Veintiocho

Al llegar de nuevo a su casa estaba temblando.

Feliz, alucinada, pero temblando por todo lo que acababa de suceder, su revelación, la simpleza de los hechos.

Se detuvo en el mismo sitio que un rato antes, frente a la puerta del vestíbulo del edificio, cuando había sacado sus llaves y ató el último cabo. Lo mismo que entonces, también cogió el móvil para volver a llamar al despacho del abogado de Diego. Cuando se dio cuenta de la hora que era, desistió de intentarlo. La telefonista le había dicho que ya se iba.

Los abogados tendrían que estar de guardia las veinticuatro horas del día.

Y era absurdo ir a la policía.

Se resignó, guardó el teléfono y entró en el edificio.

La satisfacción y el orgullo se medían por el grado de sensibilidad que la inundaba. Su alma flotaba. A veces quería desaparecer, le pesaba el mundo, la vida. Tenía dieciséis años y se sentía como si tuviera noventa, aun siendo consciente de que necesitaba vivir para crecer de verdad. Pero en ese instante no le pesaba nada, al contrario. Había dado un gran paso, un enorme salto.

Llegó a su rellano y fue a abrir la puerta.

No llegó a insertar la llave en la cerradura. Se abrió como por arte de magia y apareció Herminia.

– ¿Qué…?

– Chist… -su hermana se llevó el dedo índice de su mano derecha a los labios. Luego le cuchicheó-: Pasa.

Carla la obedeció. Una vez dentro, Herminia cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido. Aún lo entendió menos.

– ¿Se puede saber qué…? -insistió.

– Papá está aquí.

– ¿Papá?

– ¡Cállate, no levantes la voz!

– Pero ¿a qué viene esto?

– Están en la habitación, hablando.

– ¡Oh, no! -se olvidó de Sabrina, de Diego-. ¿Cuándo ha llegado?

– Hará cosa de media hora.

– ¿Y mamá le ha dicho que quería hablar con él?

– No, ha sido papá.

– ¿En serio?

– Carla -seguían en el recibidor, hablando en voz muy baja-. Tú también sabías que hay problemas, ¿verdad?

No supo que contestarle. Se puso roja.

– ¿Por qué no hablaste conmigo? -le confió Herminia.

– Pensé que no… -subió y bajó los hombros-, bueno, que no te dabas cuenta.

– ¿Mamá llorando sin parar y yo no iba a darme cuenta?

– No sé -suspiró, sintiéndose culpable.

– Callar no protege nunca a nadie -la advirtió Herminia-. Lo único que consigues es hacerte un agujero tú misma.

– Tú tampoco hablaste conmigo.

Su hermana lo aceptó.

– De acuerdo -convino-. Pero con lo de Diego…

– Lo de Diego ha sido ahora. Esto viene de antes.

Guardaron silencio. No se oía ni una mosca en la casa. Las dos hermanas volvieron a mirarse con cierta aprensión.

– ¿Tú crees que papá pueda tener algo por ahí? -preguntó de pronto la mayor.

– Ni idea.

– Ven.

– ¿Vas a espiarlos?

– No, mujer.

Caminaron en dirección a la salita. Al pasar por delante de la habitación de sus padres no escucharon nada. No se detuvieron. La ventana estaba abierta y se refugiaron en ella. Carla recordó de pronto la escena vista desde la azotea, el hombre de la moto, el beso de Herminia. Deslizó una mirada de soslayo en dirección a ella y la vio distinta.

El amor cambiaba a las personas.

Daba una luz distinta a sus ojos, un semblante más lleno de paz, una manera distinta de ver las cosas y enfrentarse a ellas.

Se alegró mucho por su hermana.

Pensó en decirle que había averiguado quien mató a Gabi, y que Diego era inocente. Sin embargo, de la misma forma que la idea surgió en su mente, recuperando el estímulo que la había estado guiando en la última hora, desapareció.

Allí se libraba otra batalla.

– Tengo miedo -le confió.

Herminia le pasó el brazo por encima de los hombros.

– Déjales a ellos.

Apoyó la cabeza en ella, como cuando era más pequeña y la mayor hacía de madre en sus juegos, aunque la diferencia de edad no fuese demasiada. Tuvo la misma sensación que entonces: la de sentirse a salvo. Quería vivir sola, llegado el momento, pero no porque le pesaran, sino porque también quería sentirse libre.

Aunque siempre formaría parte de algo.

La sangre.

Entonces recordó aquel pequeño detalle, insignificante.

– Me he hecho un tatuaje -dijo.

– ¿En serio?

Se apartó un poco. Los ojos de Herminia chispeaban. Se subió la camiseta y le mostró el dragón que envolvía su ombligo. Los ojos de su hermana chispearon todavía más.

– ¿Te gusta? -se impacientó ante su silencio.

– Sí, es bonito.

– Pero…

– No, sin peros. Es bonito.

– Tú no te lo habrías hecho.

– Yo soy yo, y tú eres tú. Hay tatuajes que me parecen monstruosos, hay personas que parecen cuadros…, pero éste está bien. Tiene su aquel.

– Tendré que decírselo a mamá.

– O eso o ir todo el santo día tapada.

Carla sonrió.

– Estás distinta -le dijo a su hermana mayor.

– Lo sé.

Volvieron a abrazarse, y en mitad del gesto escucharon el ruido de la puerta de la habitación de matrimonio al abrirse. Eso las hizo reaccionar, regresar al punto de partida. Se quedaron inmóviles, con los corazones disparados de nuevo, viendo cómo sus padres caminaban hacia ellas.

Iban cogidos de la mano.

Con fuerza.

Su madre había llorado, pero sonreía emocionada. Su padre tenía una pátina de cansancio pegada a los ojos, pero también mostraba el relajamiento de la paz. Carla y Herminia se quedaron un momento quietas, sin saber qué hacer.

Hasta que el cabeza de familia dijo:

– Bueno, Carla, ¿no hay un beso de bienvenida para este pobre camionero que ha conducido un montón de horas de vuelta a casa?

Se echó en sus brazos y él tuvo que soltar a su esposa para corresponderla. Casi trastabilló hacia atrás a causa del impacto. Por encima del hombro, Carla buscó la mirada de su madre, y cuando la encontró no hizo falta más.

La mujer asintió con la cabeza, casi de forma imperceptible.

Carla se relajó.

Todo estaba bien, finalmente. Todo.

Por fin, le tocaba el turno a ella.

– Papá, mamá -dijo separándose de su padre-, he de deciros algo.

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