicho del coche? ¿Y de Roberto?
Vianello miró a Brunetti, aplacado.
– Lo mismo que han dicho todos. Que es un figlio di papà con mucho dinero y poco trabajo. Cuando le pregunté por el robo del coche, al principio lo negaba. Entonces le dije que no habría consecuencias, que sólo queríamos detalles. Y me explicó que Roberto les pidió que se lo llevaran, para llamar la atención de su padre. Bueno, eso no lo dijo Roberto; me lo ha dicho él. En realidad, parecía que el chico sentía pena por él, por Roberto.
Cuando vio que Brunetti iba a decir algo, aclaró:
– No por el hecho de que hubiera muerto, o no sólo por eso. Me ha dado la impresión de que sentía que Roberto tuviera que recurrir a estos medios para llamar la atención de su padre, que estuviera tan solo, tan perdido.
Brunetti dio un gruñido afirmativo, y Vianello prosiguió:
– Llevaron el coche a Verona, lo dejaron en un aparcamiento y volvieron en tren. Roberto lo pagó todo y los invitó a cenar.
– Aún eran amigos cuando él desapareció, ¿verdad?
– Parece que sí, pero éste… Niccolò Pertusi se llama, conozco a su tío, y dice que es buen chico… Bien, pues Niccolò me ha dicho que durante las últimas semanas antes de que ocurriera aquello, Roberto parecía otro. Siempre estaba cansado, se habían acabado las bromas, sólo hablaba de lo mal que se encontraba y de los médicos que lo visitaban.
– Y no tenía más que veintiún años -dijo Brunetti.
– Lo sé. Extraño, ¿verdad? Me gustaría saber si realmente estaba enfermo. -Vianello se echó a reír-. Mi tía Lucia diría que era un aviso. Sólo que ella diría -y aquí Vianello ahuecó la voz tétricamente-: «Un Aviso.»
– No -respondió Brunetti-. A mí me parece que estaba realmente enfermo.
Ninguno de los dos tuvo que decir explícitamente lo que procedía hacer ahora. Brunetti movió la cabeza de arriba abajo y se fue a su despacho, a hacer la llamada.
Como de costumbre, perdió diez minutos explicando a varias secretarias y enfermeras quién era y qué deseaba, más otros cinco que invirtió en convencer al especialista de Padua, el doctor Giovanni Montini, de que la información que solicitaba sobre Roberto Lorenzoni era necesaria. Y el tiempo que tuvo que esperar mientras el médico enviaba a una enfermera a buscar la ficha de Roberto.
Cuando el doctor Montini tuvo por fin la ficha en sus manos, dijo a Brunetti unas palabras que el comisario había oído tantas veces que ya empezaba a sentir los síntomas que describían: cansancio, dolor abdominal y malestar general.
– ¿Y llegó a descubrir la causa, doctor? -preguntó Brunetti-. Al fin y al cabo, no debe de ser frecuente que una persona tan joven presente ese cuadro.
– Podía tratarse de depresión -apuntó el médico.
– Por lo que he podido averiguar, Roberto Lorenzoni no parecía un tipo depresivo -dijo Brunetti.
– Quizá no -convino el médico. Brunetti oyó ruido de papeles-. No; no tengo ni idea de lo que podía ocurrirle a ese chico -concluyó el médico-. Los análisis hubieran podido sacarnos de dudas.
– ¿Análisis?
– Sí. Era un paciente particular y podía pagarlos de su bolsillo. Pedí una serie de pruebas completa.
Brunetti hubiera podido preguntar si un paciente que tuviera los mismos síntomas, pero fuera atendido por la sanidad estatal, hubiera sido analizado. Pero lo que preguntó fue:
– ¿«Hubieran podido», doctor?
– Sí; no los tengo en el expediente.
– ¿Por qué no?
– Como él no volvió a llamar para pedir hora, seguramente nosotros no reclamamos los resultados al laboratorio.
– ¿Podrían reclamarlos ahora, doctor?
La resistencia del médico era audible.
– Eso es muy irregular.
– Pero, ¿cree que podríamos tener esos resultados, doctor?
– No veo de qué podría servir.
– Doctor, en este momento, cualquier información que podamos conseguir acerca del muchacho puede ayudarnos a descubrir a las personas que lo asesinaron. -Brunetti había podido comprobar muchas veces que, por habituadas que estuvieran las personas a la palabra «muerte», todas respondían igual a la palabra «asesinato».
Tras una larga pausa, el médico preguntó:
– ¿No existe una vía oficial por la que pueda usted reclamarlos?
– La hay, pero comporta un proceso largo y complicado. Doctor, si los pidiera usted, nos ahorraría tiempo y papeleo.
– Bien, supongo que tiene razón -dijo el doctor Montini, y nuevamente era audible su resistencia.
– Muchas gracias, doctor -dijo Brunetti, y le dio el número de fax de la questura.
El médico, al verse tan arteramente inducido a enviar el fax, se vengó con la única arma que tenía a su alcance:
– De acuerdo, pero a finales de semana -y colgó sin esperar la respuesta de Brunetti.