22

Vianello estaba muy afectado. No pudo seguir hablando y se quedó unos momentos con un brazo apoyado en el marco de la puerta y la cabeza inclinada, aspirando con fuerza. Finalmente, cuando controló la respiración, prosiguió:

– Acabamos de recibir la llamada.

– ¿Quién ha llamado?

– Ha sido él. Lorenzoni.

– ¿Qué ha pasado?

– No lo sé. Ha hablado con Orsini, le ha dicho que el chico lo había atacado y que habían luchado.

– ¿Algo más? -preguntó Brunetti al pasar por el lado del sargento hacia el pasillo. Los dos hombres se dirigieron a la puerta principal y las lanchas de la policía. Brunetti levantó un brazo para llamar la atención del guardia-. ¿Dónde está Bonsuan? -Su tono perentorio hizo volver la cabeza a los presentes.

– Fuera, comisario.

– Le he llamado yo -dijo Vianello al llegar junto a Brunetti.

– ¿Qué más se sabe, sargento? -preguntó el comisario empujando la pesada puerta vidriera.

Saludando a Bonsuan con un movimiento de la cabeza, Brunetti saltó a la lancha y se volvió para tirar de Vianello hacia la embarcación que ya arrancaba.

– ¿Qué más sabemos? -insistió Brunetti.

– Nada más. Eso es todo lo que ha dicho.

– ¿Cómo lo atacó? ¿Con qué? -Brunetti levantó la voz para hacerse oír sobre el rugido del motor en aceleración.

– No lo sé, comisario.

– ¿Orsini no ha preguntado? -inquirió Brunetti, dirigiendo su impaciencia a Vianello.

– Dice que ha colgado. Que ha dicho eso y ha colgado.

Brunetti descargó una palmada en la borda de la lancha que, como azuzada por el golpe, salió lanzada hacia las aguas abiertas del Bacino, cortando la estela de un barco taxi que la hizo saltar con un fuerte chapoteo. Bonsuan conectó la sirena, cuyo grito en dos tonos los precedió por el Gran Canal hasta el embarcadero privado del palazzo Lorenzoni.

La puerta que daba al canal estaba abierta, pero no había nadie esperando. Vianello fue el primero en saltar de la lancha, pero su pie no llegó a la segunda grada sino que pisó la primera y se hundió en el agua hasta el tobillo. Casi automáticamente, el sargento se volvió para dar la mano a Brunetti y ayudarle a subir al escalón superior. Juntos corrieron por un oscuro pasillo hasta una puerta situada a mano derecha, que daba acceso a una escalera iluminada. En lo alto estaba la criada que abrió a Brunetti en su última visita. La mujer tenía la cara blanca y cruzaba los brazos como si hubiera recibido un fuerte golpe en el estómago.

– ¿Dónde está? -preguntó Brunetti.

Ella extendió un brazo señalando a otra escalera que arrancaba del extremo del vestíbulo. Agitó la mano una vez y luego otra.

Los dos hombres fueron hacia la escalera y subieron rápidamente. En el primer rellano, se pararon a escuchar y, al no oír nada, siguieron subiendo. En el piso superior, empezaron a oír un sonido débil, el de una voz masculina. Salía de una puerta abierta a su izquierda.

Brunetti entró directamente en la habitación. El conde Lorenzoni estaba sentado al lado de su esposa, sosteniéndole una mano y hablándole suavemente. Un observador casual hubiera visto en la escena tan sólo una plácida intimidad doméstica: un caballero de mediana edad que habla a su esposa y le oprime la mano cariñosamente. Hasta que, al bajar la mirada, el observador hubiera advertido la sangre que había empapado el bajo del pantalón y los zapatos y salpicado las manos y los puños de la camisa del caballero.

Gesù bambino -murmuró Vianello.

El conde levantó la mirada hacia ellos y se volvió otra vez hacia su esposa.

