Diecinueve

Lacomida era silenciosa. Las tres mujeres apenas sí hacían ruido. Masticaban despacio, cortaban el pan a cámara lenta o bebían agua sin que el vaso tintineara lo más mínimo en la mesa. Sus ojos tampoco se encontraban. Si una miraba a las otras dos, éstas desviaban la suya hacia algún lugar, el plato, la fuente con la ensalada o la servilleta.

Una comida de ausencias.

Y los pensamientos en el fragor de cada mente.

Fue Carla la que, de pronto, se levantó, tomó el mando del televisor y lo conectó. Ni su madre ni su hermana dijeron nada, a pesar de que a veces su padre objetaba que la presencia de la caja tonta les impedía comunicarse, les hacía comer sin la debida atención, los distraía.

La pantalla se iluminó con las noticias del informativo de la televisión local, el canal autonómico.

Durante los días posteriores al asesinato, se volcaba en la televisión. También en los periódicos, pero la inmediatez de la televisión era mucho más directa. Fueron dos, tres jornadas de noticias intensas. Su única conexión con el caso, además del señor Venancio, el padre de Diego, aunque él estaba bastante destrozado como para hablar con ella de manera centrada. Hasta la irrupción de esos días amargos, veía los informativos como de pasada. Había un mundo, en alguna parte, y hambre, y guerras, y terroristas sueltos, y también el glamour de las estrellas, o el dichoso fútbol, pero a ella le resbalaba. Su mundo real era el barrio, el instituto, la calle, su casa, Diego… Luego, la televisión había sido casi un juez inapelable. El tono de cada información era sesgado. Decían el «presunto asesino», el «único implicado en los hechos», «el joven acusado», pero en el fondo señalaban a Diego. Gritaban: «¡Ha sido él! ¡Sólo pudo hacerlo él!» Carla lo había visto en la pantalla esposado, con una chaqueta por encima, doblado sobre sí mismo y flanqueado por dos policías. Y también había oído los gritos de las personas congregadas delante de la comisaría o los juzgados, increpándolo, llamándolo «asesino», «violador»…

¿Cómo olvidarlo alguna vez?

Tan estremecedor.

Ahora, sin embargo, ya no era noticia. Había pasado todo. Otras informaciones ocupaban el espacio. Una niña abrasada en el incendio de su casa. Un accidente en la carretera con siete muertos a causa del choque frontal. La desarticulación de una banda que traficaba con pastillas de éxtasis…

Pensó en Gustín y cerró los ojos.

– ¿No tienes más hambre? -le preguntó su madre al ver que no seguía comiendo.

– Sí, sí -mintió-. Estaba oyendo esto.

Tragó la comida como pudo, hasta vaciar el plato. Siempre podía ir a vomitarla, aunque no fuese bulímica. Bastaba con que le diese aquella náusea tan intensa que la acosaba desde hacía días, por cualquier cosa, al recordar a Diego en la cárcel, al pensar en aquella noche, al recordar la casa de Lucas y Alberto por el olor o estando con Gustín. La náusea del asco.

Había algo más. Si Diego ya no era noticia, significaba lo que ya sabía y se hacía más y más evidente: que la policía daba el caso por cerrado. Tenían al culpable. Todo apuntaba hacia él. No habría más investigación.

Alguien se estaba riendo de la justicia.

No quiso prolongar por más tiempo su presencia en la mesa. Acabó el segundo plato y se levantó.

– ¿No tomas postre?

– No, no me apetece.

– Apaga el televisor, ¿quieres? -le pidió Herminia.

– ¿No quieres verlo?

– Lo has encendido tú -le recordó.

– Vale -agarró el mando y pulsó el botón de apagado.

– ¿Qué harás esta tarde? -le preguntó su madre.

– Leer.

