Desde la detención de Diego, las noches eran una pesadilla.
No sólo por ella, perdida en su habitación, sino por él.
Lo imaginaba indefenso en la cárcel, y todas las películas de presos vistas a lo largo de su vida le pasaban una detrás de otra por la cabeza, a modo de vídeo sin fin. Poco importaba que por lo general fuesen historias muy americanas, de bandas, pandilleros, chicos guapos sodomizados, venganzas o violencia. En España existían otras realidades, las drogas para soportarlo, el sida… La Universidad de la Calle. La graduación del presidio.
Como si Diego no fuese ya un graduado.
Y para ella todo había sido tan rápido…
Poco más de un año antes era una chica normal. Normal dentro de lo que cabía. Demasiado alta para su edad, demasiado guapa para su edad, demasiado mujer para su edad. Siempre demasiado de algo para su edad. Las amigas la envidiaban. Las enemigas la odiaban. En la escuela no había término medio. O era la reina o la más criticada. Y por más que intentaba ser ella misma, sin meterse en problemas, echando una mano a cualquiera, sin dejarse llevar por nada, fracasaba en el empeño porque la realidad siempre la superaba y la desbordaba. Estaba harta de escuchar aquellas frases:
– Tú, con lo guapa que eres, tienes una suerte…
– En la vida todo te vendrá resuelto, tía. Tope fácil. Los tíos babearán por ti.
– Si yo tuviera ese pelo, esos ojos, esos labios y ese cuerpo, de qué iba a estudiar.
Todas lo basaban en lo mismo. La imagen. Al diablo la personalidad, los sentimientos, la inteligencia, sus deseos de hacer algo con su vida. Para sus compañeras era una privilegiada, una candidata al éxito. Pero, ¿qué éxito? Por lo visto pillar a un tío con pasta, o hacer cine, o ser modelo. Lo veían muy sencillo.
Ella no.
Ella era distinta.
De entrada, leía como una esponja. Un libro en un par de días. Absorbía conocimientos de manera mucho más sencilla y directa que estudiando. Muchas se reían de esa pasión, como si leer fuese una estupidez o algo reservado a las feas. Incluso Diego le decía que se le pondría el cerebro del revés de tanto leer, que eso no valía para nada.
Y lo decía él, que no había cogido un libro en su vida, que no tenía apenas idea de nada más allá de su entorno.
¿Por qué se había enamorado de Diego?
Poco más de un año atrás no entendía a las que se liaban tan pronto, a los trece o catorce años. Opinaba que eran unas tontas, unas ingenuas, unas descerebradas que entregaban lo mejor de su adolescencia a cambio de un estatus, como si tener novio fuese un plus. Repetía que el amor llegaba cuando llegaba, sin forzarlo, y que era más natural a los diecisiete, los dieciocho, los diecinueve…
Quería esperar, estudiar, leer, formarse.
Pero apareció Diego.
Rompedor, guapo, con su labia, su magia y su personalidad. Las feromonas habían hecho el resto. Antes de darse cuenta ya estaba colgada, se besaban por las esquinas y los rincones oscuros, se abrazaban, se deseaban y se necesitaban. Una extraña reacción química. Los propios amigos de Diego, en especial Gustín, su inseparable Gustín, le decían que estaba loco, que no se liara con «una cría».
– ¡Está buena, sí, de puta madre, pero es una pava! ¡Quince años!
– Va a cumplir dieciséis.
– ¡Como si son más! ¡Con la de flores que hay en el campo!
Diego y ella. Carla y Diego. Y un año vivido a tope, con la intensidad de un vértigo que la había desarbolado. De niña a mujer en un abrir y cerrar de ojos, porque con él había dado también el salto cualitativo que le faltaba. Ya no sólo era la chica más guapa y sexy del colegio o del barrio. Era la novia de Diego.
Ya no se sentía adolescente.
Pero ¿cuándo había sido adolescente?
Se miró en el espejo. Era quien más y mejor conocía sus cambios. El espejo. Su alma. Muy despacio se quitó la camiseta. El tatuaje apareció allí, en mitad de su cuerpo, envolviendo al ombligo. Antes siempre lo llevaba al aire, le gustaba, presumía de ombligo perfecto. Y Diego lo adoraba, lo mismo que sus manos y sus pies. Pero hacía quince días, aquella noche absurda, se hizo el tatuaje, sin decir nada en casa. Desde entonces ya no enseñaba el ombligo, lo tapaba. Adiós a los tops. Al menos hasta que no lo contara y lo enseñara.
Y le daba miedo.
Su madre no dejaba de repetir que era una moda absurda y peligrosa. Decía que marcarse de por vida era una necedad.
– Como si fueran vacas -se burlaba.