– No te inquietes, cariño, todo se arreglará. Estoy bien. No ha pasado nada.

Brunetti vio al conde soltar a su esposa y oyó un ligero chasquido cuando sus manos manchadas de sangre se separaron de las de ella. El conde se puso en pie y se apartó de la mujer, y a Brunetti le pareció que ella ni se enteraba de si su marido le hablaba o no.

– Por aquí -dijo el conde, saliendo de la habitación y llevándolos por la escalera al piso de abajo. Cruzaron el corredor hasta el salón en el que Brunetti había estado ya dos veces. El conde empujó la puerta, pero no hizo ademán de entrar y, cuando Brunetti le señaló con un gesto el interior de la habitación, no dijo nada pero movió la cabeza negativamente.

Brunetti entró, seguido de Vianello. Lo que vio le hizo comprender la negativa del conde. Lo peor era la parte alta de las cortinas de la ventana más alejada, que habían absorbido el impacto de la fuerza residual de los proyectiles. Habían absorbido también la mayor parte de la masa encefálica y de la sangre que habían salido despedidas al estallar la cabeza de Maurizio. El cuerpo del joven estaba al pie de las cortinas en posición fetal. El disparo no le había afectado la cara, pero la parte posterior de la cabeza había desaparecido. El cañón del arma debía de rozarle la barbilla cuando se hizo el disparo. Todo esto vio Brunetti antes de volver atrás.

Salió al pasillo, pensando en lo que debía hacer, preguntándose si, al verlo salir tan aprisa de la questura, alguien habría pensado en avisar a los del laboratorio.

El conde no estaba a la vista. Detrás del comisario salió Vianello. Respiraba ahora con tanta fatiga como cuando había entrado en el despacho de Brunetti.

– ¿Hará el favor de llamar para preguntar si han enviado al equipo? -dijo Brunetti.

Vianello abrió la boca para decir algo, pero desistió y movió la cabeza afirmativamente.

– Tiene que haber otro teléfono -dijo Brunetti-. Pruebe en algún dormitorio.

Vianello asintió.

– ¿Dónde estará usted, comisario?

Brunetti señaló la escalera con la barbilla.

– Iré a hablar con ellos.

– ¿Ellos?

– Bueno, con él.

Vianello movió la cabeza de arriba abajo para indicar que ya volvía a ser dueño de sí. Dio media vuelta y se alejó por el corredor, sin mirar al interior de la habitación en la que estaba el cadáver de Maurizio.

Brunetti, haciendo un esfuerzo, volvió a la puerta de la habitación y miró al interior. La escopeta estaba a la derecha del cuerpo, con la reluciente culata a un centímetro del charco de sangre que avanzaba hacia ella. Dos alfombrillas arrugadas daban mudo testimonio de la pelea que había tenido lugar encima de ellas. En el suelo, al lado de la puerta, había una americana hecha un ovillo. Brunetti vio que el delantero estaba cubierto de sangre.

Dio media vuelta, cerró la puerta y fue hacia la escalera. Encontró al conde y a la condesa en la misma actitud de antes, pero ahora ya no había sangre en las manos del conde. Cuando entró Brunetti, el conde lo miró.

– ¿Puedo hablar con usted? -preguntó el comisario. El otro asintió y, nuevamente, soltó la mano de su esposa.

En el vestíbulo, Brunetti dijo:

– ¿Dónde podemos hablar?

– Este sitio es tan bueno como cualquier otro -respondió el conde-. No quiero alejarme mucho de ella.

– ¿Sabe ella lo ocurrido?

– Ha oído el disparo -dijo el conde.

– ¿Desde aquí arriba?

– Sí. Y entonces ha bajado.

– ¿A esa habitación? -preguntó Brunetti, incapaz de disimular el horror.

El conde asintió.

– ¿Y lo ha visto?

Ahora el conde se encogió de hombros.

