Lo primero que hizo Brunetti al llegar a su despacho fue abrir la ventana y mirar un momento el lugar en el que Bonsuan solía amarrar la lancha. Luego, fue a la mesa y abrió el informe de la autopsia. Con los años, se había acostumbrado a las peculiaridades de estos informes. La terminología era médica -nombres de huesos, órganos y tejidos- y el modo de los verbos, casi exclusivamente subjuntivo y condicional: «Si se tratara del cuerpo de una persona sana…» «Si no se hubiera trasladado el cuerpo…» «Si se me solicitara un cálculo…»
Varón, joven, probablemente, poco más de veinte años, señales de ortodoncia. Estatura aproximada: 180 centímetros; peso: no más de sesenta kilos. Probable causa de la muerte: una bala en el cerebro. Se acompañaba foto del orificio del cráneo, cuyo pequeño tamaño no desmentía el carácter letal que denotaba su perfecta redondez. La muesca que se observaba en la cara interna de la órbita ocular izquierda podía deberse a la salida del proyectil.
Brunetti interrumpió un momento la lectura para reflexionar sobre la proverbial precaución de los forenses. Aunque a una persona se la encontrara con puñal clavado en el corazón, el informe diría: «La causa de la muerte fue, al parecer…» Lamentó que la autopsia no la hubiera hecho Ettore Rizzardi, el medico legale de Venecia: al cabo de tantos años de trabajar junto a Brunetti podía conseguir que Rizzardi se comprometiera más allá del lenguaje vago y ambiguo de los informes y, en una o dos ocasiones, hasta había logrado que el médico especulara con la posibilidad de que la causa la muerte pudiera ser distinta de la que sugería la autopsia.
Como el tractor había removido varios huesos y roto otros, no había posibilidad de determinar si el difunto llevaba puesto el anillo que había aparecido con los restos. Los funcionarios que lo habían encontrado no habían marcado su posición exacta antes de darlo al medico legale, por lo que era imposible decir dónde se hallaba en relación con el cuerpo, el cual también había sido removido por los funcionarios.
Cuando fue enterrado, el hombre, aparte los zapatos negros del número 42 y calcetines de algodón oscuros, sólo llevaba un pantalón de lana azul y camisa de algodón blanco. Brunetti recordó que en el informe de la policía se decía que, en el momento de su desaparición, Lorenzoni llevaba un traje azul. Como durante ello y el invierno anteriores había llovido mucho en la provincia de Belluno y, además, el campo se encontraba al pie de dos montes, el agua acumulada en él había acelerado la descomposición tanto de la tela como del cadáver.
Se estaban practicando análisis toxicológicos de los órganos, cuyos resultados se conocerían dentro de una semana, lo mismo que los de unas pruebas que se realizarían en los huesos. Aunque los fragmentos de tejido pulmonar estaban muy deteriorados como para que las conclusiones fueran fiables, había pruebas de que aquel hombre había sido un gran fumador. Brunetti, recordando lo que había dicho la novia de Roberto, desesperaba de la utilidad de las autopsias. En una carpeta de plástico transparente había un juego completo de radiografías dentales.
– Veamos qué dice el dentista -dijo Brunetti en voz alta, y alargó la mano hacia el teléfono. Mientras esperaba línea con el exterior, abrió su ejemplar del expediente Lorenzoni y buscó el número del conde Ludovico.
– Pronto -contestó una voz masculina a la tercera llamada.
– ¿El conde Lorenzoni?
– Signor Lorenzoni -rectificó la voz, sin dar una indicación de si era el sobrino o era el propio conde que hacía una declaración de principios republicanos.
– ¿Signor Maurizio Lorenzoni? -preguntó Brunetti entonces.
– Sí. -Nada más.
– Aquí el comisario Guido Brunetti. Desearía hablar con usted o con su tío, a ser posible, esta misma tarde.
– ¿En relación con qué asunto, comisario?
– En relación con Roberto, su primo Roberto.
Después de una pausa larga, el otro preguntó:
– ¿Lo han encontrado?
– Se ha hallado un cuerpo en la provincia de Belluno.
– ¿Belluno?
