Recordando la exhortación de su superior de tratar bien a los Lorenzoni -ya sabría Patta qué habría querido decir con eso-, Brunetti marcó el número del móvil de Maurizio y le preguntó si podría hablar con la familia a última hora de la tarde.
– No sé si mi tía está en condiciones de ver a alguien -dijo Maurizio, con un ruido de fondo que podía ser de tráfico callejero.
– Entonces tendré que hablar con usted y con su tío -dijo Brunetti.
– Ya hemos hablado, hace dos años que hablamos con toda clase de policías, ¿y adonde nos ha llevado? -preguntó el joven. Brunetti advirtió que, si bien las palabras podían ser sarcásticas, el tono era apenado.
– Comprendo sus sentimientos -dijo Brunetti, consciente de que era mentira-, pero necesito de ustedes más información.
– ¿Qué información?
– Sobre los amigos de Roberto. Sobre distintas cosas. Las empresas Lorenzoni, por ejemplo.
– ¿Las empresas? -preguntó Maurizio, y esta vez tuvo que alzar la voz para hacerse oír sobre el ruido de fondo. Lo que dijo a continuación lo ahogó una voz de hombre que sonaba por un sistema de megafonía.
– ¿Dónde está ahora? -preguntó Brunetti.
– En el ochenta y dos, entrando en Rialto -contestó Maurizio, y repitió la pregunta-: ¿De las empresas?
– El secuestro pudo estar relacionado con ellas.
– Eso es absurdo -dijo Maurizio con vehemencia, y el anuncio que se repetía por el altavoz, de que Rialto era la próxima parada, volvió a tapar sus palabras.
– ¿A qué hora puedo ir? -preguntó Brunetti, como si Lorenzoni no hubiera puesto inconvenientes.
Una pausa. Los dos escuchaban el altavoz, que ahora daba el anuncio en inglés. Luego, Maurizio dijo:
– A las siete -y cortó.
La idea de que los negocios Lorenzoni pudieran haber tenido algo que ver con el secuestro no tenía nada de absurda. Por el contrario, las empresas eran la fuente de la riqueza que había hecho del muchacho un objetivo. Por lo que había oído acerca de Roberto, a Brunetti le parecía poco probable que alguien quisiera secuestrarlo para gozar del placer de su compañía o del encanto de su conversación. Esta idea acudió a su mente de forma espontánea, y Brunetti se avergonzó de haberla contemplado un solo instante. Ay, Dios, si sólo tenía veintiún años, y lo habían matado de un balazo en la cabeza…
Por una curiosa asociación de ideas, Brunetti recordó entonces algo que había dicho Paola hacía años, cuando él le explicaba que Alvise, el policía más corto del cuerpo, de la noche a la mañana, había sido transformado por la fuerza del amor y no perdía ocasión de cantar las excelencias de su novia o su esposa, Brunetti ya no lo recordaba con exactitud. Él se había reído del enamoramiento de Alvise, pero Paola dijo con una voz helada: «El que unos seamos más listos que otros no significa que nuestros sentimientos tengan que ser forzosamente más nobles, Guido.»
Él, violento, trató de argumentar, pero Paola, como siempre que de una cuestión de principios se trataba, fue rigurosa e implacable. «A nosotros nos resulta más cómodo pensar que la ruindad, el odio y la cólera son más propios de categorías inferiores, como si los poseyeran por naturaleza. Y que, por consiguiente, nosotros podemos atribuirnos el amor, el gozo y todas las emociones excelsas.» Él fue a protestar, pero ella lo atajó con un ademán: «Ellos, los simples, los zafios, los primitivos, aman tanto como pueda amar cualquiera, sólo que no saben envolver sus sentimientos en bellas frases como nosotros.»
En el fondo, él comprendía que su mujer tenía razón, pero tardó varios días en reconocerlo. Ahora, al recordar aquella conversación, se decía que, por soberbio que fuera el conde y remilgada la condesa, eran unos padres a los que habían asesinado al único hijo. Ni la nobleza de la sangre ni la altivez del carácter mitigan el sufrimiento.
Brunetti llegó al palazzo Lorenzoni a las siete, y esta vez le abrió la puerta una criada que lo condujo a la misma sala de su primera visita, donde se encontró en compañía de las mismas personas. Sólo que ya no eran las mismas. El conde tenía la cara más enjuta, la nariz más afilada y aguileña. Maurizio había perdido todo aire de salud o, por lo menos, de juventud -si alguno tenía la última vez que lo había visto- y el traje le estaba grande.
Pero la peor era la condesa. Estaba en el mismo sillón, que parecía haber empezado a devorarla, por lo poco que abultaba su cuerpo entre las envolventes orejas. Brunetti quedó impresionado por su cara demacrada y sus manos esqueléticas que pasaban las cuentas de un rosario.
