Cinco

Gustín era su apodo. No lo tenía porque sí. Su verdadero nombre era Agustín. Bastaba con quitarle una letra al nombre de una persona para retratarla, en lo bueno o en lo malo.

Carla lo despreciaba.

O quizás la palabra más exacta fuese odio.

Nunca había odiado a nadie, al menos lo suficiente como para que ese sentimiento la ahogara o la sepultara bajo la losa de su peso infinito. Pero en el caso de Gustín había mucho de ello. Era el mejor amigo de Diego. Los inseparables… hasta que ella apareció y él se enamoró. Durante un año, Diego no había dejado de moverse entre dos aguas, a caballo de la amistad de Gustín y ese amor capaz de volverle el cerebro del revés.

Para ella, él era la peor influencia de Diego.

Para él, ella era la culpable de que Diego ya no fuese el mismo.

Se toleraban, mantenían las distancias, pero la guerra no había decrecido en ningún momento, y lo sabían. A Carla le constaba que Gustín le comía el tarro a Diego cada vez que estaban solos. «Esa cría», «Acabarás mal, tío», «Esa se queda preñada y tú a tragar, porque es de las que se empeña en pillarte y te pilla, y se empeña en joderte y te jode», «Está buena, vale, pero no es la única», «Las tías pasan, pero los colegas quedan», «De vez en cuando ponla en su sitio, que no se olvide de quien manda», «Mucha carita de ángel y mucho cuerpo, pero es como todas.» Y a Gustín le constaba que ella hacía lo mismo. «No es tu mejor amigo, es un jeta, siempre tendrá problemas, y te arrastrará a ti», «Está celoso, ¿es que no lo ves? Él nunca tendrá algo tan bonito como lo que tenemos nosotros», «Siempre está metiéndose porquerías, y bebiendo. Tú no puedes acabar así»…

Diego en medio. Contemporizaba. Carla sabía que la defendía de los ataques de Gustín, de la misma forma que defendía a Gustín de sus ataques. En el fondo, y en ese sentido, Diego era la inocencia. Quería a su amigo. La quería a ella. Su amigo era un santo. Ella, su amor.

Punto.

Sólo que las cosas no eran tan simples.

Carla vaciló por última vez. Necesitaba hacerlo, pero sabía que podía resultar nefasto, una prueba de resistencia. Con Diego en la cárcel, Gustín no iba a ponérselo fácil. Ya no había necesidad de disimular.

– Gustín -lo llamó.

El muchacho se detuvo. Llevando el guardapolvos del supermercado no parecía ni tan alto ni tan resuelto ni tan duro ni tan nada. No era más que eso: un chico que trabajaba en un súper, repartiendo cajas de comida a las señoras del barrio, sonriéndoles para que soltaran una buena propina, inundándolas de lisonjas para hacerlas sentir mejor. Era un maestro en eso.

– ¿Qué quieres? -la recibió con hostilidad.

Carla tuvo deseos de abofetearlo.

– Borde como siempre, y ahora sin máscaras -movió la cabeza de un lado para otro, sintiéndose tan rabiosa como impotente.

– Anda y que te den, nena.

– He venido a hablar contigo -resistió el primer insulto.

– Tengo trabajo -fue escueto.

Continuó cargando las cajas que iba a llevar.

– Te digo que he de hablar contigo, y no voy a marcharme.

– ¿De qué?

– Ya lo sabes.

– ¿Te refieres a Diego? ¿Al tipo que jodiste?

– ¿Yo?

– Era un tío sano antes de conocerte.

– ¿Sano para qué, para emborracharse, tomar pastillas y ligar? ¿Para eso?

– Déjame en paz, Carlita.

– Me da igual -se abrazó a sí misma-. Ahora ya no se trata ni de ti ni de mí, sino de él. Puede que nos necesitemos.

– ¿Tú y yo? ¿Qué pasa, que con él fuera de circulación vas a por mí?

Pasó de su comentario machista y grosero. Se centró en lo que había ido a buscar.

Información.

– Fui a verlo.

Consiguió su propósito. Gustín dejó de cargar las cajas en la carretilla. Frunció el ceño y la atravesó con la mirada. No era guapo, pero tenía éxito. A la sombra de Diego, pero éxito al fin y al cabo. Y era casi un año mayor que su novio.

– ¿Cuándo fuiste a verlo?

– Ayer.

– ¿Cómo es posible…?

– Se lo pidió a su abogado, y él hizo los trámites. Quería verme.

– ¿Cómo está?

