El doctor Bortot no era el único; en la región del Véneto casi todo el mundo conocía el apellido Lorenzoni. Los estudiantes de Historia recordarían al conde Lorenzoni que acompañó al dux ciego Dándolo en el saqueo de Constantinopla en 1204. Cuenta la leyenda que fue el conde quien entregó su espada al anciano cuando escalaban la muralla de la ciudad. Los aficionados a la música sabrían que el principal mecenas de la construcción del primer teatro de la ópera de Venecia se apellidaba Lorenzoni. Los bibliófilos reconocerían en el nombre al del hombre que en 1495 prestó a Aldo Manuzio el dinero para fundar su primera imprenta en la ciudad. Pero éstos son recuerdos de historiadores y especialistas, gentes interesadas en las glorias de la ciudad y de la familia. Los venecianos corrientes recuerdan que éste era el nombre del individuo que, en 1944, facilitó a las SS los medios para averiguar los nombres y direcciones de los judíos de la ciudad.
De los 256 judíos que vivían en Venecia, sobrevivieron a la guerra ocho. Pero esto es sólo una forma de plantear el hecho y la aritmética. La cruda realidad es que 248 personas, ciudadanos de Italia y residentes en la que había sido Serenísima República de Venecia, fueron sacadas de sus casas por la fuerza y asesinadas.
Los italianos, empero, son eminentemente pragmáticos, por lo que muchos pensaron que, de no haber sido Pietro Lorenzoni, padre del conde actual, hubiera sido otro el que revelara a las SS el escondite del jefe de la comunidad judía. Otros aducían que debieron de amenazarlo: al fin y al cabo, desde que terminó la guerra, los miembros de las distintas ramas de la familia se habían dedicado a trabajar por el bien de la ciudad, no sólo con sus múltiples obras de caridad en favor de instituciones públicas y privadas, sino desde diversos cargos -incluido el de alcalde, aunque fue sólo durante seis meses- y con el desempeño de funciones públicas al servicio de la comunidad, como suele decirse. Un Lorenzoni fue rector de la Universidad, otro organizó la Bienal durante los años sesenta, y otro, a su muerte, legó su colección de miniaturas islámicas al Museo Correr.
Aunque buena parte de la población de la ciudad no recordara ninguna de estas circunstancias, todo el mundo sabía que éste era el apellido del joven que había sido secuestrado hacía dos años por dos encapuchados que, en presencia de su novia, lo sacaron de su coche, aparcado delante de la verja de la villa que la familia poseía en las afueras de Treviso. La muchacha había llamado a la policía, no a la familia, por lo que las cuentas bancarias de los Lorenzoni habían sido bloqueadas inmediatamente, antes de que la familia se enterase del secuestro. La primera petición de rescate exigía siete mil millones de liras, y en aquel entonces se especuló sobre si los Lorenzoni podían disponer de tanto dinero. La segunda nota, recibida tres días después, rebajaba la cantidad a cinco mil millones.
Para entonces las fuerzas del orden, aunque no habían realizado progresos evidentes encaminados a la detención de los culpables, habían seguido el método habitual en los casos de secuestro, abortando todos los intentos de la familia por conseguir préstamos o traer fondos del extranjero, por lo que tampoco la segunda petición pudo ser atendida. El conde Ludovico, padre del secuestrado, salió por la televisión nacional para suplicar a los responsables que liberaran a su hijo. Dijo que estaba dispuesto a entregarse él en su lugar, aunque, angustiado como estaba, no acertó a explicar cómo podría hacerse el canje.
No hubo respuesta a su súplica, ni hubo tercera petición de rescate.
Esto había sucedido hacía dos años, y desde entonces nada se había sabido de Roberto, el muchacho, ni se había adelantado en la solución del caso, por lo menos, que se supiera. Aunque las cuentas de la familia fueron desbloqueadas al cabo de seis meses, permanecieron bajo el control de un administrador del gobierno durante otro año, el cual debía autorizar la retirada o adeudo de cualquier cantidad que excediera de cien millones de liras. Muchos fueron los pagos superiores a esta cuantía que hizo el negocio familiar durante aquel período, pero todos eran legítimos, y fueron autorizados. Cuando cesaron los poderes del administrador, el gobierno mantuvo cierta discreta vigilancia sobre el negocio y los gastos de los Lorenzoni, pero no se apreciaron desembolsos extraordinarios.