Ninguno de los tres se dio por enterado de su presencia, a pesar de que la criada lo anunció al entrar. Brunetti, súbitamente indeciso, habló dirigiéndose a un punto situado vagamente entre el conde y su sobrino:
– Me hago cargo de que esto tiene que ser muy penoso para ustedes, para todos ustedes, pero necesito saber algo más acerca de las razones por las que alguien quisiera secuestrar a Roberto y de quién pudiera ser ese alguien.
La condesa dijo algo, pero en una voz tan baja que Brunetti no la entendió. La miró, pero los ojos de ella seguían fijos en sus manos y en las cuentas que se deslizaban entre sus dedos.
– No creo que sea necesario -dijo el conde, sin esforzarse en disimular su irritación.
– Ahora que ya sabemos lo ocurrido, continuaremos con la investigación.
– ¿Con qué objeto? -inquirió el conde.
– Con el de encontrar a los responsables.
– ¿Y para qué servirá?
– Quizá para impedir que vuelva a suceder.
– No pueden volver a secuestrar a mi hijo. No pueden volver a asesinarlo.
Brunetti miró a la condesa, para ver si se enteraba de lo que decían, pero ella no daba señales de oírlo.
– Podríamos impedir que lo hicieran con otro, con el hijo de otro.
– Eso poco nos importa a nosotros -dijo el conde, y Brunetti lo creyó.
– ¿Y que sean castigados? -sugirió Brunetti. La venganza solía ser grata a las víctimas del crimen.
El conde se encogió de hombros con displicencia y se volvió hacia su sobrino. Desde donde estaba, Brunetti no veía la cara del joven, por lo que no pudo observar lo que pasaba entre ellos, pero entonces el conde dio media vuelta y preguntó:
– ¿Qué quiere saber?
– Si han tenido alguna vez tratos comerciales con… -Brunetti se interrumpió, sin saber qué eufemismo usar-. ¿Han tenido tratos con empresas o personas que luego hayan resultado estar asociadas con el crimen?
– ¿Se refiere a la Mafia? -preguntó el conde.
– Sí.
– Pues ¿por qué no lo dice claramente?
Al oír el exabrupto de su tío, Maurizio dio un paso hacia él, con una mano levantada a la altura de la cintura, pero a una mirada del conde, se detuvo, bajó la mano y retrocedió.
– Bien, la Mafia -dijo Brunetti-. ¿Han tenido tratos?
– No que yo sepa -respondió el conde.
– ¿Alguna de las empresas con las que ha tratado ha estado involucrada en actividades ilegales?
– ¿Dónde vive usted, en la luna? -preguntó el conde con brusquedad, rojo de indignación-. Naturalmente que trato con empresas involucradas en actividades ilegales. Estamos en Italia. No hay otra forma de hacer negocios.
– ¿Podría ser más explícito? -preguntó Brunetti.
El conde levantó las manos en un ademán de repulsión ante la ignorancia de Brunetti.
– Compro materias primas a una empresa que ha sido multada por verter mercurio al Volga. El presidente de uno de mis proveedores está en una cárcel de Singapur por emplear a niños de diez años y hacerles trabajar jornadas de catorce horas. El vicepresidente de una refinería polaca ha sido arrestado por tráfico de drogas. -Mientras hablaba, el conde se paseaba por delante de la chimenea apagada. Encarándose con Brunetti, preguntó-: ¿Quiere saber más?
– Todos parecen estar muy lejos -dijo Brunetti suavemente.
– ¿Lejos?
– Lejos de aquí. Yo me refería a algo que estuviera más cerca, quizá en Italia.
El conde parecía no saber cómo responder a esto, si con cólera o con información. Maurizio eligió este momento para intervenir:
– Hará unos tres años tuvimos problemas con un proveedor de Nápoles. -Brunetti lo miró interrogativamente, y el joven prosiguió-: Nos suministraba piezas para los motores de los camiones, hasta que nos enteramos de que eran robadas, procedentes de embarques que se hacían a través del puerto de Nápoles.
– ¿Y qué pasó?
– Que cambiamos de proveedor -explicó Maurizio.
– ¿Era un contrato importante?
– Bastante -dijo el conde.
– ¿Cuánto?
– Unos cincuenta millones de liras al mes.
– ¿Hubo problemas? ¿Amenazas? -preguntó Brunetti.
El conde se encogió de hombros.
– Palabras fuertes, pero no amenazas.
– ¿Por qué?
El conde tardaba tanto en contestar, que Brunetti tuvo que repetir la pregunta:
– ¿Por qué?
– Lo recomendé a otra empresa de transportes.
