Cuatro

Gonzalo era su amigo. Su único amigo.

Tenían la misma edad, dos meses de diferencia en favor de él. Eso lo hacía «mayor». Un grado. Al comienzo, cuando tenían seis, siete u ocho años y jugaban a médicos o a matrimonios, había estado enamorado de ella. Fue el primero que la vio desnuda y que la tocó. Y el suyo había sido el primer y único cuerpo que ella había visto y tocado antes de aparecer Diego. Pero de todo aquello ya no quedaba nada salvo el cariño y la confianza que se tenían. No valía la pena disimular. No hablaban del pasado. Vivían en otro mundo muy distante de aquel que conocieron siendo niños, como si se tratase de dos personas completamente distintas. Para Carla era un hermano mayor, aunque de aspecto pareciera más pequeño. Para Gonzalo, un misterio que a veces le llenaba de asombro. Ella había cambiado mucho en dos años. Él empezaba ahora.

En ocasiones, sin embargo, aún se preguntaba si Gonzalo pudiera amarla en secreto, disimulando para no perderla, prefiriendo ser su amigo y estar cerca que confesarle su amor y encontrarse solo porque ella, entonces, tal vez lo rehuyese.

Esa noche, bajo las estrellas, sensibilizada por la visita a la cárcel, se lo preguntó más que nunca.

Hubiera deseado que él la abrazara.

– Hola -lo saludó.

– Hola.

Se sentó a su lado, en el suelo, apoyando la espalda en el muro que separaba su edificio del contiguo. Solían verse allí siempre. Era su mundo. Su espacio privado, y más ahora, en el comienzo del verano, sin tener que madrugar ya para ir al instituto. Podían tirarse horas hablando, o sin hablar. Sólo por estar allí. A veces él subía un reproductor de CD y oían música a través de los auriculares.

Noches de paz.

Aunque con Diego cada vez fuesen menos. Estudiar, leer, verlo…

– ¿Has ido? -le preguntó Gonzalo por fin, incapaz de resistir más su silencio.

– Sí.

– ¿Y qué?

– Deprimente.

– Lo imagino. ¿Qué te ha dicho?

– Que no lo hizo.

Gonzalo la miró de soslayo, y ella se dejó observar. No movió la cabeza. No hizo ningún gesto. Nada. Una esfinge en la penumbra de la noche, iluminada en blanco y negro por la luna que paso a paso perdía su plenitud.

– Entonces lo tiene mal -suspiró su vecino.

Ninguna duda. Ninguna pregunta de más. Ningún «¿Lo crees?» o «Las pruebas dicen lo contrario.» Así era Gonzalo. Y por eso estaba allí, con él.

– La policía ha cerrado el caso -bajó la cabeza.

– Así que alguien se la jugó.

– Y pagará por ello.

– Dios…

Carla buscó el contacto. Necesitaba un calor humano. Abandonó su posición, con la espalda apoyada en el muro, y se tendió en el suelo, dejando reposar la cabeza sobre el regazo de su amigo. Gonzalo se acomodó y la acomodó. Le puso la mano derecha sobre las suyas porque no tenía otro sitio donde dejarla. Con la izquierda le apartó el cabello de la cara.

Los ojos grises de Carla eran dos lagos pálidos.

– No paro de decírmelo y repetírmelo -suspiró la muchacha-. Si esa noche hubiera estado con él…

– Te examinabas al día siguiente.

– Era nuestro primer aniversario.

– No te castigues, ¿quieres? Hiciste lo que debías. Él no.

El primer reproche. El único.

– Hubiera bastado con una hora, salir, tomar algo…

– Tus padres no te dejan volver después de las dos de la madrugada. Diego hubiera seguido la juerga. ¿Quién te dice que no habría acabado igual?

– Me necesitaba.

– ¿Por qué?


– Por lo de sus padres.

– ¿Sigue el follón?

– Sí. Y lo lleva mal. Su padre está muy desquiciado.

– Medio mundo se separa -reflexionó Gonzalo.

Carla pensó en los suyos.

– Lo sé.

Guardaron silencio por espacio de unos segundos. Diez, veinte. Gonzalo le acarició la mejilla. Era su gesto más íntimo. Y tenía las manos muy suaves.

– Diego ha tenido mala suerte, siempre -susurró Carla.

No hubo respuesta.

– Como si estuviera gafado, ¿entiendes? -continuó ella-. Sus otras dos detenciones fueron tan… No sé, absurdas. En el fondo es un inocentón. Va de listillo, de guaperas, se cree que lo sabe todo… Y ya ves. Cuando se reparten bofetadas, su cara es la primera que pasa por allí.

– Muy gráfica -se burló Gonzalo.

– ¿No crees que hay gente así?

– Yo siempre he dicho que cada cuál se lleva lo suyo.

Lo miró con dolor.

– No es cierto -musitó-. A muchas personas todo les viene de cara, pero a él…

– ¿No me has dicho a veces que es supersticioso?

– Sí.

– Entonces no le digas que está gafado, porque si encima se lo cree va a tenerlo mal.

Otra pausa, más larga. Casi un minuto. En algún lugar y pese a la hora, un coche hizo sonar el claxon con impertinencia. Se escuchó una voz lejana y, luego, de nuevo el silencio.

– Lo encerrarán sin darle la menor oportunidad -se abrasó con esta idea.

– Habrá un juicio -dijo él.

– ¿Crees que esto es como una película americana, en la que aparecerá un abogado justiciero que demostrará su inocencia y, encima, descubrirá al verdadero asesino?

– No, pero si ese abogado es bueno tal vez logre convencer al juez, o al jurado, establecer una duda razonable. O como se diga en España. No la conocía de nada, no tenía por qué matarla, y no pienso que Diego sea de los que tenga que violar para acostarse con una chica.

Se arrepintió de lo que acababa de decir, pero ya era tarde. La trampa de las palabras.

Carla sintió el chisporroteo de sus ojos. La luna se le veló, convirtiéndose en un centello brillante que pobló de luces su visión. Un calidoscopio natural.

– Gonzalo.

– ¿Qué?

– Dime lo que piensas.

– ¿Para qué?

– Necesito oírlo.

– No.

– ¿Tan duro es?

– No, pero ya tienes bastante con los demás.

– Lo que digan los demás no me importa. Lo que digas tú sí.

– ¿Y qué quieres que te diga yo?

– Estaba con otra. Eso no ha podido negármelo. Con otra en su casa, en su cama, y lo hizo con ella, por eso tenía su semen dentro.

– Si ya había hecho el amor, ¿para qué matarla?.

– Lo hiciera o no… se acostó con una desconocida, en nuestra noche.

La mano de Gonzalo ya no se movía. La miró hasta llenarse de su dolor, y entonces sí, la deslizó hasta acariciarle el pelo. Fue un diálogo mudo, más intenso que otro expresado con palabras. Las dos lágrimas cayeron a ambos lados del rostro de Carla. Le secó una con el pulgar.

Sólo una.

– ¿Qué es lo que más te duele -quiso saber él-, que se acostara con otra o que le acusen de asesinato?

– No lo sé.

– Carla…

– No lo sé, Gonzalo. No lo sé -el torrente fue imparable. Ya no hubo forma de detenerlo.

Luego ella se incorporó un poco, lo justo para que él la abrazara fuerte, muy fuerte, apretándola con toda su energía adolescente y su calor de amigo.

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