Aunque tenían que transcurrir otros tres años para que pudiera certificarse la defunción del joven, la familia lo había dado por muerto. Sus padres sobrellevaron la pena cada uno a su manera: el conde Ludovico, volcándose en sus empresas y la condesa, entregándose a sus devociones y a sus obras de caridad. Roberto era hijo único, por lo que el heredero pasó a ser un sobrino, hijo del hermano menor de Ludovico, al que se introdujo en la empresa y se preparó para que pudiera hacerse cargo de la gestión de los negocios, que comprendían vastos y diversos intereses en Italia y el extranjero.
La noticia de que se había encontrado el cuerpo de un hombre joven que llevaba un sello con las armas de la familia Lorenzoni fue comunicada a la policía de Venecia desde el teléfono de uno de los vehículos de los carabinieri y recibida por el sargento Lorenzo Vianello, que tomó nota del lugar y de los nombres del dueño de la finca y del hombre que había hallado los restos.
Después de colgar, Vianello subió la escalera y llamó a la puerta del despacho de su superior inmediato, el comisario Guido Brunetti. Al oír gritar «Avanti», Vianello empujó la puerta y entró.
– Buon dì, commissario -dijo y, como no tenía que esperar a que le invitasen a sentarse, ocupó su sitio habitual en la silla situada frente a Brunetti, que estaba detrás de su escritorio, con una gruesa carpeta abierta ante sí. Vianello observó que su superior llevaba gafas, y él no recordaba habérselas visto antes.
– ¿Desde cuándo usa gafas, comisario? -preguntó.
Brunetti levantó la cabeza y le miró con los ojos agrandados por los cristales.
– Sólo para leer -dijo quitándoselas y dejándolas caer sobre los papeles que tenía delante-. En realidad, no las necesito. Pero van bien para leer la letra pequeña de los papeles que envían de Bruselas. -Se frotó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, como para borrar la señal de las gafas y, al mismo tiempo, la impresión de lo que había estado leyendo. Miró al sargento-. ¿Qué sucede?
– Se ha recibido una llamada de los carabinieri de un sitio que se llama… -empezó y entonces miró el papel que tenía en la mano-… Col di Cugnan. -Hizo una pausa y, en vista de que Brunetti no decía nada, agregó-: Está en la provincia de Belluno. -Como si la exacta ubicación pudiera servir de ayuda a Brunetti. El comisario siguió sin responder, por lo que Vianello prosiguió-: Un campesino ha encontrado un cadáver en un campo. Parece ser que se trata de un hombre de unos veinte años.
– ¿Eso en opinión de quién? -interrumpió Brunetti.
– Me parece que del medico legale, comisario.
– ¿Cuándo ha sido?
– Ayer.
– ¿Por qué nos llaman a nosotros?
– Con el cuerpo se ha encontrado un anillo con el escudo de los Lorenzoni.
Brunetti volvió a frotarse el puente de la nariz y cerró los ojos.
– Ah, pobre muchacho -suspiró. Retiró la mano y miró a Vianello-. ¿Están seguros?
– No lo sé, comisario -dijo Vianello, en respuesta a la duda implícita en la pregunta de Brunetti-. El que ha llamado ha dicho sólo que habían identificado el anillo.
– Eso no significa necesariamente que fuera suyo, ni siquiera que perteneciera a… -Brunetti se interrumpió, tratando de recordar el nombre del muchacho-. Roberto.
– ¿Llevaría un anillo como ése alguien que no fuera de la familia?
– No lo sé, Vianello. Pero si quienquiera que dejara allí el cuerpo no quería que fuera identificado, le habría quitado el anillo. Lo tenía en el dedo, ¿no?
– Eso no lo sé, comisario. Sólo ha dicho que se había encontrado el anillo con el cuerpo.
– ¿Quién se encarga allí del caso?
– El que ha hablado conmigo había recibido instrucciones del medico legale. Tengo anotado el nombre. -Consultó su papel-. Bortot. Es todo, sólo me ha dado el apellido.
Brunetti meneó la cabeza.
– ¿Cómo ha dicho que se llama el pueblo?
