La escena casi era la misma que en casa de Solé.
Una puerta abierta, una madre mirándola desde el quicio, y ella preguntando:
– ¿Está Sabrina?
– ¿A esta hora? -la mujer sacó a relucir su sarcasmo maternal-. No, ha bajado, al bar, a tomar algo.
– ¿A qué bar?
– Saliendo a la derecha, en la esquina.
– Gracias.
Descendió los cuatro tramos a pie, pasando del ascensor. No sabía cómo afrontar todo aquello. No se sentía ni tan fuerte ni tan capaz. Y sin embargo, estaba allí, sabía la verdad. Lo había descubierto.
Diego necesitaba un último empuje.
Los días se alargaban, un comienzo de julio radiante. Hasta la muerte de Gabi, aquél tenía que ser el mejor verano de su vida. Ya era tarde, pero todavía no anochecía, y aquellas horas se convertían en algo muy agradable después del incipiente calor diurno. Por la calle se notaba la animación.
Y el bar estaba casi lleno.
Temió que Sabrina estuviese acompañada. Eso habría cambiado la escena. Pero tuvo suerte. Su suerte final. La ex novia de Diego estaba sentada en una mesa, frente a una cerveza, y observaba su alrededor como si aguardase a alguien.
Carla no esperó más.
Caminó hacia ella mirándola fijamente, sin nervios. Ya no podía tenerlos. Tal vez tuviese dieciséis años, tal vez fuese una adolescente, tal vez estuviese ante el hecho más trascendente de toda su vida hasta ese momento, pero si perdía su ventaja tal vez acabase condenando a Diego sin poder evitarlo.
Ahora llegaba el pulso.
Sabrina y ella.
Se detuvo delante de la mesa y esperó a que Sabrina centrase su atención en su presencia. La muchacha miraba hacia el otro lado. No tardó en mover la cabeza, alertada por la figura que acababa de aparecer en su pequeño ámbito. Al reconocer a Carla, su expresión apenas cambió.
Sus ojos, en cambio, la traicionaron.
Odio.
Tanto odio.
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿No lo sabes?
La ex novia de Diego hizo un gesto de asco.
– No, ni me importa.
Carla continuó de pie. La mesa estaba en un extremo de la terraza. La más próxima de las ocupadas se hallaba a unos tres metros. Siguió mirando fijamente a Sabrina, percibiendo la exuberante belleza de su rostro, aquel cabello y aquellos ojos tan negros, los labios que Diego había besado tantas veces antes de aparecer ella.
Toda una mujer.
Y ella, tres años menor, tan niña…
– ¿Qué pasa contigo? -se enfadó Sabrina al ver que no se movía.
– Hace unos meses, cuando empecé a subir a casa de Diego, dijo que me daría una llave de la puerta. Yo le dije que no.
– ¿Y?
– No quería tener una llave, eso es todo. Me daba un poco de… miedo, no sé. Diego insistió, me dijo que era más cómodo, su madre acababa de irse, su padre nunca estaba, y así yo podía esperarle arriba cuando quisiera.
Esta vez, Sabrina no habló.
– ¿Te dio también a ti una llave cuando erais novios?
Los ojos se convirtieron en puñales.
– Te la dio, ¿verdad? -repuso Carla-. Yo dije que no, porque eso era como compartir un piso, vivir casi juntos, y me dio corte. Pero tú dijiste que sí. Claro que dijiste que sí. Era lo que más querías. Y cuando te dejó, la metiste en un cajón o…
– Se la devolví.
– ¿No hiciste una copia?
El nuevo silencio fue más duro.
– Creíste que era yo, ¿verdad?
– Estás loca -la despreció.
– Hacía un año que nos habíamos conocido, era nuestro aniversario. Eso debió de ser muy duro para ti. Demasiado. No lo soportaste. Tu rabia llegó al máximo. Estabas segura de que saldríamos juntos y lo celebraríamos. Tal vez estabas en la calle, espiando la casa de Diego, los viste llegar y de lejos creíste que era yo, porque nos parecíamos. O tal vez, simplemente, subiste arriba, entraste en el piso con esa llave, y entonces… apareció la chica. Se había puesto lo primero que encontró al levantarse para ir a la cocina a por agua o lo que fuese: una camiseta mía. Una camiseta que tú conocías porque la llevaba una de las veces que le montaste el número a Diego en mi presencia, o que me viste llevar cuando te dedicabas a espiarnos. Así que… la apuñalaste, por la espalda, llena de ese mismo odio que ahora tienen tus ojos. Es decir, me apuñalaste a mí, Sabrina. A mí.
– Vete a la mierda, desgraciada.
– Cuando supiste que la muerta era otra, ¿qué pensaste?
La había desnudado. Sabrina ya no era sino una máscara de sí misma. Toda la rabia y el odio que exudaba se manifestaban en la tensión de su cuerpo, la rigidez de las manos, el desprecio alucinado y visceral de su mirada.
– No podrás probarlo -dijo.
– No podías dar la cara, ¿cierto? Eso hubiera significado que Diego habría salido libre y estaríamos juntos mientras tú te pudrirías en la cárcel. Preferiste sacrificarlo. Lo amas con locura, pero lo sacrificas. Así, si rompíamos, tú lo esperabas, entregada, devota, demostrándole que eras su autentica chica. Perderlo por perderlo, lo perdías sólo unos años.
– Eres una puta -Sabrina apretó sus puños.
– Diego confirmará que te dio esa llave. Y tal vez encontremos a quien te hizo la copia.
Se levantó de golpe. Carla no se movió. Estaban en plena calle. Había cien testigos.
– ¡Eres una mierda! -gritó de pronto la ex novia de Diego-. ¡Lo que ha sucedido es culpa tuya, puta, puta, puta! ¡Lo teníamos todo hasta que apareciste tú! ¡Y lo cambiaste! ¡Lo convertiste en…!
Todos la miraban, pero ella permanecía ajena, puños apretados, el veneno fluyendo a través de su mirada.
Carla lo resistió.
Ya no esperó más. Dio media vuelta para marcharse de allí.
– ¡No podréis probarlo! -lo acompañó el grito desesperado de Sabrina.
Cada paso la acercó a una nueva libertad.
Pensó en Diego.
En sí misma.
– ¡Puta!
Los testigos las miraban a las dos. Unos estaban serios. Otros sonreían. Dos jóvenes guapas peleándose. Una novedad. El verano traía fuegos fatuos que convertían la sangre en pura adrenalina.
El último alarido desesperado.
– ¡Diego es mío! ¡Mío!
Cruzó la calle y desapareció de la vista de Sabrina.