– Sí.
– ¿Es Roberto?
– No lo sé, signor Lorenzoni. Podría ser. Se trata de un joven de unos veinte años, un metro ochenta de estatura…
– Esa descripción podría corresponder a la mitad de los jóvenes de Italia -dijo Lorenzoni.
– Con el cadáver había un anillo con el escudo Lorenzoni -dijo Brunetti.
– ¿Qué?
– Un anillo de sello, con el escudo de la familia.
– ¿Quién lo identificó?
– El medico legale.
– ¿Está seguro?
– Sí. A no ser que hayan cambiado el escudo últimamente -agregó Brunetti con voz átona.
La siguiente pregunta de Lorenzoni llegó después de una larga pausa.
– ¿Dónde lo han encontrado?
– En un lugar llamado Col di Cugnan, no muy lejos de Belluno.
La pausa siguiente fue aún más larga. Entonces Lorenzoni preguntó, con voz mucho más suave:
– ¿Podemos verlo?
Si la voz no se hubiera suavizado, Brunetti hubiera contestado que no había mucho que ver; pero ahora dijo:
– Me temo que la identificación tendrá que hacerse por otros medios.
– ¿Qué quiere decir?
– El cuerpo que se ha encontrado ha estado enterrado mucho tiempo, y ha habido mucha descomposición.
– ¿Descomposición?
– Nos ayudaría mucho poder hablar con su dentista. Hay señales de ortodoncia.
– Oh Dio -jadeó el joven, y luego dijo-: Roberto llevó correctores durante años.
– ¿Puede darme el nombre del dentista?
– Francesco Urbani. Su consulta está en Campo San Stefano. Es el dentista de toda la familia.
Brunetti anotó el nombre y la dirección.
– Gracias, signor Lorenzoni.
– ¿Cuándo sabrán algo? ¿Se lo digo a mi tío? -Y, tras una pausa, agregó, pero no en tono de interrogación-: Y a mi tía.
Brunetti sacó de la carpeta las placas bordeadas de blanco de las radiografías dentales. Podía enviarlas al doctor Urbani con Vianello aquella misma tarde.
– Creo que hoy mismo podré decirles algo. Deseo hablar con su tío, y con su tía, si es posible. ¿Puedo ir a última hora de la tarde?
– Sí, sí -respondió el hombre, con vehemencia-. Comisario, ¿hay alguna posibilidad de que no sea Roberto?
Tal posibilidad, si en algún momento existió, parecía más remota con cada dato que surgía.
– No parece probable, pero quizá prefiera usted esperar a que yo hable con el dentista antes de decir algo a su tío.
– No sé cómo voy a decírselo a mi tío -dijo Lorenzoni-. Y a mi tía, mi tía…
Lo que dijera el dentista sólo confirmaría lo que Brunetti intuía. Decidió hablar con los Lorenzoni, con todos ellos, y hablar pronto.
– Si quiere, ya hablaré yo con ellos.
– Sí, creo que será preferible. Pero, ¿y si el dentista dice que no es Roberto?
– En tal caso, yo le llamaría. ¿A ese número?
– No; le daré el del móvil.
– Estaré ahí a las siete -dijo Brunetti, después de anotar el número, omitiendo deliberadamente toda alusión a lo que haría si los datos dentales no coincidían.
– De acuerdo, a las siete -dijo Lorenzoni, y colgó sin preocuparse de dar la dirección ni instrucciones de cómo llegar al palazzo. Porque, sin duda, en Venecia, con semejante apellido no hacían falta más explicaciones.
Brunetti llamó inmediatamente a Vianello y le pidió que subiera a recoger las radiografías. Cuando el sargento entró en su despacho, Brunetti le dijo dónde estaba la consulta del doctor Urbani y le pidió que, cuando tuviera los datos, se los comunicara por teléfono desde allí.