– Col di Cugnan. -Al ver la expresión interrogativa de Brunetti, Vianello se encogió de hombros, para dar a entender que tampoco él lo había oído en su vida-. Está cerca de Belluno. Ya sabe lo raros que son los nombres por allá arriba: Roncan, Navegal, Polpet…
– Y muchos apellidos, también, si mal no recuerdo.
Vianello agitó el papel.
– Como el del medico legale.
– ¿Ha dicho algo más el carabiniere? -preguntó Brunetti.
– No, señor. Pero he pensado que debía informarle.
– Sí, está bien -dijo Brunetti, un poco distraído-. ¿Ya han llamado a la familia?
– No lo sé, comisario. El hombre no me ha dicho nada de eso.
Brunetti alargó la mano hacia el teléfono. Cuando contestó la telefonista, pidió que le pusiera con el cuartel de carabinieri de Belluno. Al recibir la respuesta, se identificó y dijo que deseaba hablar con la persona encargada de la investigación de los restos hallados la víspera. A los pocos momentos, hablaba con el maresciallo Bernardi, que dijo llevar la investigación. No; no sabía si el anillo estaba o no en la mano del cadáver. Si el comisario hubiera estado en el lugar, comprendería lo difícil que era determinar tal extremo. Quizá el medico legale pudiera aclarárselo. En realidad, el maresciallo no pudo dar mucha más información de la que ya figuraba en el papel que Vianello tenía en la mano. Los restos habían sido llevados al hospital civil de Belluno, donde quedarían depositados hasta que pudiera efectuarse la autopsia. Sí, tenía el número del doctor Bortot y lo dio a Brunetti, que no tenía más preguntas.
El comisario soltó el pulsador del receptor y marcó inmediatamente el número que le había dado el carabiniere.
– Bortot -respondió el médico.
– Buenos días, doctor, soy el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia. -Aquí hizo una pausa, ya que estaba acostumbrado a que, al llegar a este punto, la gente le interrumpiera para preguntarle por el motivo de la llamada. Bartot no dijo nada y Brunetti prosiguió-: Es acerca de los restos del joven que se encontraron ayer y del anillo que apareció con ellos.
– ¿Sí, comisario?
– Me gustaría saber dónde estaba el anillo.
– No estaba en los huesos de la mano, si se refiere a eso. Pero, en primer lugar, no estoy seguro de que eso quiera decir que no estaba en la mano.
– ¿Podría ser más explícito, doctor?
– Es difícil decir lo que ha pasado aquí, comisario. Hay indicios de que el cuerpo ha sido removido. Por animales. Es lo normal, cuando un cadáver permanece un tiempo a flor de tierra. Faltan huesos y órganos, y da la impresión de que los restantes estaban revueltos. Por eso es difícil decir dónde podía estar el anillo cuando pusieron ahí el cuerpo.
– ¿Pusieron? -preguntó Brunetti.
– Hay indicios de que le dispararon.
– ¿Qué indicios?
– Un orificio de unos dos centímetros de diámetro en la base del cráneo.
– ¿Sólo uno?
– Sí.
– ¿Y la bala?
– Para buscar los huesos, mis hombres utilizaban un tamiz de luz de malla normal, por lo que no habría retenido algo tan pequeño como los fragmentos de una bala.
– ¿Siguen buscando los carabinieri?
– Eso lo ignoro, comisario.
– ¿Hará usted la autopsia?
– Sí. Esta tarde.
– ¿Y los resultados?
– No sé qué resultados pueden interesarle, comisario.
– Edad, sexo, causa de la muerte.
– La edad ya puedo dársela: poco más de veinte años; no creo que la autopsia nos revele algo que contradiga esta estimación o que pueda darnos una idea más exacta. Sexo, casi seguro que es un varón, a juzgar por la longitud de los huesos de las extremidades. Y supongo que la causa de la muerte fue la bala.
– ¿Podrá confirmarlo?
– Depende de lo que encuentre.
– ¿En qué estado se hallaba el cuerpo?
– ¿Se refiere a cuánto queda de él?
– Sí.
– Lo suficiente como para obtener muestras de tejido y de sangre. Gran parte de los tejidos habían desaparecido: los animales, como le decía, pero algunos ligamentos y músculos largos, especialmente del muslo y de la pantorrilla, están en bastante buenas condiciones.