– ¿Cómo quieres que esté? Mal, fatal.

– Mierda… -el muchacho cerró los puños y bajó la guardia.

– Me dijo que él no lo hizo -se lo soltó Carla.

– ¡Pues claro que no lo hizo! -saltó Gustín.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

– ¡Coño, Diego no tenía por qué violar a ninguna tía! ¡Se lo ha montado con quien ha querido, siempre!

– ¿Y matarla? -trató de que las palabras de Gustín no le hicieran daño.

– Eso menos. Es más inocente…

– ¿Qué pasó?

– Y yo qué sé.

– Tú estabas allí.

– ¿Dónde?

– Antes de que se fueran a casa de él a montárselo.

El amigo de Diego sostuvo su mirada. Más que dura, estaba llena de desprecio. La consideraba «una cría». Así de sencillo. Si hubiera tenido dieciocho o diecinueve años, ningún problema. Pero la conoció con quince. Al diablo que fuese a cumplir dieciséis en dos semanas. Tenía quince.

– ¿Qué te contó? -preguntó con sequedad.

– Lo sé todo, incluso que se acostó con ella.

– ¿Te lo dijo él?

– Eso no hacía falta, porque lo han dicho los periódicos. El semen de uno no va a parar a donde fue a parar por arte de magia. Pero sí, me lo dijo él.

– ¿Y no estás cabreada?

– Eso es cosa mía.

– Lo estás -sonrió con superioridad.

– Si sale, lo mato y en paz -dijo ella-. Pero no se trata de eso.

– ¿De qué se trata?

– Si no lo hizo él, ¿quién lo hizo?

Gustín evaluó sus palabras. En sus ojos vio la determinación, el carácter que siempre le negaba. Creía que era un florero, una guapa sin más, una tía a la que le daba por estudiar y leer. Una listilla. El barrio era otra cosa. El barrio era lucha, calle, supervivencia.

– Yo no estaba allí -confesó, rindiéndose.

– Antes sí, con ellos. ¿Qué pasó?

– ¿Qué quieres que pasase? ¡Lo de siempre! ¿Para que sale la peña de marcha? ¡Para pasarlo bien!

– ¿Qué hicisteis?

– ¡Joder, Carla! ¡Bebimos, fumamos, nos pegamos unas risas…!

– ¿Tomó muchas pastillas?

– ¡Y yo qué sé! ¿Crees que estoy controlando lo que hacen los demás? ¡Bastante tengo con lo mío!

– ¡Tú eres el proveedor, Gustín, no me vengas con chorradas! ¡Las pastillas siempre las compras y las traes tú, por eso de que «tienes contactos»!

– ¡Carla, no me jodas!

– Diego me dijo que fueron un par -intentó calmarse.

– ¡Pues si te lo dijo él ya está!

Iba a marcharse. Ya tenía las cajas en la carretilla. Carla se le puso delante, obstaculizándole el paso. Se había levantado decidida, y nada iba a apartarla de su objetivo. Nada.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

Gustín suspiró. Se le notaba que quería quitársela de encima. Miró hacia la puerta trasera del supermercado, por si aparecía el encargado y le soltaba la bronca.

– En casa de Lucas y Alberto. Estábamos allí y ella iba como una moto.

– ¿Y Diego?

– También -volvió a desafiarla con la mirada.

– ¿Cuándo se fueron?

– No miré la hora. Estaba muy colocado.

– ¿Qué te dijo Diego?

– ¡Y yo qué se! No lo recuerdo.

– Gustín, ¿qué te dijo?

– ¡Qué iba a montárselo con ella!, ¿vale? ¡Que se iba a su casa, que estando solo valía la pena aprovecharlo! ¡Lo mismo que lo aprovechabas tú!, ¿no? ¡Pues ya está, Carla, ya está! ¡Tú no estabas con él, era vuestra noche, lo vi rebotado al máximo, y encima con el marrón de sus padres, por lo menos…! ¿Qué querías, eh? ¡La nena se queda a estudiar y lo deja solo! ¡Oh! -puso cara de afectación y se lo repitió-: ¿qué querías? ¿Lo quieres castrado? ¿Es eso? ¡Vete a la mierda y déjame en paz!

Pasó por su lado empujando la carretilla aunque sin tocarla.

– Ella no se fue con él forzada, ¿verdad?

Gustín volvió la cabeza por última vez.

– ¿Esa? -espetó con sarcasmo-. ¡Lo puso a mil! ¡A un millón! ¡La muy…!

Se dio la vuelta con el último brillo de ojos y la dejó sola.

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