Veintitrés

Llevaba casi una hora en cama, despierta, sin ánimo para levantarse.

Durante dos días había tenido una motivación, un impulso. Ver, saber, comprender, o al menos intentarlo. Dejarse llevar por la inercia que sentía fue el mejor de los remedios para el hundimiento moral que experimentaba desde la detención de Diego. Y más desde su visita a la cárcel. Pero ahora eso ya no contaba. Había desaparecido. No tenía más testigos a los que ver, ni más preguntas que hacer. El resultado final era que se sentía vacía.

El juego de la detective.

Un callejón sin salida.

– ¿Qué te creías -se dijo a sí misma-, que haciendo preguntas asustarías a alguien y resolverías un caso de asesinato? ¡La novia que salva al novio! -levantó las dos manos al aire, igual que si sostuviera un cartel o un rótulo de neón imaginario.

Diego estaba perdido.

Y ella unida a él.

Pasaron otros quince minutos y se resignó, pero más por la necesidad de ir al baño que por otra cosa. Finalmente, saltó de la cama y corrió porque se le escapaba. Se sentó en la taza del inodoro y se vio a sí misma reflejada en el espejo, cómica, ridícula, con el pijama ya muy pequeño y los pies doblados hacia adentro, el pelo revuelto y cara de cansancio.

– Idiota -le dijo a su otro yo.

No regresó a la cama. Se metió en la ducha y dejó que el agua tibia cayera por todo su cuerpo. No se enjabonó. Sólo la ducha. A Diego le gustaba ducharse con ella.

A Diego le gustaba todo de ella.

Pero su última noche libre la había pasado con otra.

Se sintió furiosa, tuvo deseos de arrancar la cortina y gritar. Cerró los puños y alzó la cabeza para que el agua le mojase la cara, y el pelo. Tanto le daba. Permaneció así un rato muy largo, buscando una calma que no existía en su interior, hasta que llenó los pulmones de aire, cortó el chorro de agua y salió de la bañera.

Otra vez ante el espejo, ahora desnuda, mojada.

No entendía la razón, pero se sentía libidinosa, perversa.

Cuando comprendió que sólo trataba de hacerse daño a sí misma tomó la toalla y empezó a secarse. Primero el cuerpo, después el cabello. Lo peinó con cuidado porque era lo que más le gustaba de su imagen. Una vez vestida, desayunó algo ligero, unos cereales con leche.

Masticando despacio, en la cocina, se preguntó cómo sería un sólo día en la cárcel, en una celda compartida con delincuentes de verdad, sin intimidad, o aislado para que no le hicieran daño como represalia por lo de Gabi.

Los códigos carcelarios y sus normas.

Se lavó los dientes después del desayuno y se dirigió al teléfono. A menos de un metro de él la sobresaltó su zumbido. Alargó la mano, tomó el inalámbrico y se dejó caer en la butaca. No tenía por qué llevárselo a su habitación en busca de intimidad, como hacía cuando no estaba sola en casa.

– ¿Sí?

– ¿Está Carla, por favor?

Reconoció la voz, cansina, agotada.

– Soy yo.

– Carla, cariño, ¿como estás?

– Bien, señor.

El padre de Diego tosió levemente. Ella le llamaba señor Venancio. No recordaba por qué. No le había visto desde antes de la noche fatídica.

De pronto era un extraño.

– Mi hijo me ha dicho que fuiste a verlo.

– Sí.

– Triste, ¿verdad?

– Un poco.

– Me refiero a que la cárcel, ese ambiente…

– Sí, sí señor.

La quería. La quería desde el día en que la conoció. Y no mucho después le dijo que era lo mejor que podía pasarle a Diego, la abrazó y le regaló un beso en la frente. El beso paterno del amor y la paz. Le dio las gracias.

El señor Venancio aparentaba muchos más años de los que tenía. Un matrimonio frustrante, un aliento depresivo, las esperanzas cada vez más rotas… Diego era cuanto le quedaba.

– Escucha, hija… -pronunció cada palabra con un átomo de voz crepuscular-. Diego me ha pedido que le lleve algo de ropa, y mirando en su armario…

– ¿Quiere que vaya a ayudarlo? -se ofreció.

– No, no es eso, es que hay algunas cosas tuyas.

Carla se quedó cortada. Primero no supo qué decir. Luego pensó que, dadas las circunstancias, no valía la pena disimular. Lo mejor era la verdad.