– ¿Cuándo tendrá los resultados, dottore?
– ¿Hay alguna prisa, comisario? Al fin y al cabo, llevaba allí más de un año.
– Estaba pensando en la familia, dottore, no en los trámites policiales.
– ¿Lo dice por el anillo?
– Sí; si se trata del chico Lorenzoni desaparecido, creo que deberíamos comunicarlo a los padres lo antes posible.
– Comisario, no dispongo de datos suficientes para poder ponerle nombre y apellido. Sólo sé lo que ya le he dicho. Mientras no obren en mi poder los informes médicos y dentales del chico Lorenzoni, no puedo estar seguro de nada que no sea edad y sexo y, quizá, causa de la muerte. Y de cuánto tiempo hace que ocurrió.
– ¿Tiene alguna idea?
– ¿Cuánto tiempo hace que desapareció el chico?
– Unos dos años.
Se hizo un silencio.
– En tal caso, es posible. Por lo que pude ver. De todos modos, para la identificación oficial, necesito esos datos.
– Hablaré con la familia y se los pediré. En cuanto los tenga, se los pasaré por fax.
– Gracias, comisario. Por las dos cosas. No me gusta tener que hablar con las familias.
Brunetti no imaginaba que pudiera haber alguien a quien le gustara eso, pero sólo, dijo al doctor que volvería a llamarle a última hora de-la tarde, para saber si la autopsia confirmaba sus primeras impresiones.
Después de colgar el teléfono, Brunetti se volvió hacia Vianello.
– ¿Ha oído?
– Lo suficiente. Si usted llama a la familia, yo llamaré a Belluno, para preguntar si los carabinieri han encontrado la bala. Si no, les diré que vuelvan al sitio y no paren de buscar hasta que la encuentren.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo en señal de afirmación y de agradecimiento a la vez. Cuando Vianello salió, Brunetti abrió el cajón de abajo del escritorio y sacó la guía telefónica, que abrió por la «L». Encontró tres entradas con el apellido de Lorenzoni, las tres, con la misma dirección de San Marco: «Ludovico, avvocato», «Maurizio, ingeniere», y «Cornelia», sin indicación de profesión.
Volvió a alargar la mano hacia el teléfono, pero, en lugar de levantarlo, se puso en pie y bajó a hablar con la signorina Elettra.
Cuando Brunetti entró en el pequeño antedespacho de su superior, el vicequestore Giuseppe Patta, la secretaria estaba hablando por teléfono. Al ver al comisario, sonrió y levantó un dedo con uña color magenta. Él se acercó al escritorio y escuchó el final de la conversación, al tiempo que miraba los titulares de la prensa del día leyéndolos del revés, habilidad que más de una vez le había resultado muy útil. L'Esule di Hammamet, proclamaba el titular, y Brunetti se preguntó por qué los políticos que huían del país para evitar el arresto eran siempre «exiliados» y no «fugitivos».
– Entonces hasta las ocho -dijo la signorina Elettra y agregó-: Ciao, caro -antes de colgar.
¿Qué galán había suscitado aquella provocativa risa final, y quién se sentaría esta noche frente aquellos ojos negros?
– ¿Un nuevo enamorado? -preguntó Brunetti, sin pararse a considerar la audacia de la pregunta.
Pero a la signorina Elettra no pareció incomodarle el atrevimiento.
– Magari -dijo con fatiga y resignación-. Ojalá. No; es mi agente de seguros. Nos reunimos una vez al año: él me invita a una copa y yo le proporciono el sueldo de un mes.
Brunetti, no por habituado a las exageraciones de la joven, dejó de encontrar sorprendente la frase.
– ¿Un mes?
– O casi -concedió ella.
– ¿Y qué es lo que le asegura, si me permite la pregunta?
– No la vida, desde luego -rió ella, y Brunetti, al darse cuenta de que éste era realmente su sentir, se guardó la galantería de que para una pérdida semejante no podía haber compensación-. El apartamento y lo que contiene, el coche y, desde hace tres años, un seguro médico privado.