¿Qué sientes cuando te secuestran a un hijo? ¿Y si la víctima hubiera sido Raffi, su chico? Sólo de pensarlo, a Brunetti se le revolvía el estómago, de angustia y de pavor. Recordó la serie de secuestros que se habían producido en el Véneto durante la década de 1980 y el negocio que habían generado para las empresas de seguridad privada. La banda había sido desarticulada hacía varios años y los jefes, sentenciados a cadena perpetua. Con una punzada de remordimiento, Brunetti se sorprendió a sí mismo pensando que éste no era castigo suficiente por lo que habían hecho, aunque el tema de la pena capital era tan explosivo dentro de su propia familia que no se atrevió a sacar la conclusión lógica de tal pensamiento.
Necesitaba ver la tapia, ver lo fácil que podía ser trepar por ella, o de qué otra manera habían podido poner la piedra detrás de la verja. Tendría que hablar con la policía de Belluno para informarse sobre secuestros en la región. Siempre le había parecido aquélla la zona con menos delincuencia del país, pero tal vez fuera ésta la Italia del recuerdo. Ya había transcurrido el tiempo suficiente como para que los Lorenzoni, si habían conseguido reunir dinero suficiente para pagar el rescate, pudieran estar dispuestos a reconocerlo. Y, en tal caso, ¿cómo lo habían pagado y cuándo?
Años de experiencia le advertían que estaba dando por descontada la muerte del muchacho antes de tener una prueba concluyente; pero la misma experiencia le decía también que, en este caso, la prueba concluyente no era necesaria. Bastaba la intuición.
Su pensamiento derivó hacia su conversación con el conde Orazio y su propia resistencia a aceptar la intuición de su suegro. Alguna que otra vez, Paola había dicho que se sentía vieja y que ya había dejado atrás lo mejor de su vida, pero Brunetti siempre había conseguido quitarle estas ideas de la cabeza. Él nada sabía de la menopausia, la sola palabra lo violentaba; pero, ¿podía aquello ser el anuncio de su llegada? ¿No tenía sofocos? ¿Antojos de platos raros?
Descubrió entonces que deseaba que fuera algo así, algo físico y, por consiguiente, ajeno a él, que él nada pudiera hacer por remediarlo. Cuando era niño, el sacerdote que daba clase de religión le había dicho que, antes de la confesión, había que hacer examen de conciencia. Que había pecados de obra y pecados de omisión, pero ya entonces a Brunetti le era difícil distinguir unos de otros. Ahora que era hombre, la distinción le parecía aún más complicada.
Casi sin darse cuenta, se puso a pensar en regalarle flores, llevarla a cenar, preguntarle por su trabajo. Pero ya mientras lo pensaba advertía que semejantes gestos no podían menos que resultar forzados, incluso para él. Si supiera la causa de su infelicidad, quizá tuviera una idea de lo que podía hacer.
La causa no estaba en casa, donde Paola mostraba el genio vivo y volátil de siempre. ¿En el trabajo entonces? Por lo que Paola decía desde hacía años, él no imaginaba que pudiera existir una persona inteligente a la que la bizantina política de la universidad no llevara a la desesperación. De todos modos, generalmente, eran situaciones que la sacaban de sus casillas, pero nadie aceptaba una batalla con más arrojo y alegría que Paola. Y el conde decía que no era feliz.
Pensando en la felicidad de Paola, Brunetti se puso a pensar en la suya propia, y descubrió con sorpresa que hasta entonces nunca se le había ocurrido plantearse si era feliz o no. Enamorado de su mujer, orgulloso de sus hijos, competente en el trabajo, ¿por qué preocuparse por la felicidad? ¿Y en qué, si no, en esta ausencia de preocupación podía consistir la felicidad? Brunetti se encontraba a diario con personas que pensaban que no eran felices y que creían que cometer un delito -robo, asesinato, estafa, chantaje, incluso secuestro- era la fórmula mágica para transformar su supuesto infortunio en el más apetecible de los estados: la felicidad. Con frecuencia, Brunetti se había visto obligado a contemplar las consecuencias de tales crímenes, y lo que veía era la destrucción de toda posible felicidad.