– Es que a veces me cambiaba aquí, porque salíamos y… Bueno, no me gusta ponerme otra vez la misma ropa, señor Venancio, así que…

– Eh, eh -la detuvo sin énfasis-, que no es eso. Dios me libre. Yo no me meto en vuestras cosas -lo dijo como si no pasara nada, en presente, como si Diego no fuera a quedarse en aquella cárcel durante años-. Pero he pensado que tal vez necesites algo de lo que hay aquí, y si quieres llevártelo…

– Iré a por ello, sí -se rindió a la evidencia-. Gracias.

– Puedes dejarlo aquí si quieres. En fin… Sólo quería que lo supieras.

– ¿Estará en casa esta tarde?

– Sí.

– Pasaré entonces.

– De acuerdo, cariño. ¿Le digo algo a Diego?

– ¿Va a verlo ahora?

– Sí.

La mente se le llenó de palabras.

Ninguna llegó hasta sus labios.

– No, señor Venancio -suspiró-. Nada. Gracias.

– A ti, cariño. Hasta la tarde.

Cortó la línea y se quedó con el auricular en la mano.

– Dígale que lo quiero -musitó entonces.

Apoyó la cabeza en el respaldo de la butaca. Al otro lado de la ventana el día era luminoso. Un perfecto día de verano. De haber estado Diego libre, quizás hubieran ido a la playa por la tarde, al terminar él de trabajar. O quizás no. Daba lo mismo. Soñar no costaba nada.

Empezó a marcar el número de Gonzalo, por hacer algo, para no quedarse quieta y seguir pensando. Antes de que pudiera concluirlo, sonó el timbre de la puerta y abortó su gesto. Casi estuvo tentada de no levantarse para ir a ver quién era. ¿Una vecina? ¿Un vendedor? No quería ver a nadie.

Dejó el teléfono, caminó hasta la puerta, pegó el ojo a la mirilla óptica y al otro lado se concretó la forma extravagante de Gonzalo, con la cara grotescamente ampliada por el cristal de aumento.

– ¡Gonzalo! -se alegró mucho de que fuera él.

– Hola -la saludó al abrirse la puerta.

– Iba a llamarte por teléfono. Estaba marcando tu número. Pasa.

No llegaron ni a la mitad del pasillo. Su vecino hizo la pregunta que le quemaba en los labios.

– ¿Preparaste tú lo de anoche?

Carla se dio la vuelta. Sonrió.

– Sí.

– Vaya.

– Quería daros una oportunidad.

Ya estaban en la sala. Gonzalo se quedó quieto, casi convertido en una estatua de sal.

– ¿Darnos? -vaciló.

– ¿Qué te crees?

– Pues… no sé.

– Tú también le caes bien -a Carla le brillaron los ojos al decirlo.

Gonzalo se quedó aún más petrificado.

– ¡Anda ya!

– ¡Que sí!

– ¿Cómo lo sabes?

– Esas cosas las vemos todos menos los interesados -comentó con misterio y una pizca de maldad.

Su vecino reaccionó. Dio dos pasos y se dejó caer en la misma butaca que había ocupado ella mientras hablaba por teléfono. Parecía que las piernas no lo soportaban.

– Así que tengo cara de pavo.

– Un poco.

– Genial -escrutó el rostro de su amiga buscando nuevos indicios de aquella realidad.

– Va, tonto, ¿qué tal la viste?

– Mejor que nunca.

– Sí, ¿verdad? -se animó Carla.

– Yo sigo siendo un crío con cara de crío, pero ella…

– No te castigues la moral. ¿No te digo que tú también le gustas?

– Carla…

– ¡Te lo juro! ¿No la viste anoche? Estuvo encantadora.

– Es -reafirmó la palabra- encantadora.

– Entonces adelante.

– No me lo puedo creer.

– Pues créetelo. ¿La llamarás?

– Sí, claro -no se mostró muy seguro.

– Llámala -Carla tomó el teléfono y se lo tendió.

– ¡Ahora no! ¡Lo haré desde mi casa, solo!

Carla soltó una carcajada y él no tuvo más remedio que secundarla. Los dos se relajaron por medio de la risa. Fue ella la que se sentó en uno de los laterales de la butaca y le cogió la cabeza con cariño.

– Ánimo -le deseó.

Tampoco era del todo necesario. Una bola de nieve echando a rodar por la ladera de una montaña siempre acababa convertida en un alud.

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