Tuvo que sentarse en un bordillo porque las piernas se le doblaban. Sentía una demoledora excitación nerviosa, capaz de aplastarla. Por su cabeza estaban pasando tantas cosas que no lograba centrarse en una sola; eran cometas, iban a toda velocidad dejando estelas a su paso. Le resultaba imposible atrapar uno y examinarlo. A veces chocaban entre sí, y el estallido la aturdía interiormente.
La danza de todos los partícipes en la gran comedia también formaba un aquelarre dantesco.
Veía sus caras.
Tenía casi el nexo final.
Casi.
Y uno de ellos se reía en falso.
Cerró los ojos, hundió la cabeza entre las manos y atemperó sus nervios. No lo consiguió del todo. Permaneció sentada en el bordillo quince o veinte minutos, hasta que se levantó para ir a casa, rendida. Le dolía el cuerpo, cada terminación nerviosa y cada articulación, sometidas a la brutalidad de aquella presión.
Era como estar en la oscuridad, tendiendo las manos, sabiendo que el culpable estaba allí.
– Tú no la mataste, Diego -apretó los puños.
Toda aquella rabia se convirtió en un grito.
– Maldito idiota… -tragó la bola que se acababa de formar en su garganta.
Su casa no estaba cerca, pero no le importó. Caminó despacio, abrazada a sí misma, con la cabeza caída sobre el pecho, mirando el suelo, a sus pies, paso a paso. En un semáforo alguien le dijo algo relativo a su cabello rubio y su belleza, «lo bien que estaba». Lo fulminó con una mirada, igual que si fuese un videojuego. Toda ella era un fuego abrasador.
Y lo que más necesitaba era la frialdad final para llegar a la última verdad.
Si el motivo era el que sospechaba…
La oscuridad, su mano, el culpable que se le escapaba pese a rozarle…
Llegó a su barrio, a su calle, a su casa. Pensó en lo grato que sería encerrarse en su habitación, tenderse en la cama y pensar con más calma. Visualizar todas aquellas caras y, mentalmente, preguntarles una a una quién mató a Gabi.
Aunque luego, si llegaba a saber la maldita verdad, ¿quién la creería?
Era la novia del asesino.
La novia.
Otra vez aquel grito en su interior.
– La novia… -exhaló a media voz.
Sacó las llaves de su casa, y entonces ya no dio un paso más.
Las miró, una a una.
Las llaves. La novia. Las llaves. La novia.
– Mierda… -se estremeció.
Y de pronto era tan evidente…
Estuvo a punto de gritar. Miró a derecha e izquierda. No era más que una chica sola en mitad de una calle cualquiera. Cada cual tenía su propia historia, su propio drama. Cada cual cargaba con el suyo.
Sí, tan evidente…
Quiso gritar de rabia, de felicidad, de pánico, pero ni siquiera pudo moverse. Estaba helada. Titiritaba. Extrajo el móvil del bolsillo posterior de sus vaqueros y buscó el número guardado en la memoria, el del abogado de Diego. Lo marcó y esperó.
– Despacho de García, Fuentes y Gómez, ¿dígame?
– Soy la novia de Diego Sepúlveda -se presentó-. ¡Por favor, páseme con el señor Fuentes!
– Ya no hay nadie en los despachos, y yo me disponía a salir. De todas formas, él no ha estado aquí en toda la tarde, señorita. Si quiere dejarme el recado.
– Oiga, es muy, muy urgente.
– Lo siento, pero hasta mañana por la mañana…
– ¡Pero he de hablar con él!
– Le repito que está fuera.
– ¿Y su móvil? Por favor, ¿puede darme su número?
– No, no estoy autorizada para…
– ¡Mierda, sé quién mató a esa chica! -gritó desesperada.
Al otro lado no hubo ninguna reacción.
– Por favor… -gimió.
– No creo que pueda localizarlo, dada la hora -la telefonista mantuvo su calma profesional-, pero si lo consigo le diré que la llame, ¿de acuerdo? ¿Tiene su número?
No podía esperar al día siguiente.
Ya no.
– Tiene mi número, sí -desgranó sin fuerzas.
– De acuerdo, gracias. Y lo siento.
Comedida, elegante, educada.
Inflexible.
Carla cortó la comunicación y miró su casa.
Ya no entró en ella.
Seguía con las llaves en la otra mano. La última pista. Todo encajaba. Un minuto antes quería refugiarse en su habitación para pensar y sentirse a salvo. Ahora lo único que deseaba era sacar a Diego de la cárcel de una vez, y cada minuto contaba.
Una llave.
Una novia.
Su camiseta roja…
Tan simple.
No, no podía esperar al día siguiente. Imposible serenarse. Imposible pensar en subir a casa, cenar, acostarse…
Dio media vuelta y se encaminó a su destino.