Jordi Sierra I Fabra
Radiografia De Chica Con Tatuaje

Uno

Nunca había estado en una cárcel, y hasta el aire era un prisionero más.

– ¿Me deja el DNI?

Se lo entregó al funcionario. Lo examinó como si fuera el primero que viese en su vida.

– Su abogado ha concertado esta cita -casi se vio obligada a decir Carla.

– Sí, claro.

Una estupidez. Se calló. Mejor no abrir la boca. El funcionario tomó finalmente nota de su número y le entregó una credencial.

– Póngasela a la vista -le recomendó-. Y siga las instrucciones de los guardias en todo momento.

– De acuerdo, gracias.

Era un hombre de mediana edad. Aun así, su mirada la desnudó. O tal vez fuese por ello, porque allí no se veían mujeres, y menos como ella, ni mayores ni jóvenes, salvo las visitas. Carla se sintió amargada. Las miradas de los hombres mayores siempre la atravesaban. La mayoría de ellos tal vez tuviese hijas de su edad.

– Acompáñenle. -El relevo también la trató de usted.

Se movió igual que un autómata. Mejor dicho, la guiaron. Pasó de mano en mano mientras el eco de sus pisadas resonaba por aquellas paredes vacías y desnudas. Cada puerta que se abría lo hacía con estruendo, y al cerrarse expandía el tono metálico de sus goznes y sus hierros por doquier. Sólo faltaba el sonido de las cadenas, como en los viejos chistes en los que se veía a los condenados con ellas y una bola de hierro, para que no escaparan.

Escapar.

Carla quiso hacerlo.

Siguió caminando. Llegar hasta allí no le había sido fácil. Ahora tenía que verlo.

Saber.

– Espere aquí -le dijo el último guardia.

Esperó, nerviosa, con las manos unidas y apretadas al máximo. De pronto tuvo unos incontenibles deseos de orinar, y eso la hizo sentirse más ridícula. Orinar en la cárcel. Ni loca. ¿Y si no había un lugar donde las visitas pudieran hacerlo? Se acercó a la ventana enrejada, para distraerse, y al otro lado descubrió un patio atiborrado de reclusos de todas las edades, pero mayoritariamente jóvenes. Estuvo a punto de soltar un gemido. Se llevó una mano a la boca y lo abortó. Tuvo que mordérsela. Se le antojó un purgatorio, ni siquiera un infierno, sólo un purgatorio repleto de almas perdidas. Hombres que esperaban, hombres que morían un poco día a día.

Nunca como hasta ese momento había valorado más el concepto de libertad.

Y él estaba allí. Carne de presidio.

Escuchó el ruido a su espalda y se volvió. Diego entraba por la otra puerta acompañado del mismo guardia que le había dicho a ella que esperase. Trató de ser fuerte y a duras penas lo consiguió. El aspecto de su novio no era el mejor. No estaba para tirar cohetes. Su estatura, su buena imagen, todo lo que la había enamorado y seducido, quedaba ahora oculto bajo una pátina de oscuridad y depresión. Las bolsas bajo los ojos, un par de kilos menos, el cansancio, el fantasma del miedo…

– Siéntate -le ordenó el guardia.

Curioso. A él lo trataba de tú. Era un reo. A ella, en cambio, de usted.

Y se dio cuenta de que allí, su cabello rubio, su esbeltez, su sensualidad, incluso la misma ropa con la que se había vestido para que él la viera guapa, eran como una burla. Un cisne entre cucarachas.

No dijo nada. Esperó.

Sólo sostuvo la mirada de Diego.

Parecían haber pasado mil años.

– Señorita. -El guardia le mostró a ella su silla, al otro lado de la mesita que iba a separarlos. El tiempo ya corría en su contra, así que lo obedeció.

No supo si podía cogerle las manos. Ella las dejó sobre la mesa.

Diego sí lo hizo.

Se estremeció.

– Carla…

– Hola. -Se sintió muy cansada.

– ¿Cómo estás?

– Bien. -Se encogió de hombros.

– Gracias por venir.

– ¿Por qué me das las gracias?

– No sabía si querrías. Le dije a mi abogado que necesitaba verte por encima de todo. Sólo a ti.

– Ya estoy aquí.

– Carla, escúchame. -Bajó la cabeza, buscó las palabras. Tenía mucha labia, sabía hablar, embaucar, formaba parte de su encanto. Pero allí era otro. Allí era un cuerpo más, con la mente desnuda-. Quería que me miraras a los ojos… ¿Sabes? Quiero decir que…

Le apretó tanto las manos que le hizo daño.

Ella las miró. Los dos tenían las manos bonitas.