Iba a salir, pero no se lo dijo. Más aún, esperaría a que las dos se fueran a sus trabajos para hacerlo libremente. Temió que su madre le encargara algo, le pidiese cumplir un mandado o que estuviera atenta por si venía tal o cual, el del gas o la vecina o lo que fuese, que la obligase a estar en casa a la fuerza.

Llegó a su habitación y se sintió a salvo.

– Mamá… -suspiró.

Tan seria, tan amargada, tan llena de culpas que la aplastaban.

Siempre igual, pero ahora peor.

Pensando en separarse…

Se sentó en la cama y se sintió como un perro acorralado. Por si acaso, tomó el libro que estaba leyendo, aunque ahora no le apeteciese lo más mínimo sumergirse en él. Lo abrió y lo dejó así, al alcance de su mano, por si su madre o Herminia llamaban a la puerta antes de irse. Entonces miró los cajones de su mesa de estudio y, sin saber apenas cómo, abrió el de la derecha y vio el diario.

Su diario.

A diferencia de semanas atrás, no escribía en él cada día, sólo de vez en cuando. Ahora no lo hacía desde poco antes de la noche infausta, la de la muerte de la chica. Pero siempre que se asomaba a aquellas páginas, se sorprendía. Cada vez más a menudo, cuando leía algo escrito apenas meses antes, ni se reconocía. Si lo que leía había sido escrito mucho tiempo atrás, se daba cuenta de su evolución personal y humana, el cambio abrumador que la superaba día a día, semana a semana y mes a mes, así que no digamos de año en año. A veces era como asomarse al alma de otra persona. Alguien muy parecido a ella misma.

Lo acarició. Los otros volúmenes estaban guardados. Aquél era el último. Incluía las páginas de los días en que Diego y ella…

Buscó aquel origen. Estaba casi al comienzo. Sus ojos empezaron a desfilar por la superficie de su letra, penetrando en cada palabra, sintiendo y recuperando aquella emoción del primer momento, cuando Diego iluminó la noche de su vida.

Aún era un sueño.

Antes de la pesadilla.

Leyó y leyó, hasta que se detuvo en aquel párrafo tan demoledor.

«Sé que me hará daño. Sé que me hará llorar. ¿Por qué, entonces, siento lo que siento? Lo ignoro, y no me importa, y si me importa no lo lamento. Todavía no. ¿Me he enamorado también por eso, porque es diferente? ¿A qué precio? Sus historias carcelarias me asustan, me dan pánico. Ha estado dos veces metido en problemas, y sé que toma drogas, ¡lo sé! Me dice que no, pero… me miente, ¿y qué clase de relación puede ser la que nace ya con mentiras? Me pregunto qué ve en mí. Siempre me he sentido mujer, y ahora, justo ahora, a su lado, es cuando me siento una niña. Creo que cuanto más miedo tengo, menos puedo echar a correr. Me paraliza. Me mira, me toca, me sonríe, me habla, y me paraliza. No quiero darle la espalda. Me atrae de una manera terrible. Leí un libro en el que a eso lo llamaban "la irresistible atracción del abismo". Por lo visto, cuando te asomas a un balcón te dan ganas de echarte abajo, y si vas a coger el metro te dan ganas de lanzarte a las vías. Nadie lo hace, pero la atracción se siente y es feroz. ¿Me atrae el peligro que representa? ¿Consideraba mi vida aburrida y él es mi motivación? ¿Es amor o locura? ¿Ingenuidad o certeza? ¿Qué me pasa? ¿Y si confundo ese amor con la necesidad? Pero ¿necesidad de qué? No me entiendo, estoy hecha un lío. Dicen que eso es la adolescencia, pues que bien, menuda putada. Si cuando más has de entenderte no lo haces… ¿Luego, quién te cura las heridas que te quedan? ¿Y las cicatrices del alma, que son de por vida?