– Cuando la he oído llegar, cuando he oído sus zapatillas en el vestíbulo, he ido a la puerta, para tapar la escena con mi cuerpo, para que no lo viera a él.

Brunetti, recordando la chaqueta que había al lado de la puerta, se preguntó qué diferencia podía suponer eso.

Bruscamente, el conde dio media vuelta.

– Quizá sea preferible entrar ahí -dijo llevando a Brunetti a la habitación contigua. Había un escritorio y una estantería llena de carpetas.

El conde se sentó al lado de la puerta, en un sillón. Apoyó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos un momento y luego miró a Brunetti. Pero no dijo nada.

– ¿Puede decirme qué ocurrió?

– Anteayer por la noche, después de que mi esposa se acostara, dije a Maurizio que teníamos que hablar. Él estaba nervioso. Yo también lo estaba. Le dije que había empezado a replantearme todo lo relacionado con el secuestro, cómo ocurrió y que las personas que lo cometieron tenían que saber muchas cosas de la familia y de los movimientos de Roberto. Para esperarlo en la villa, tenían que saber que pensaba ir allí aquella noche.

El conde se mordió el labio, desviando la mirada hacia la izquierda.

– Le dije… dije a Maurizio que ya no podía creer que hubiera sido un secuestro, que alguien quisiera pedir dinero por Roberto.

Aquí calló hasta que Brunetti le instó a continuar:

– ¿Qué dijo él?

– Fingió que no me entendía, dijo que habían llegado notas exigiendo rescate, que tenía que ser un secuestro. -El conde apartó la cabeza del respaldo y se irguió en el sillón-. Ha vivido conmigo desde que era niño. Él y Roberto se criaron juntos. Era mi heredero.

Al pronunciar estas palabras, los ojos del conde se llenaron de lágrimas.

– Ése es el porqué -dijo en una voz de repente tan baja que Brunetti tuvo que aguzar el oído. Y calló.

– ¿Qué más ocurrió esa noche? -preguntó Brunetti.

– Le pedí que me dijera qué hacía él cuando Roberto desapareció.

– Dice el informe que estaba aquí con ustedes.

– Estaba, sí. Pero recuerdo que había anulado una cita, una cena de negocios. Era como si tuviera el propósito de estar aquí con nosotros precisamente aquella noche.

– Entonces no pudo hacerlo él -dijo Brunetti.

– Pero pudo contratar a alguien para que lo hiciera -dijo el conde, y Brunetti no dudó de que así lo creía realmente.

– ¿Le dijo usted eso?

El conde asintió.

– Le dije que iba a darle tiempo para que pensara en esto, en mis sospechas. Que podía entregarse a la policía. -El conde irguió el tronco-. O hacer lo más honorable.

– ¿Honorable?

– Honorable -repitió el conde, pero no se molestó en dar explicaciones.

– ¿Y luego?

– Ayer estuvo fuera todo el día. No fue al despacho, lo sé porque llamé para preguntar. Y hoy… Mi esposa se había ido a descansar… Él ha entrado en la sala con la escopeta… seguramente, fue a buscarla a la villa… y me ha dicho… me ha dicho que yo estaba en lo cierto. Ha dicho cosas terribles sobre Roberto, cosas que no son verdad. -Aquí el conde no pudo seguir conteniendo la emoción y empezaron a resbalarle por la cara unas lágrimas que no hacía nada por enjugar-. Ha dicho que Roberto era un inútil, un playboy mimado, y que él, Maurizio, era el único que entendía el negocio y el que merecía heredarlo. -El conde miró a Brunetti, para ver si era capaz de comprender el horror que sentía por haber criado a semejante monstruo-. Entonces se me ha acercado con la escopeta. Al principio, no podía creerle, no creía lo que estaba oyendo. Pero cuando ha dicho que tendría que parecer que me había disparado yo mismo, porque no podía soportar el dolor por la pérdida de Roberto, he comprendido que hablaba en serio.