Paola se lamentaba a menudo de que en la universidad nadie la escuchaba, más aún, de que casi nadie se molestaba en escuchar lo que decían los demás, pero Brunetti nunca se había incluido a sí mismo en la denuncia. Ahora bien, ¿la escuchaba él? Cuando ella despotricaba sobre el deterioro de la calidad de sus estudiantes y la conducta interesada de sus colegas, ¿le prestaba él atención suficiente? No bien se lo hubo preguntado, se coló en su mente este pensamiento: ¿lo escuchaba ella cuando él se quejaba de Patta o de las diversas formas de incompetencia con las que tenía que bregar en su vida diaria? Y sin duda las consecuencias de lo que exponía él eran mucho más graves que las derivadas del hecho de que un estudiante no recordara quién había escrito Los novios o ignorara quién era Aristóteles.
Bruscamente irritado por la futilidad de estas cavilaciones, se levantó y se acercó a la ventana. La lancha de Bonsuan estaba otra vez en su amarre, pero no se veía al piloto. Brunetti sabía que su negativa de recomendar al teniente Scarpa para un ascenso la pagaría Bonsuan con el suyo, pero la casi certeza de que el teniente había traicionado a una testigo provocando con ello su muerte, hacía que a Brunetti le resultara difícil estar con él en una misma habitación, e imposible hacer constar por escrito que aprobaba su conducta. Lamentaba que su desprecio por Scarpa tuviera que costar a Bonsuan su ascenso, pero Brunetti no veía la manera de evitarlo.
Volvió a su mente el pensamiento sobre Paola, pero lo ahuyentó y se volvió de espaldas a la ventana. Bajó al despacho de la signorina Elettra.
– Signorina -dijo al entrar-, creo que ha llegado el momento de echar otra mirada al caso Lorenzoni.
– ¿Entonces era el chico? -preguntó ella levantando la mirada del teclado.
– Creo que sí, pero estoy esperando que Vianello me lo confirme por teléfono. Ha ido a cotejar las radiografías dentales.
– Pobre madre -dijo Elettra, y agregó-: Me pregunto si será religiosa.
– ¿Por qué?
– Eso ayuda a las personas cuando les pasa algo terrible, cuando alguien se les muere.
– ¿Lo es usted?
– Per carita -dijo ella rechazando la idea con las dos manos-. La última vez que estuve en la iglesia fue el día de mi confirmación. Mis padres se hubieran llevado un disgusto si me hubiera negado, y lo mismo les ocurría a las otras chicas, pero, desde entonces, ni acercarme.
– ¿Por qué ha dicho entonces que ayuda a la gente?
– Porque es la verdad -dijo ella llanamente-. El que yo no crea no significa que la fe no pueda ayudar a otras personas. Sería una estúpida si lo negara.
Y la signorina Elettra no era una estúpida, a Brunetti le constaba.
– ¿Qué hay de los Lorenzoni? -preguntó Brunetti y, adelantándose a su respuesta, puntualizó-: No me refiero a sus ideas religiosas. Me interesa saber de ellos todo lo que pueda: su vida familiar, sus empresas, sus residencias, quiénes son sus amigos, el nombre de su abogado…
– Yo diría que muchas de esas cosas estarán en Il Gazzettino -dijo ella-. Veré qué encuentro en el archivo.
– ¿Puede averiguarlo, digamos, sin dejar huella? -preguntó él, aunque no hubiera podido decir por qué deseaba que no trascendiera su interés por la familia.
– Menos de la que dejarían los bigotes de un gato -dijo la joven con lo que parecía auténtico placer, u orgullo profesional. Señaló con el mentón el teclado del ordenador.
– ¿Con eso? -preguntó Brunetti.
– De aquí salen muchas cosas -sonrió la signorina Elettra.
– ¿Por ejemplo?
– Si alguno de ellos ha tenido alguna vez problemas con nosotros -respondió ella, y a Brunetti le hubiera gustado saber si se había dado cuenta de la espontaneidad con que había pronunciado el pronombre.
– Claro -convino Brunetti-. No se me había ocurrido.
– ¿Porque tiene título nobiliario? -preguntó ella enarcando una ceja y torciendo la sonrisa hacia el otro lado.
Brunetti, reconociendo lo válido de la pregunta, meneó la cabeza en muda negación.