– ¿Un competidor? -preguntó Brunetti.
– Todo el mundo es un competidor -dijo el conde.
– ¿Algún otro problema? ¿Con algún empleado quizá? ¿Alguno que tuviera relaciones con la Mafia?
– No -contestó Maurizio adelantándose a la respuesta de su tío.
Brunetti miraba atentamente al conde al hacer la pregunta, y observó su sorpresa ante la respuesta del joven.
Brunetti repitió lentamente la pregunta, dirigiéndose al conde:
– ¿Sabía si alguno de sus empleados tenía relaciones con el crimen organizado?
– No, no. -El conde denegó con la cabeza.
Antes de que Brunetti pudiera seguir preguntando, habló la condesa.
– Era mi niño. Y cómo lo quería. -Cuando Brunetti la miró, ella ya había dejado de hablar y volvía a pasar las cuentas del rosario.
El conde se inclinó y le acarició la mejilla, pero ella no acusó ni el contacto ni su presencia.
– Me parece que ya es suficiente -dijo el conde irguiéndose.
Brunetti aún deseaba algo más.
– ¿Tienen su pasaporte?
Como el conde no respondía, Maurizio preguntó:
– ¿El de Roberto? -Y, a la señal afirmativa de Brunetti, dijo-: Naturalmente.
– ¿Lo tienen aquí?
– Sí; está en su cuarto. Lo vi cuando estábamos… cuando lo limpiamos.
– ¿Podría traérmelo?
Maurizio miró interrogativamente al conde, que permaneció impasible.
El joven se excusó y, durante tres largos minutos, los dos hombres estuvieron escuchando las avemarías que susurraba la condesa, acompañadas del tintineo del rosario.
Entró Maurizio, que entregó el pasaporte a Brunetti.
– ¿Quieren que firme un recibo?
El conde desestimó la sugerencia con un ademán, y Brunetti guardó el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta sin mirarlo.
De pronto, el susurro de la condesa subió de volumen.
– Se lo dábamos todo. Él lo era todo para mí -dijo, pero enseguida volvió a enlazar avemarías.
– Me parece que esto ya es más que suficiente para mi esposa -dijo el conde, mirándola con ojos de pena, la primera emoción que Brunetti le había visto manifestar.
– Sí -convino Brunetti, dando media vuelta para marcharse.
– Lo acompaño -se ofreció el conde. Por el rabillo del ojo, Brunetti vio que Maurizio lanzaba a su tío una viva mirada, pero el conde pareció no advertirlo y se dirigió a la puerta, que sostuvo para que saliera Brunetti.
– Gracias -dijo Brunetti a los tres miembros de la familia, a pesar de que dudaba de que uno de ellos se hubiera enterado siquiera de su visita.
El conde lo precedió por el corredor y abrió la puerta de la escalera.
– ¿Se le ocurre algo más, signor conte? ¿Algo que pudiera sernos de ayuda? -preguntó Brunetti.
– No; ya nada puede sernos de ayuda -respondió el hombre, casi como si hablara consigo mismo.
– Si se le ocurre algo o recuerda algo, le agradeceré que me llame.
– No hay nada que recordar -respondió el conde, cerrando la puerta antes de que Brunetti pudiera decir más.
Brunetti esperó hasta después de la cena para examinar el pasaporte de Roberto. Lo primero que le llamó la atención fue su espesor, acentuado por el desplegadle pegado a la última hoja. Brunetti lo extendió abriendo los brazos y contempló los múltiples visados, estampados en diferentes lenguas. Dio la vuelta a la hoja y en el reverso vio más sellos. Luego la plegó y abrió el pasaporte por la primera página.
Había sido expedido seis años atrás y renovado cada año, hasta la desaparición de Roberto. Indicaba fecha de nacimiento, estatura, peso y domicilio habitual. Brunetti fue pasando páginas. Evidentemente, no había sellos de los países de la Comunidad Europea, pero sí los había de Estados Unidos, México, Colombia y Argentina. Seguían, por orden cronológico, los de Polonia, Bulgaria y Rumania. A partir de ahí, la cronología se alteraba, como si los policías de aduana, sencillamente, lo hubieran sellado en el primer hueco que encontraban.
Brunetti fue a la cocina en busca de papel y bolígrafo e hizo la lista de los viajes de Roberto por riguroso orden cronológico. Al cabo de quince minutos, había llenado dos hojas de fechas y nombres de países, dispuestos en columnas un tanto embarulladas con las inserciones que había ido haciendo a medida que encontraba sellos estampados al azar.