Pensó en hacerse uno en la espalda, un pequeño dragón, o una rosa. Pero quería vérselo, no que se lo vieran los demás. Por la misma razón renunció al que más le gustaba: un hada. Una gigantesca hada en mitad de su espalda, con las alas extendidas por encima de los omoplatos. En la parte inferior del cuerpo, menos. Muchas llevaban las bragas superbajas para que se les viera el tatuaje, cerca de la ingle. Tampoco en el pecho, o en un tobillo. Así que se lo hizo en el ombligo, lo mismo que Diego, envolviéndolo. Un dragón alado.
Una locura.
Precioso, pero una locura.
Ahora temía que su madre se lo viese, y temía contárselo.
Estaba atrapada.
Carla se pasó la mano por encima, introdujo el dedo en el orificio de su ombligo. Lo tenía muy sensible.
Como los pezones. Era extraordinario. Un ombligo que era como un nervio al desnudo. Toda ella, en ocasiones, lo era. Tan sensible que se estremecía con sólo un roce. Sensible y emotiva.
Se quitó los sujetadores, los pantalones, la última prenda.
¿Cuantas veces se había odiado a sí misma? ¿Cuántas?
Sólo por ser hermosa.
¿Bendición o castigo?
En los últimos tres o cuatro años solía pasar de un estado a otro, de la fiereza y la determinación a la tristeza y la depresión. Unas veces se sentía feliz y a gusto, satisfecha de no parecerse a nadie, ser única. Por lo general, quería ser diferente, odiaba la mediocridad y la vulgaridad. Pero en otras ocasiones lo que más deseaba era desvanecerse, pertenecer a la masa, renunciar a su personalidad y ser como las demás.
¿Y cómo eran «las demás»?
Su cuerpo cambiaba aún más rápido que su mente. Dijeran lo que dijeran, se veía las caderas anchas, las piernas demasiado recias, le sobraban dos o tres kilos, y el pecho…
Nunca estaba segura de si tenía el justo o era insuficiente.
Para Diego era perfecta.
Su cabello rubio, sus ojos grises de mirada cálida e intensa, sus labios carnosos y sensuales, el óvalo de su rostro simétrico y perfecto. Todos decían que eso daba morbo.
Odiaba esa palabra: morbo.
La forma en que la miraban los hombres, todos, era morbosa.
– Eres la mujer más guapa que jamás he conocido -le dijo Diego aquella primera noche.
Mujer.
– Gracias por lo de mujer.
– ¿No lo eres?
– Voy a cumplir dieciséis.
No la creyó. Tuvo que demostrárselo. Y aun así, cayó, como había caído ella. El primer amor, y posiblemente algo más que fuerte.
Demoledor.
Iba a ponerse el pijama cuando la sobresaltó el zumbido de su móvil. No era una llamada, era un SMS. Tomó el aparato con urgencia y leyó el comunicado. Sucinto:
«;Ns vms n azta?»
Lo respondió con la habilidad de su mucha práctica. Rápido y simple:
«S»
Volvió a vestirse, con la misma ropa excepto las braguitas. Se puso unas limpias. No soportaba nada sucio, ni usado, ni húmedo. Cuando recompuso su indumentaria, se arregló el pelo, no por coquetería, sólo por inercia. Después salió de su habitación sin hacer ruido, de puntillas. Creía que tanto su madre como su hermana estarían ya durmiendo y se equivocó. Al pasar por delante de la habitación de matrimonio, lo que escuchó la dejó tan perpleja como anonadada.
Su madre lloraba.
De forma queda, ahogada, pero con un sentimiento tan intenso…
Estuvo a punto de detenerse y entrar.
No lo hizo. Se mordió el labio inferior, se llenó los pulmones de aire y decidió seguir su camino. Lo de Diego era demasiado fuerte, y si a ello unía los problemas de sus padres… Aquellas últimas semanas habían sido más y más inquietantes. Algo sucedía. Algo muy triste se había instalado en sus mentes y en sus corazones. Pero no quería meterse de cabeza en ello. Estaba Diego. Sus padres tenían su propia vida.
Eso no significaba que no le afectase a ella.
De lleno.
Un camionero yendo de aquí para allá, siempre fuera de casa. Una mujer que trabajaba haciendo lo más insignificante para no quedarse en la suya, aburrida y vacía.
Demasiados silencios para no escuchar aquella tormenta.
Si es que era una tormenta.
Carla no se atrevió a salir por la puerta. Demasiado ruido, por imperceptible que fuese, y más estando su madre despierta. Se dirigió al patio e hizo lo que solía hacer siempre que se escapaba de casa sin que la vieran: saltar de él a la calle y volver a entrar en el edificio por el portal.
Subió a la azotea en el ascensor.
Gonzalo ya estaba allí.