– ¿Lo hiciste? -le preguntó con un nudo en la garganta.

– ¡No!

Más que una respuesta fue un salto, un alarido desesperado surgido de lo más profundo de su ser. El tapón que liberó su rabiosa espuma.

– Vale -suspiró Carla.

– ¡Tienes que creerme! Si no me crees tú, ¿quién lo hará? ¡Los demás me dan igual, tú no! -Tragó saliva y se aferró más a ella-. ¡Soy un imbécil, lo sé, y no te merezco! ¡Mierda, eso también lo sé! ¡Lo único bueno que tengo eres tú y no quiero perderte! Si no confías en mí, no me queda nada, ¡nada!

– Siempre es igual, Diego -su voz sonó muy débil-, Cada vez me dices lo mismo, y ahora…

Se dio cuenta de que había dicho siempre, y sólo llevaban un año.

Siempre.

– Es la verdad -jadeó él, quebrándose a la velocidad de la luz-. Más que nunca, es la verdad, mi amor. Yo no lo hice. ¿Piensas que puedo matar a alguien, y menos a…?

No pudo decirlo.

– Llevo todos estos días en estado de choque -musitó ella-, debatiéndome entre lo que quiero creer y lo que todos dicen, entre lo que sé y lo que no sé. Ahora mismo te miro y…

– Créeme.

– Los periódicos dicen que ella tenía tu semen.

Diego apretó las mandíbulas y cerró los ojos.

– ¿La violaste pero no la mataste?

– ¡No la violé! -reaccionó con tanta furia que Carla dio un respingo-. ¡Lo hicimos, sí, pero no la violé y mucho menos la maté!

La atravesó el dolor. De lado a lado, de arriba abajo. El dolor invisible del alma al resquebrajarse. La sensación le llegó al estómago, a los pulmones, a la mente. El estómago se le descompuso de golpe, los pulmones se quedaron sin aire, la mente se puso a dar alaridos en silencio.

Despacio, muy despacio, pero con firmeza, retiró sus manos.

Diego trató de retenerlas, pero no pudo.

Carla las escondió bajo la mesa

– Lo siento… -gimió él.

– ¿Qué pasó?

– Si hubieras estado conmigo en lugar de estudiando…

– ¿Qué pasó?

– ¡Nada! ¡Fue una tontería!

Se levantó dispuesta a irse. Diego la atrapó saltando desde el otro lado. El guardia les lanzó una mirada de desconfianza, presto a interrumpir su charla.

– Por favor…

Se sentó de nuevo.

Y lo miró fijamente.

– No sé lo que pasó. -Se reclinó hacia atrás-. Por más que lo intento recordar todo…

– ¿Qué tomaste?

– Unas cervezas…

– Diego, la verdad -bufó agotada.

– Un par de pastillas -suspiró.

– Joder, tío…

– Estábamos todos y… ¡Vale, mierda, de acuerdo! ¡La cagué! ¡No me presiones más de lo que ya estoy!

– Sigue.

– Los periódicos…

– Cuéntamelo.

Se resignó por última vez.

– Me fui con Gustín, de marcha. Era nuestro primer aniversario y no quise quedarme en casa. Te lo dije. Te dije que si no salías lo haría yo.

– En plan venganza, para castigarme.

– ¡No! -se desesperó-. Pero quería pasarlo bien, eso sí. Gustín y yo nos fuimos de colegas, estuvimos en el bar de Paco, en el Diorama… Allí aparecieron Quique y Nando.

– Los Cuatro Jinetes.

– Bebimos unas cervezas. Las pastillas llegaron después. Fue Nando el que se encontró con ellas, Gabi y Solé. Las conocía de vista. Empezamos a tontear… -Se mordió el labio inferior-. Una cosa llevó a la otra.

– Acabaste en tu casa, en tu cama, con ella.

– Nos acostamos, nada más -desgranó agotado-. Cuando me desperté, Gabi ya estaba muerta.

– Me juraste que si un día tenías una historia, algo como esto, aunque no me lo dijeras, no correrías riesgos y usarías un condón.

Diego tocó fondo.

Ya no dijo nada.

– ¿Y el sida, por Dios? ¿Y si pillabas algo y luego…?

En la calle, y con veinte años, era un hombre. Allí se le antojó un niño.

Muchos decían que ella era más mujer a punto de cumplir los diecisiete que él a su edad.

Carla se levantó de golpe.

La bofetada estalló como un trueno seco. Fue dura, fuerte, rabiosa. Pero la que se echó a llorar después fue ella, antes de derrumbarse en la silla y de que el guardia se acercaba para decirles algo, tal vez que ya era la hora.

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