»Algún día creceré lo bastante para verlo claro, entender de qué va todo esto. Algún día sabré qué he hecho y por qué lo he hecho, y me sentiré orgullosa de mí o pensaré que fui una imbécil y que me merezco todo lo que pueda pasarme. Quizás sea algo más, mi manera de protestar. Estoy tan cansada de que me digan lo guapa que soy, lo fácil que lo tendré todo en la vida, lo simple que será pillar a un tío con pasta y a vivir… Tan cansada de que sólo vean lo externo, que no valoren nada más. Diego me acerca a la normalidad, al lado peligroso y real de la vida. Con él vivo al filo. Él es mi filo.

«¿Sueño? Y si es así, ¿despertaré algún día? ¿Quiero?»

Pasó algunas páginas. Momentos atrapados en el recuerdo. Días y noches para no olvidar y para olvidar. La primera vez que subió a su casa y estuvo en su habitación. Cada palabra era un grito, y cada sentimiento un puñal. Ahora Diego había sido arrancado de la vida.

Porque otra vida había sido arrancada de este mundo.

Se detuvo en otro párrafo, pero éste ni siquiera se vio en la necesidad de leerlo. Le bastaba con cerrar los ojos y recordar, estremecerse. Aquella noche, apenas un mes y medio después de conocerse…

– Va, mujer, pruébalo.

– No, Diego.

– No seas tonta, que no pasa nada. Yo controlo.

Y ella miraba aquel polvo blanco, tan aterrador, como una puerta abierta al más allá.

– Me da igual que tú controles. Yo no me meto nada. Te lo dije. Y te dije que si tomabas tú…

– Una vez.

– Nunca es una vez.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he leído.

– Mucho lees tú.

– Eso es lo que me hace ser como soy, y se supone que me quieres por eso, ¿no?

– Te quiero porque estás buenísima.

– Diego…

– Y me pones a mil…

Había querido atraparla, besarla, pero no como le gustaba a ella, sino como si fuera a devorarla. Lo rechazó casi con violencia.

– ¡Diego!

– ¿Qué te pasa? -le había preguntado en tono quedón, alargando la ese.

– ¡No!, ¿qué te pasa a ti?

– A mí, nada.

– Me voy a ir, ¿sabes?

– ¿Adonde?

– De tu lado. Se acabó.

– No puedes.

– ¿Por qué no puedo?

– Porque me quieres.

– Yo quiero al Diego que no está aquí ahora, que no tiene eso -señaló la droga-. El Diego que sabe llegarme al corazón.

– Claro que estoy aquí, nena. Y te llego. Pero con esto… Ya verás. Te deja los sentidos al límite.

– ¡No!

Se lo echó todo al suelo, y luego se puso a correr, sin parar, como una desesperada, sintiéndose traicionada. No se detuvo hasta llegar a su casa, y allí se puso a llorar creyendo que era el fin. Pero también lloró de miedo, por ella y por él. Una noche atroz.

Al día siguiente, Diego estaba allí, esperándola.

Creyó que la mataría, por haber tirado las dosis.

Y en lugar de eso…

– Perdona, fui un imbécil.

– No vas a dejarlo.

– Sí, te lo juro. Por ti, cariño. Por ti lo hago. Va en serio. Se acabó.

– Diego…

La había besado de verdad, y hasta la emocionó con aquel abrazo, mientras seguía susurrándole al oído que lo dejaba, que no tomaría más, que ella era lo más importante, lo mejor, lo único que valía la pena en su vida. Hablaba en serio.

Se le olvidaba pronto.

– Carla, nos vamos -oyó la voz de su madre al otro lado de la puerta.

– Vale, hasta luego.

Cerró el diario, como si ella pudiera verlo desde el pasillo.

Diego no volvió a tomar drogas duras, al menos delante de ella, pero sí pastillas. Decía que eso no era droga.

No pudo convencerlo de que eran peores, porque destruían el cerebro.

Jamás volvió a ofrecerle nada.

Por eso la mentira había durado tantos meses.

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