Veintiuno

En la tintorería, el compañero de Brandon atendía a una mujer mayor, cabello entrecano, que insistía en recomendarle cómo sacar mejor la mancha que se había hecho en su abrigo de piel de conejo. La parroquiana le explicaba, además, que prefería guardarlo ya en condiciones todo el verano, y así, al llegar los fríos invernales, no tendría que correr ni bajárselo con urgencia. Al parecer, el abrigo era más un recuerdo que una prenda necesaria, pero la prefería a otras más nuevas. El dependiente asentía con la mejor de sus sonrisas y le decía que sí a todo.

Reconoció a Carla nada más entrar y la miró de arriba abajo, con insistencia.

– ¿Está Brandon?

– Sí -le mostró su insatisfacción-. Un momento.

La mujer también miraba a Carla por encima de sus gafas, de forma que parecía una maestra decimonónica mostrando su severidad a una pupila. Acababa de ser interrumpida y no le gustaba.

– Bueno, pues te lo dejo, ¿eh? -se despidió echándole un último vistazo a su abrigo.

– En tres días, listo, señora Bernabé.

– Que no, que no corre prisa. Ya pasaré.

Caminó hasta la puerta sin decir adiós. El dependiente tomó el abrigo y se dispuso a llevarlo a la parte de atrás. Fue entonces cuando lo llamó:

– ¡Brandon, te buscan!

No hubo respuesta. Pasaron diez segundos. Lo primero que hizo Brandon al verla fue fruncir el ceño con extrañeza. La expresión que salió de sus labios fue rotunda.

– ¿Otra vez tú?

Carla se mantuvo firme.

– ¿Puedo preguntarte algo?

– Estoy trabajando -protestó el joven, envolviendo sus palabras con desidia.

– Sólo será un minuto.

– Nunca es un minuto.

– Por favor, es importante.

– ¿Para quién?

No supo que responderle, pero ya daba lo mismo. Brandon miró a su compañero y curvó hacia arriba la parte derecha de los labios. El otro dependiente le expresó algo más que resignación, comprensión o aliento con su mirada. Proclamaba abiertamente que si ella fuese a verlo a él, no le pondría tantas pegas, y que lo envidiaba sanamente.

O quizás no.

Quizás lo odiase por aquello de que Dios daba pan a quien no tenía dientes.

– Ahora vuelvo.

Su compañero no apartaba los ojos de Carla. Ella le dio la espalda y salió al exterior, como la otra vez que estuvo allí con él. Se detuvieron en la misma puerta, a un lado, por si llegaba alguien.

– Vas a hacer que me despidan -le endilgó de buenas a primeras Brandon-. ¿Qué quieres?

No podía irse por las ramas, ni dar rodeos, así que se lo soltó sin más.

– Gabi comentó que tú no la dejabas en paz, que la llamabas y la seguías.

– ¿A quién le dijo eso? -endureció el gesto Brandon.

– A Diego, esa misma noche.

– Estaba loca, por Dios. Me enamoré de ella, me colgué, pero estaba loca, ya te lo dije. Tenía manía persecutoria. Creía que todo el mundo estaba pendiente de su persona, como si no hubiera nadie más en el mundo.

– También dijo que tú eras muy celoso.

– Cuando éramos novios, sí, lo estaba. Todos querían… lo que querían.

– Lo que Diego consiguió.

– Oye, niña, ya está bien -se puso tenso-. No te pases, ¿vale? Encima estás hablando de tu novio, de tu propio novio, que no parece quererte mucho. ¿Tú de que lado estás?

– Del mío.

Brandon sostuvo su mirada.

– ¿De verdad lo quieres?

– Eso es cosa mía.

– Las tías estáis locas. Dejáis pasar a los buenos y os fijáis en los malos. Os va la marcha.

– ¿Dónde estabas esa noche?

Se lo soltó sin más, como un trallazo. La mirada del joven se hizo oscura. Soltó un pequeño bufido de sarcasmo y se apoyó en la pared, con las manos en los bolsillos de la bata blanca. Movió la cabeza horizontalmente un par de veces.

– Te diré lo mismo que le dije a la policía: en el cine.

– ¿La… policía?

– ¿Crees que sólo tú atas cabos?

– ¿Cuándo vinieron a verte?

– Un par de días después de morir Gabi. Y, ¿sabes?, tengo una hermosa coartada: la entrada del cine, pagada con tarjeta de crédito, y después veinte testigos que me vieron bailar en una disco hasta que cerró, y más tarde otros veinte en un after hasta después de amanecer. ¿Satisfecha?

Aprovechó el desconcierto y el silencio de Carla para ponerse en movimiento y regresar a la tintorería.

– Espera…

– No, se acabó. Chao, niña, y que tiren la llave de la celda en la que encierren a ese violador y asesino.

– Me dijiste que me parecía a Gabi -pasó por alto la visceralidad de su comentario.

– Sí, ¿y qué?

– Me lo ha dicho más gente.

– ¿La idiota de Solé?

– Dijo que podíamos haber sido hermanas.

– ¿Eso que prueba, que tu novio creía estar haciéndoselo contigo?

Era la idea que le rondaba por la cabeza. Diego frustrado porque ella se había quedado a estudiar. Diego con una chica fascinante, mayor, pero parecida a ella. Diego enloquecido bajo el efecto de las pastillas que le suministraba Gustín.

Diego, Diego, Diego.

– No lo justifiques -se despidió Brandon-. Gabi era como era, tal vez algo más que loca, pero estaba viva y daba vida a los demás.

Entró en la tintorería y la dejó sola en mitad de una calle vacía.

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