Brunetti esperaba. El conde tragó saliva y se enjugó la cara con el puño de la camisa dejándose en la mejilla unas rayas de la sangre de Maurizio.

– Se ha puesto delante de mí, con la escopeta en la mano, apoyándome el cañón en el pecho. Luego me lo ha puesto debajo de la barbilla, diciendo que lo había pensado bien y que había que hacerlo así. -El conde se interrumpió, recordando el horror de la escena-. Al oír esto, creo que me he vuelto loco. No porque fuera a matarme, sino por la sangre fría con que lo había planeado. Y por lo que había hecho a Roberto.

El conde calló, sumido en el recuerdo. Brunetti aventuró una pregunta.

– ¿Cómo ha ocurrido?

El conde movió la cabeza negativamente.

– No lo sé. Creo que le he dado un puntapié o un empujón, lo único que recuerdo es haber dado un golpe a la escopeta apartándola con el hombro. Quería derribarlo. Pero entonces la escopeta se ha disparado y yo he sentido en todo el cuerpo su sangre. Y otras cosas.

– Se frotó el pecho al recordar la violenta erupción. Se miró las manos, ahora limpias-. Y luego he oído a mi esposa venir hacia la sala llamándome. Recuerdo haberla visto en la puerta, y haber ido hacia ella. Pero nada más, por lo menos, claramente.

– ¿Recuerda habernos llamado?

El conde asintió.

– Sí; es decir, creo que sí. En realidad sólo sé que, de repente, los he visto aquí.

– ¿Cómo volvieron arriba usted y su esposa?

El conde movió la cabeza negativamente.

– No lo sé. No recuerdo mucho desde que la vi a ella en la puerta hasta que han llegado ustedes.

Brunetti miraba al hombre y, por primera vez, lo veía despojado de todos los atributos de la riqueza y la posición, y lo que veía era un anciano alto y enjuto, con lágrimas y mocos en la cara y sangre en la camisa.

– Si quiere lavarse… -sugirió Brunetti; fue lo único que se le ocurrió. Ya mientras lo decía comprendió que era una idea muy poco profesional y que el conde debía conservar puesta aquella ropa hasta que lo hubieran fotografiado los del laboratorio. Pero a Brunetti le repugnaba la idea, y volvió a decir-: Seguramente, deseará cambiarse.

Al principio, el conde pareció desconcertado por aquella sugerencia, luego se miró y Brunetti le vio torcer la boca con repugnancia ante lo que veía.

– Ay, Dios mío -murmuró, y se levantó apoyándose en los brazos del sillón. Se quedó de pie, indeciso, con los brazos separados del cuerpo, como si temiera que sus manos pudieran entrar en contacto con sus ropas ensangrentadas.

Notó que el comisario lo miraba, dio media vuelta y salió de la habitación. Brunetti, que lo seguía, vio que se paraba y se inclinaba hacia la pared, pero, antes de que pudiera llegar a su lado, el conde extendió el brazo y encontró apoyo. Luego se separó de la pared, siguió andando hasta el extremo del pasillo y entró en una habitación a la derecha, sin pararse a cerrar la puerta. Allí se detuvo Brunetti quien, al oír el murmullo de un potente chorro de agua, se asomó y vio en el suelo las ropas que el conde había dejado caer al cruzar la habitación en dirección a lo que debía de ser un baño de invitados.

Brunetti esperó durante cinco minutos por lo menos, pero el único sonido que se oía seguía siendo el del agua. Cuando ya se preguntaba si no debería entrar para ver si el conde estaba bien, cesó el ruido. Entonces, en el silencio que lo envolvió de repente, empezó a percibir otros sonidos que llegaban del piso de abajo, golpes y ruidos metálicos familiares que le advertían de la llegada del equipo del laboratorio. Abandonando su papel de protector del conde, Brunetti bajó la escalera para volver al salón en el que el segundo heredero de los Lorenzoni había encontrado su trágico destino.

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