Cuando hubo anotado todas las fechas y lugares, los copió de nuevo ordenadamente, llenando esta vez tres hojas. El último país que había, visitado Roberto, diez días antes del secuestro, era Polonia, adonde había llegado por el aeropuerto de Varsovia. El visado de salida indicaba que había estado en el país un día tan sólo. Con anterioridad, tres semanas antes del secuestro, había viajado a países cuyos nombres estaban impresos en caracteres cirílicos, y supuso que serían Bielorrusia y Tadzikistán.
Brunetti fue al estudio de Paola, que estaba al fondo del pasillo. Ella lo miró por encima de las gafas.
– ¿Sí?
– ¿Qué tal tu ruso?
– ¿Te refieres al amigo o a la lengua? -preguntó ella dejando el bolígrafo y quitándose las gafas.
– Tu amigo es asunto tuyo -dijo él con una sonrisa-. Me refiero a la lengua.
– Yo diría que a mitad de camino entre Pushkin y las señales de carretera.
– ¿Nombres de ciudades? -preguntó él.
Ella alargó la mano hacia el pasaporte que su marido sostenía ante sí. Él se acercó a la mesa, le dio el pasaporte y se situó detrás de ella, quitándole un hilo del jersey con gesto maquinal.
Ella tomó el pasaporte y preguntó:
– ¿Dónde están?
– Detrás, en la hoja extra.
Paola abrió el pasaporte y desplegó el papel.
– Brest.
– ¿Dónde está?
– En Bielorrusia.
– ¿Tenemos un atlas?
– En el cuarto de Chiara, me parece.
Cuando él volvió, Paola había copiado en un papel los nombres de las ciudades y países.
– Antes de molestarnos en buscar -dijo Paola cuando su marido le puso el libro delante-, veamos de qué año es la edición.
– ¿Por qué?
– Han cambiado muchos nombres, no sólo de países sino también de ciudades.
Paola abrió el libro por la página de créditos.
– Quizá nos sirva -dijo-. Es la edición del año pasado. -Fue al índice, buscó Bielorrusia y miró el mapa.
Durante un momento, contemplaron el mapa del pequeño país situado entre Polonia y Rusia.
– Es una de las llamadas repúblicas separadas.
– Lástima que sean los rusos los únicos que pueden separarse -dijo Brunetti, imaginando la dicha que sería para Italia del Norte poder librarse de Roma.
Paola, que estaba acostumbrada a estos comentarios, no contestó. Calándose las gafas, se inclinó sobre el mapa. Puso un dedo encima de un nombre.
– Aquí está la primera. En la frontera con Polonia. -Sin levantar el dedo, siguió mirando el mapa. A los pocos momentos, con la otra mano señaló otro lugar-. Y aquí tenemos la segunda. Parece que está sólo a unos cien kilómetros de la otra.
Brunetti puso la hoja del pasaporte al lado del atlas y volvió a mirar los visados, concretamente, las fechas.
– El mismo día -dijo.
– ¿Y significa…?
– Que de Polonia a Bielorrusia fue por tierra y se quedó un solo día, quizá menos.
– ¿Y eso es extraño? Dijiste que era una especie de mensajero de la empresa. Quizá tenía que entregar un contrato o recoger algo.
– Hummm -asintió Brunetti. Tomó el atlas y se puso a hojearlo.
– ¿Qué buscas?
– Me gustaría saber qué ruta eligió para regresar a Italia -contestó, mirando el mapa del este de Europa y recorriendo con el índice el camino más probable-. Si iba en su propio coche, pasaría por Polonia y Rumania.
– No me parece que Roberto fuera de los que van en autocar -comentó Paola.
Brunetti gruñó, con el dedo en el mapa.
– Y luego Austria y hacia abajo por Tarvisio y Udine.
– ¿Crees que eso importa?
Brunetti se encogió de hombros.
Paola, desinteresándose del tema, dobló la larga hoja y le devolvió el pasaporte.
– Si importa, lo siento por ti, porque nunca lo sabrás. Él no va a decírtelo -dijo volviendo al libro que tenía delante.
– «Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de las que pueda soñar tu filosofía» -le soltó él, frase que ella le había citado más de una vez en sus discusiones.
– ¿Y eso qué quiere decir? -sonrió Paola, contenta de que le hubiera ganado un asalto.
– Quiere decir que estamos en la era del plástico.
– ¿El plástico? -repitió ella, desconcertada.
– Y los ordenadores.
Como Paola siguiera sin comprender, él sonrió y dijo imitando a la perfección el tono de los anuncios de televisión:
– No salga de casa sin su tarjeta de American Express. -Y al ver que ella empezaba a captar la onda, agregó-: Porque de ese modo podré seguir sus movimientos con… -y Paola, comprendiendo al fin, terminó la frase a coro con él-:… el ordenador de la signorina Elettra.