– ¿Lo sabe su hermana? -preguntó él, curioso por saber lo que una médica de la sanidad nacional pensaría de una hermana que pagaba para no tener que utilizar el sistema.
– ¿Quién cree usted que me aconsejó que lo contratara? -preguntó Elettra.
– ¿Por qué?
– Seguramente, porque ella pasa tanto tiempo en los hospitales y sabe lo que pasa. -Se quedó un momento pensativa y agregó-: Mejor dicho, por lo que ella me ha contado, habría que decir, para ser más exactos, lo que no pasa. La semana pasada, una de sus pacientes estaba en una habitación del Civile con otras seis mujeres. Durante dos días nadie se preocupó de darles de comer, y aún esperan que alguien les explique por qué.
– ¿Qué pasó?
– Menos mal que cuatro de ellas tenían familiares que iban a visitarlas, y repartían la comida con las demás. De lo contrario, no hubieran comido.
La voz de Elettra había subido de tono mientras hablaba. Y siguió subiendo al decir:
– Si quieres que te cambien las sábanas, tienes que pagarles. O que te traigan un orinal. Barbara ya se ha dado por vencida, y me ha dicho que, si un día tienen que ingresarme, que vaya a una clínica privada.
– Tampoco sabía que tuviera coche -dijo Brunetti, a quien siempre sorprendía que alguien que viviera y trabajara en la ciudad tuviera coche. Él nunca lo había tenido, y tampoco su mujer, aunque los dos sabían conducir… mal, desde luego.
– Lo tengo en Mestre, en casa de mi primo. Él lo usa los días laborables y yo, los fines de semana, si quiero ir a algún sitio.
– ¿Y el apartamento? -preguntó Brunetti, que nunca se había preocupado de asegurar el suyo.
– Yo iba a la escuela con una chica que tenía un apartamento en Campo della Guerra. ¿Recuerda el incendio que hubo? Su apartamento fue uno de los que se quemaron.
– Creí que el comune había pagado la restauración -dijo Brunetti.
– Pagaron sólo el continente -puntualizó ella-, lo que no incluía minucias tales como ropa, muebles y otros enseres.
– ¿Y respondería mejor una aseguradora? -preguntó Brunetti, que había oído innumerables historias de horror acerca de las dificultades de conseguir dinero de una compañía de seguros, por legítima que fuera la reclamación.
– Prefiero probar con una empresa privada que con la ciudad.
– ¿Y quién no? -suspiró Brunetti con cansancio y resignación a su vez.
– Diga, comisario, ¿qué se le ofrece? -preguntó ella, haciendo a un lado la conversación y, al mismo tiempo, la idea de cualquier siniestro.
– Le agradecería que bajara al archivo a ver si encuentra el expediente del secuestro Lorenzoni -dijo Brunetti, poniendo sobre la mesa otro siniestro.
– ¿Roberto?
– ¿Lo conocía?
– No, pero mi novio de entonces tenía un hermano pequeño que iba al colegio con él. Vivaldi se llama. Pero de eso hace un siglo.
– ¿Le había hablado de él?
– No lo recuerdo con exactitud, pero tengo la impresión de que no le caía muy bien.
– ¿Sabe por qué?
Elettra levantó el mentón ladeando la cabeza y comprimiendo los labios en una mueca que hubiera desfigurado la belleza de cualquier otra. En su caso, lo único que hacía era realzar la delicada línea del mentón y acentuar el rojo de sus labios fruncidos.
– No -dijo finalmente-. Si algo supe, lo he olvidado.
Brunetti no sabía cómo formular la pregunta siguiente.
– Ha dicho su novio de entonces. ¿Todavía, hum, todavía está en contacto con él?
Ella sonrió ampliamente, tanto por la pregunta como por la curiosa manera de formularla.
– Soy la madrina de su primer hijo -dijo-. Nada más fácil para mí que llamarle para pedir que pregunte a su hermano si recuerda algo. Esta misma noche le llamaré. -Echó la silla hacia atrás-. Ahora bajaré a buscar esa carpeta. ¿Quiere que se la suba al despacho?
Él agradeció que no le preguntara por qué quería verla. Por una especie de superstición, Brunetti confiaba en que, no hablando de ello, podría impedir que el muerto resultara ser Roberto.
– Si es tan amable -dijo, y subió a esperar.