– No recuerdo haber oído relacionar su nombre con ningún incidente. Es decir, aparte el secuestro. ¿Sabe usted algo de ellos?
– Sé que Maurizio tiene un genio que ha sido problemático para más de uno.
– ¿Qué quiere decir?
– Que cuando se le contraría puede ser muy desagradable.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé del mismo modo en que sé muchas cosas acerca de la constitución física de ciertas personas de la ciudad.
– ¿Barbara?
– Sí. Aunque no porque ella lo haya tratado profesionalmente; de ser así, no me hubiera dicho nada. Estábamos cenando con otro médico, el que la sustituye durante las vacaciones, cuando él dijo que a una paciente suya Maurizio Lorenzoni le había fracturado una mano.
– ¿Que le rompió una mano? ¿Cómo?
– Con la puerta del coche.
Brunetti alzó las cejas.
– Ahora veo lo que ha querido decir con «desagradable».
Ella movió la cabeza negativamente.
– No; no fue tan brutal como parece. Hasta la misma chica dijo que no lo había hecho adrede. Habían discutido. Al parecer, habían ido a cenar a tierra firme y él la invitó a ir a la villa, la misma en la que secuestraron al otro chico. Ella se negó y le pidió que la acompañara a Venecia. Él se enfadó, pero al fin la trajo. Cuando llegaron al aparcamiento de Piazzale Roma, él encontró su sitio ocupado por otro coche y tuvo que aparcar al lado de la pared, por lo que ella tenía que apearse por el lado del conductor. Y él, sin darse cuenta, cerró de golpe la puerta en el momento en que ella se agarraba al marco para ayudarse a salir del coche.
– ¿Estaba segura de que él no la había visto?
– Sí. Cuando él la oyó gritar y vio lo que había hecho, se quedó aterrado, casi lloraba de la impresión. Por lo menos, eso dijo ella al amigo de Barbara. Él la bajó, llamó una lancha taxi y la llevó al pronto soccorso del hospital civil. Al día siguiente, la acompañó a un especialista de Udine que le redujo la fractura.
– ¿Por qué fue al otro médico?
– Por una infección de la piel que tenía debajo de la escayola. Él, naturalmente, le preguntó cómo se había roto la mano.
– ¿Y ella le contó eso?
– Es lo que dijo él. Al parecer, la creyó.
– ¿Demandó ella a Maurizio por daños y perjuicios?
– Que yo sepa, no.
– ¿Sabe cómo se llama esa chica?
– No; pero puedo preguntárselo al amigo de Barbara.
– Se lo agradeceré -dijo Brunetti-. Y vea qué más puede averiguar de cada uno de ellos.
– ¿Sólo asuntos criminales, comisario?
El primer impulso de Brunetti fue el de asentir, pero, al pensar en la aparente ambigüedad de Maurizio, que se enfurecía cuando una mujer rehusaba su invitación y luego casi se echaba a llorar al verle la mano rota, sintió curiosidad por descubrir qué otras contradicciones podían anidar en la familia Lorenzoni.
– No; todo lo que podamos descubrir. En cualquier aspecto.
– Está bien, dottore -dijo ella, haciendo girar la silla para situar las manos encima del teclado-. Empezaré por la Interpol y luego veré qué hay en Il Gazzettino.
Brunetti movió la cabeza hacia el ordenador.
– ¿De verdad puede encontrarlo ahí antes que por teléfono?
Ella lo miró con paciencia infinita, como lo miraba la maestra del instituto después de cada experimento de química fallido.
– Hoy en día, los únicos que me llaman por teléfono son los que dicen guarradas.
– ¿Y todos los demás usan eso? -dijo Brunetti, señalando la cajita que ella tenía encima de la mesa.
– Se llama módem, comisario.
– Ah, sí, ya recuerdo. Bien, vea qué puede decirle acerca de los Lorenzoni.
Antes de que la signorina Elettra, otra vez estupefacta por su ignorancia, pudiera empezar a explicarle qué era exactamente un módem y cómo funcionaba, Brunetti dio media vuelta y salió del despacho. Ninguno de los dos consideró su precipitada marcha como una oportunidad perdida para el avance de la informática.