Lucas y Alberto eran de los pocos que estaban emancipados. Tenían un piso bastante decente por el que pagaban un alquiler más que asequible, aunque la casa se cayera a pedazos, tuviera problemas de todo tipo, como por ejemplo las goteras, y careciera de ascensor. La escalera, lúgubre y con el aroma de mil sofritos pegados a sus paredes, lucía unos viejos escalones combados por el centro. Y mejor no apoyar la mano en la barandilla. Cualquiera podía quedarse pegado a ella.
Pero era un símbolo de independencia.
Carla se cruzó con una vecina. Pese a la falta de luz, se sintió observada de arriba abajo en la penumbra. La mujer correspondió a su saludo, pero con desidia. Se fue escaleras abajo murmurando algo en contra de la juventud actual, el exceso de libertad. En su tiempo…
Le dio por sonreír, de forma cansina.
Y pensó en su tatuaje.
Su primer y único signo de independencia.
¿Qué le diría su madre cuando se lo viera? ¿Qué le diría el día que se marchase de casa, no porque estuviese mal en ella, sino por la propia necesidad de vivir su vida, plantearse las cosas por sí misma, tomar decisiones, sentirse responsable?
¿Y por qué pensaba en eso ahora?
Llamó al timbre de la puerta y esperó. A Lucas y Alberto los conocía de vista, del bar, de charlar un par de veces con ellos. En su casa sólo había estado una vez, tres meses antes. Se habían bajado de Internet una película y montaron un pase para la peña. Una excusa como otra para hacer algo.
Se encontró con Lucas al otro lado. Normal, porgue él trabajaba en casa. Era un buen diseñador gráfico.
– ¿Carla? -Se quedó muy sorprendido al verla.
– Hola.
– ¿Qué…? -reaccionó-. Pasa, pasa.
Cruzó el umbral de la puerta y se dieron dos besos, uno en cada mejilla. Lucas llevaba una camiseta sin mangas, vieja y sucia, y unos pantalones cortos en idéntico estado. Iba descalzo. La casa olía a tigre. Olía a tíos solos, y además fumadores. Se le revolvió un poco el estómago y sintió un atisbo de náusea. Por alguna extraña razón, despreciaba a los fumadores. No los entendía. Consideraba que ya era más un signo de debilidad que otra cosa. Peste, gasto, salud… Diego había dejado de fumar por ella. Una señal. Por lo menos, tabaco.
Besar a fumadores era como besar siempre a la misma persona, sin gusto propio. Cada saliva era distinta, como cada persona. El placer de un beso, del sexo, residía en eso, en la diferencia.
Los cinco sentidos.
– Menuda sorpresa -dijo Lucas.
Se olvidó de sus pensamientos. No tenían nada que ver con la situación, ni con su visita. Sencillamente, evadía su mente. Le pasaba de manera constante desde la detención de Diego. Era como si su cerebro tuviese cien agujeros, como una regadera, y se le escapase todo por ellos.
– No quisiera molestarte -reconoció-. Sé que estás trabajando siempre, y si tienes algo urgente…
– No, tranquila. ¿Quieres tomar algo?
– No, gracias -mintió tras reconocer que tenía mucha sed-. Sólo será un minuto.
Lucas no era tonto.
– ¿Es sobre… Diego? -quiso saber.
– Sí, claro.
– ¿Y qué quieres que te diga?
– Esa chica y él salieron de aquí. Fuisteis las últimas personas que los vieron. Necesito saber cuál era su estado de ánimo… No sé, detalles.
– Es que había más gente -divagó Lucas-. Yo ni siquiera recuerdo nada.
– Fui a verlo ayer, y me contó cosas. También he hablado con Gustín.
– ¿Entonces?
– Quiero entender qué pasó y cómo pasó.
– Aquí no hubo nada. La gente bebía, se lo montaba…
– Diego no lo hizo, Lucas.
– ¿Te lo ha dicho él?
– Sí, y le creo.
Les sobrevino un leve silencio. Lucas fue el primero en retirar la mirada. La deslizó por la estancia, como si no quisiera volver a centrar sus ojos en ella.
– No tiene sentido -aseguró Carla.
– Ya lo sé.
– ¿Tú lo viste con esa chica?
– Sí, claro. Imposible no verlos -se rindió.
– Cuéntamelo.
– Vamos, Carla.
– Quiero que me lo cuentes.
– ¿Con detalles? ¿Hace falta describirlo? -pareció burlarse el dueño del piso-. ¿Eres masoca o qué?
– Va, por favor.
– Ella era una salida, nada más.
– Y encontró a Diego.
– Exacto.
– Todo culpa de ella.
– Tampoco es eso -admitió Lucas-. La chica estaba como un tren, la verdad. Un tren muy y muy pasado de vueltas.
– ¿Llegaron ya colocados?
– Del todo. Montaron un número considerable.
– ¿Cómo de considerable?
El nuevo silencio fue más ominoso. Lucas se acercó a la ventana abierta y se acodó en ella. Buscaba un poco de aire, inexistente en un día de comienzos de verano, abrasador. Carla se puso a su lado, sin perderle de vista.
– Lucas, ya sé cómo y por qué se acostó con ella. Ahora necesito descubrir por qué no pudo matarla. ¿A ti te pareció que era de las que se echan atrás en el último instante?
– ¿Esa? No. Le daba toda la marcha del mundo. Provocación pura. Lo puso a mil.
– A Diego le cuesta poco ponerse a mil. Y a diez mil. Sobre todo cuando va colocado, maldita sea -suspiró Carla.
– Yo creía que lo había dejado. Por ti.
Por ella.
Era el momento más inesperado, y creía sentirse fuerte y segura, pero se le llenaron los ojos de lágrimas. Después de todo no había sido lo suficiente buena como para conseguirlo. Había bastado un día, una noche sin su presencia, para que él volviera a las andadas, para que Gustín lo arrastrara a su terreno, para mostrar todas sus debilidades.
Lucas le cogió la mano.
– Escucha, Carla -su voz fue pausada-. Fue… espectacular, ¿entiendes? Se morrearon, se magrearon… -No pudo resistir su mirada-. Joder, ¿qué más quieres que te diga? Todo eran manos y feromonas y testosterona y lo que sea que salta en esos momentos. ¿Es eso lo que quieres oír?
– Si quiero ayudarle, sí.
– ¿Cómo vas a ayudarle?
– Descubriendo la verdad.
– Pues entonces no sé qué decirte, porque no hay más. Alberto les dijo que se fueran al cuarto, porque nos estaban poniendo los dientes largos a todos, a qué negarlo, pero Diego dijo que no, que éramos capaces de entrar a la mitad y fastidiárselo. Por eso se fue a su casa.
– ¿Y su amiga?
– ¿Quién?
– Aquí no vino ninguna amiga -manifestó Lucas-. Llegaron solos, Gustín, Diego y ella.
No supo qué significaba eso.
Pero la última pregunta murió en sus labios sin llegar a ser formulada.