Once

Pasó más de dos horas en un parque, sola, reflexionando, sin voluntad para moverse y sin fuerzas para regresar a su casa. Aún no sabía si estaba dando palos de ciego o si realmente creía en lo que hacía. Aún no sabía si, simplemente, seguía un impulso, para hacer algo, para no quedarse de brazos cruzados, o si quemaba sus últimas naves, el rescoldo de amor que pudiera sentir por Diego.

Sentía tanto aquel daño.

A media tarde, las parejas del parque empezaron a picotearle el ánimo. Las vio pasar cogidas de la mano, llenas de ensoñaciones o hablando animadamente, haciendo planes, porque la vida era eso, soñar, imaginar, pensar siempre en el mañana mientras se vive el presente. Las vio besarse, acariciarse con los ojos llenos de amor, y trató de recordar los ojos de Diego. ¿Eran los mismos? En aquellos días era como si todo se hubiese borrado de su memoria. ¿La miraba Diego de la misma forma que un año antes? ¿La miraba como el chico del pelo largo miraba a su novia pálida y huesuda? ¿Qué clase de amor era el suyo? ¿Qué fuerza los unía si a la primera él perdía la cabeza por otra en una noche de pastillas y cerveza?

Y tanto daba que fuese una sola vez, una locura, «el polvo de una noche».

Había sucedido y punto.

Miró a sus pies y vio el abismo.

¿Tan difícil era ser normal y feliz?

Cuando leía las novelas de su escritor favorito, subrayaba frases. Y tenía muchas, quinientas o más. La facilidad con la que él concretaba sentimientos era brutal. Muchas las recordaba y las llevaba pegadas al alma. Una vez, incluso, le había escrito, yél contestó a su carta. La guardaba como un tesoro. Allí se escondían muchas claves de su presente, y muchos miedos de su futuro. El escritor le había dicho: «Pagarás muchos precios por ser diferente. La gente tiende a arrancar las rosas, a pesar de sus espinas.» Pero también le decía que ser diferente era un don. «En un mundo mediocre, sólo unos pocos ven y sienten con algo más que los ojos o el corazón.»

Y sin embargo, en aquel momento…

Lo hubiera dado casi todo por ser una de aquellas chicas. Casi todo.

El parque acabó llenándose de tal forma que el silencioso estruendo la conmocionó. Parejas. Todas. Era como un congreso. La hora de los besos, las promesas, las caricias y las miradas tórridas.

Se levantó y se fue de allí.

De camino a casa, ordenando de nuevo sus ideas, se hizo la pregunta:

– ¿Qué estás buscando? ¿Al asesino?

Además de una niña, era idiota.

Si existía un asesino misterioso, no sería ella quien lo encontrase.

Si existía.

Porque todo, todo, acusaba a Diego.

Más que llegar a casa, lo que hizo fue arrastrar su cuerpo hacia la concha protectora de su hogar. De pronto no lo sentía como tal, sino más bien como una trampa, pero no tenía otra cosa. Por más que le pesara, más le pesaba el mundo.

Lo llevaba colgando del alma.

Abrió la puerta en silencio. No escuchó nada. Herminia todavía trabajaba, seguro, pero su madre a veces acababa más temprano. Suspiró sintiéndose un poco a salvo y se dirigió a su habitación para leer un poco. Leer la serenaba, la hacía sumergirse en una historia que les pasaba a otros. Reía, lloraba, se emocionaba, sentía una vida distinta. Por eso le gustaba tanto. La capacidad de una buena novela para proyectar las emociones propias a través de las vidas de otros era inmensa.

No pudo llegar a su habitación.

Como la noche pasada, al pasar por delante de la de sus padres, escuchó el gemido.

El mismo sordo gemido de desesperación e impotencia que entonces.

La puerta estaba entornada. Miró por el leve resquicio formado por ella y el marco y descubrió a su madre sentada en la cama, con la cabeza caída y las manos formando un muñón de tanto apretárselas. Las lágrimas le caían libres por el rostro, y saltaban desde la barbilla hasta su regazo sin que hiciera nada para contenerlas o para secárselas. La imagen de la más viva desolación.

Carla no supo qué hacer.

Primero sintió el zarpazo del miedo. A continuación, la impotencia.

