La cena, finalmente, cumplió todas las expectativas, hecho que Brunetti sobrellevó con un estoicismo digno de sus clásicos favoritos. Se sirvió más raviolis, que nadaban en algo que parecía haber sido mantequilla, mezclada con hojas de salvia trituradas y carbonizadas. El pollo estaba tan sazonado como era de temer, y antes de acabar la cena, Brunetti ya había destapado la tercera botella de agua mineral. Por una vez, Paola no dijo nada cuando él abrió la segunda botella de vino, sino que contribuyó en buena medida a vaciarla.
– ¿Qué hay de postre? -preguntó él, lo que le valió la mirada más tierna que había visto en ojos de Paola desde hacía semanas.
– No he tenido tiempo de preparar postre -dijo Chiara, ajena a las miradas que intercambiaban los otros tres comensales. Así debieron de mirarse los integrantes del equipo Donner al oír las primeras voces de los hombres que acudían a rescatarlos.
– Me parece que aún queda gelato -propuso Raffi, cumpliendo escrupulosamente su parte del trato hecho con su madre.
– No; me lo he comido esta tarde -confesó Chiara.
– ¿Y si fuerais los dos a Campo Santa Margarita a comprar más? -propuso Paola.
– Pero, ¿y los platos, mamma? -dijo Chiara-. Si yo hacía la cena, Raffi tenía que fregar.
Adelantándose a la protesta de Raffi, Paola dijo:
– Si vosotros traéis el helado, yo friego.
En medio de una clamorosa aprobación, Brunetti sacó la billetera y dio a Raffi veinte mil liras. Los chicos se fueron, deliberando ya sobre sabores.
Paola se levantó y empezó a llevarse los platos.
– ¿Crees que lo resistirás? -preguntó.
– Si puedo beber otro litro de agua antes de acostarme y tener una botella al lado de la cama, quizá.
– Ha sido terrible, ¿verdad? -reconoció Paola.
– Pero ella estaba contenta -contemporizó Brunetti, aunque agregó-: De todos modos, es otra buena razón para propugnar la liberación de la mujer.
Paola se echó a reír mientras amontonaba los platos en el fregadero. Y entonces, ya con más ecuanimidad, pasaron a comentar los detalles de la cena, complaciéndose ambos en la evidente satisfacción de Chiara, prueba del éxito de la confabulación de la familia. Y también, pensó Brunetti, del amor de la familia.
Cuando los platos estuvieron limpios y escurriéndose, él dijo:
– Me parece que mañana iré a Belluno con Vianello.
– ¿El chico Lorenzoni?
– Sí.
– ¿Cómo estaban los padres?
– Mal, sobre todo, ella.
Brunetti notó que el dolor de una madre por la pérdida de su único hijo no era algo que Paola deseara contemplar en este momento. Como de costumbre, se escudaba en los detalles.
– ¿Dónde lo encontraron?
– En un campo.
– ¿Un campo? ¿De dónde?
– De uno de esos pueblos de Belluno que tienen nombres tan raros… Col di Cugnan, me parece que se llama.
– Pero, ¿cómo lo encontraron?
– Un hombre que estaba arando un campo con un tractor removió los huesos.
– Qué horror -dijo ella, e inmediatamente-: Y tú has tenido que decir eso a los padres y, al llegar a casa, te has encontrado con esta cena.
Él no pudo menos que echarse a reír.
– ¿De qué te ríes?
– De que enseguida sales con la comida.
– Eso lo aprendí de ti, cariño -dijo ella con cortés superioridad-. Antes de casarme contigo, la comida me importaba muy poco.
– ¿Cómo aprendiste entonces a guisar tan bien?
Paola hizo ademán de rechazar la pregunta, pero él detectó en su mujer cierta turbación y, al mismo tiempo, el deseo de dejarse sonsacar, e insistió:
– Vamos, dime por qué aprendiste a guisar. Creí que la cocina había sido siempre tu gran afición.
Hablando con rapidez, ella dijo:
– Me compré un libro.
– ¿Un libro de cocina? ¿Tú? ¿Por qué?
– Cuando me di cuenta de lo mucho que me gustabas y de la importancia que le dabas a la gastronomía, decidí que más me valdría aprender a guisar. -Lo miró, esperando que él dijera algo y, como no era así, prosiguió-: Empecé en casa, y créeme, algunos de aquellos platos eran aún peores que lo que hemos comido esta noche.
– Cuesta trabajo creerlo -dijo Brunetti-. Continúa.
– En fin, yo estaba segura de que me gustabas y comprendí que querría estar siempre a tu lado. De manera que insistí y con el tiempo… -Se interrumpió, haciendo un ademán que abarcaba toda la cocina-. Imagino que he aprendido.
– ¿Con un libro?
– Y un poco de ayuda.
– ¿De quién?
– De Damiano. Es buen cocinero. También de mi madre. Y, después, cuando ya éramos novios, de la tuya.
– ¿Mi madre? ¿Ella te enseñó a guisar? -Paola asintió y Brunetti dijo-: Qué callado lo tenía.
– Le hice prometer que no te lo diría.
– ¿Por qué?
– No lo sé, Guido -respondió ella, aunque era evidente que mentía. Él no dijo nada, sabiendo por experiencia que ella se explicaría-: Será porque quería que pensaras que yo era capaz de todo, hasta de guisar.
Él, sin levantarse, se inclinó hacia adelante abrazándola por la cintura. Ella trataba de desasirse sin convicción.
– Me siento ridícula confesándolo al cabo de tanto tiempo -dijo, apoyándose contra él e inclinándose para darle un beso en el pelo. De repente, como una inspiración, le vino la idea-: Mi madre la conoce.
– ¿A quién?
– A la condesa Lorenzoni. Creo que las dos están en la junta de alguna obra benéfica o algún… No recuerdo, pero seguro que la conoce.
– ¿Te ha hablado de ella?
– No; nada que recuerde. Excepto eso de su hijo. La destrozó, decía mamá. Antes colaboraba en muchas cosas: los Amigos de Venecia, el teatro, la recaudación de fondos para la reconstrucción de La Fenice. Pero cuando ocurrió aquello lo dejó todo. Mi madre dice que no sale de casa ni acepta llamadas. Nadie la ha visto desde hace tiempo. Me parece que mamá dijo que lo que la había afectado tanto era no saber lo que había sido de él, que quizá a la idea de su muerte hubiera podido resignarse, pero esto, no saber si está vivo o muerto… No se me ocurre nada más horrible. Es preferible tener la certeza de que está muerto.
Brunetti, siempre dispuesto a votar en favor de la vida, normalmente, hubiera cuestionado esta afirmación, pero esta noche, no. Se había pasado el día pensando en la desaparición y muerte de un hijo, y no quería seguir con lo mismo, por lo que cambió de tema bruscamente.
– ¿Cómo están las cosas en la fábrica de ideas? -preguntó.
Ella se apartó, tomó un paño y se puso a secar los cubiertos que estaban al lado del fregadero.
– Poco más o menos, como la cena de esta noche -respondió al fin, mientras iba dejando caer cuchillos y tenedores en un cajón-. El jefe de mi departamento se ha empeñado en que hay que dedicar más atención a la literatura colonial.
– ¿Y qué es eso?
– Buena pregunta -respondió ella, secando la cuchara de servir-. La producida por autores que se han criado en países en los que el inglés no es la lengua vernácula, pero escriben en inglés.
– ¿Y qué tiene eso de malo?
– Nos ha pedido a varios profesores que el curso que viene los estudiemos.
– ¿A ti también?
– Sí -respondió ella, dejando caer la última cuchara y cerrando el cajón con un golpe seco.
– ¿Qué tema, concretamente?
– «La voz de la mujer caribeña».
– ¿Porque eres mujer?
– No; porque soy caribeña.
– ¿Y?
– Le he dicho que no.
– ¿Por qué?
– Porque no me interesa. Porque lo haría de mala gana. -Él percibió en esto un pretexto y esperó la confesión-. Y porque no estoy dispuesta a que él me diga qué tengo que enseñar.
– ¿Es esto lo que te tiene preocupada? -preguntó él con naturalidad.
Aunque la mirada que ella le lanzó era viva, el tono de la respuesta fue tan indiferente como el de la pregunta.
– No sabía que algo me tuviera preocupada. -Fue a añadir algo, pero en aquel momento se abrió la puerta bruscamente para dar paso a los chicos que volvían con el helado, y la pregunta quedó sin contestar.
Efectivamente, aquella noche Brunetti se despertó dos veces, y en cada una de ellas se bebió dos vasos de agua mineral. La segunda vez ya empezaba a clarear y, cuando se dio la vuelta, después de dejar el vaso en el suelo al lado de la cama, se quedó incorporado, con el codo apoyado en la almohada, contemplando la cara de Paola. Tenía un mechón de pelo enredado en la garganta y unos cabellos se agitaban suavemente con la respiración. Con los ojos cerrados, en reposo, la estructura de su cara sólo revelaba carácter. Estaba a su lado, pero separada y hermética, y él buscaba en vano en su cara una señal que le ayudara a conocerla mejor. Con un fervor repentino, deseó que el conde Orazio estuviera equivocado y que ella fuera feliz, y que lo fuera también su vida en común, feliz y tranquila.
Como haciendo burla de su deseo, el reloj de San Polo dio seis campanadas, y los gorriones que habían decidido hacer el nido entre unos ladrillos sueltos de la chimenea, se pusieron a gritar que ya era de día y hora de ir a trabajar. Brunetti, sin hacerles caso, dejó caer la cabeza en la almohada. Cerró los ojos, seguro de que no volvería a dormir, pero pronto comprobó lo fácil que era hacer oídos sordos a la llamada al trabajo.