Quiso seguir, para esconderse en su habitación, pero ya no pudo. Su madre lloraba a solas, pero en el fondo lo que fluía de detrás de aquella puerta era un grito desesperado. Apretó los puños, las mandíbulas, sepultó a Diego en un rincón de su propia ansiedad y abrió aquella puerta.

– Mamá…

La mujer se asustó un poco. No la esperaba. Dio un pequeño brinco y, entonces sí, rápidamente, se llevó una mano a la cara para secarse las lágrimas. Fue un gesto tan instintivo como inútil. También hizo ademán de ir a levantarse, pero en eso fracasó. Las piernas no le respondieron.

– Ah, hola, cariño -forzó una sonrisa-. No te había oído llegar.

«Ya está, vete», escuchó la voz de su conciencia.

No la obedeció.

– ¿Estás bien?

– Sí, sí, ahora voy.

– ¿Qué te pasa?

Ya estaba a su lado. No fue la pregunta lo que la hizo desmoronarse de nuevo y romper a llorar, con todo su sentimiento, sino la mano de Carla al posarse en su hombro. El contacto fue una descarga eléctrica.

Carla la abrazó.

Y sintió cómo se desmenuzaba, cómo pasaba de roca a arenilla.

– Mamá, me estás asustando -gimió su hija.

– No pasa nada -le palmeó la mano.

– Sí, sí que pasa. Si estás llorando es que pasa algo, no fastidies.

– Cosas mías, la menopausia.

– No digas tonterías, ¿vale? -La apretó todavía más-. Si es por Diego…

– No, cariño -movió la cabeza lo justo para besarla.

– ¿Hermi?

– ¿Tu hermana? No, ¿por qué?

– Entonces eres tú -buscó una razón lógica-. ¿Has ido al médico? ¿Te ha encontrado algo raro? Hace unos días te dolía el pecho.

– Estoy bien.

– ¡Pues entonces dímelo, va! -se desesperó a punto de romper también ella a llorar, aunque ya lo estaba haciendo por dentro.

Supo que su madre se rendía. El último espasmo, el último suspiro, la confesión liberadora.

– Es por tu padre -volvió a llorar, aunque de forma más queda.

– ¿Ha tenido un accidente? -se envaró Carla.

La mujer negó con la cabeza.

Su hija ya no dijo nada. Esperó.

Una eternidad.

– Voy a separarme.

El frío fue repentino. La congeló de arriba abajo. Sintió una opresión en el pecho y se dio cuenta de que hasta le faltaba el aire. Su voz interior se puso a gritar: «¡Vosotros no, no, no!»

– ¿Por qué? -exhaló sin fuerzas.

Su madre se apretó las manos, nerviosa.

– Cada vez pasa más tiempo fuera y…

– Mamá, es camionero.

– No, no es eso -suspiró buscando fuerzas para seguir-. Yo he hecho viajes con él, cuando no os teníamos. Sé lo que es eso, y lo que se tarda en ir a París, o a Roma, o a donde sea. Es más que eso. La carretera es la carretera, y hay muchos lugares donde parar.

– ¿Papá con prostitutas?

– No, me refiero a algún lugar fijo, a la ida o a la vuelta. Un día, dos…

Carla se quedó sin aliento.

Otra mujer.

– Mamá, ¿tienes pruebas de eso?

– Llevo con él veintidós años, más tres de novios.

– Es imposible -insistió.

– Es un hombre, por Dios, y los matrimonios no son eternos, las personas cambian. Yo ya no soy la que era. La rutina…

– ¿Has hablado con él?

– No.

– Mamá…

– ¡No puedo! -De sus ojos volvió a brotar un torrente de lágrimas.

– Tienes miedo, solo eso -la abrazó Carla.

Ella se encogió de hombros.

– No le digas nada… a tu hermana… por favor -se dejó llevar por su hundimiento emocional-. Aún no. Hermi no es… como tú.

Quiso echarse a reír.

– ¿Y cómo soy yo?

– Fuerte.

¿La desengañaba? ¿Le decía que de fuerte nada, y menos ahora?

¿Por qué todos veían a una Carla que no existía?

¿O sí, existía, y la única que no lo sabía era ella misma?

– ¿Te preparo algo, unas hierbas…? -le preguntó.

– No tenía que haberte dicho nada, perdona cariño.

– Ya está, ¿vale?

No hubo respuesta. Se separaron. La tormenta cesaba.

Aunque a su alrededor quedaban los restos del naufragio.

– Habla con papá -se limitó a decir Carla-, y escúchalo.

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