Ocho

Elguaperas de la tintorería era uno de los dos dependientes que atendían en el mostrador. Y, desde luego, Fernando no se había equivocado. Era un chico de molde único, entre los veinte y los veintidós, cabello perfecto, color caoba, con leves ondas, nariz recta, labios muy marcados, ojos azules, mandíbula cuadrada con un ligero orificio en la barbilla, cuerpo atlético y cutis bronceado, a pesar de que el verano no había hecho más que empezar. Lo primero que pensó fue que no le gustaba, para nada. Pero de haberse topado con él en una fiesta, un bar o una discoteca, lo más seguro fuera que sus amigas le dijeran que era «el chico perfecto» para ella, como si los guapos tuvieran que ir con las guapas y los altos con las altas.

Estaba tan harta de esas cosas…

El guaperas ni se movió, aunque le clavó los ojos hasta el tuétano. El otro muchacho, en cambio, se abalanzó sobre el mostrador para tomarle la delantera.

– ¡Hola! -la saludó con excesiva euforia.

Carla no tuvo más remedio que volver a colocarle los pies en el suelo.

– Quiero hablar con él, perdona.

El conocido de Gabi mantuvo la calma. Su compañero movió la cabeza lo justo para enfocarlo con la mirada. La resignación fue más que palpable. No hubo ninguna otra palabra cruzada entre ellos. Uno se apartó y el otro cubrió la breve distancia que lo separaba de la recién llegada. No era una clienta. Lo sabían.

– Me llamo Carla -no le tendió la mano. No hubo ningún gesto-. ¿Puedo hablar contigo un momento?

– ¿De qué?

– De Gabi.

Fue un disparo. Seco. Penetró por sus ojos y llegó hasta el centro de su cerebro. Allá se convirtió en una especie de silencioso castillo de fuegos artificiales. Sólo lo traicionó el leve titilar de sus pupilas.

– ¿Para qué? -logró preguntar.

– Es importante.

– ¿Importante para quién?

– Para mí. Por favor.

Se rindió, por curiosidad o porque no tenía otro remedio. Estaban solos los tres y la tintorería parecía el último lugar habitado del mundo. El guaperas, de todas formas, no quiso hacerlo allí, en presencia de su compañero. Serio, grave, salió de detrás del mostrador y le indicó la puerta de la calle.

Los dos la cruzaron y regresaron al calor exterior.

– ¿Quién eres? -fue su primera pregunta.

– Me llamo Carla. Soy la novia del que acusan de haberla matado.

La misma reacción que los demás, o quizás agravada por un resorte muy oculto, agazapado, que trataba de mantener en su interior. Carla comprendió de pronto que el chico que tenía delante debía haber sido algo más que un amigo para la muerta.

Necesitaba actuar con tacto, y no sabía cómo.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó él.

– No lo sé -sentía la cabeza del revés, de pronto. Y se había quedado en blanco.

– Entonces…

– Me han dicho que tú eras amigo de Gabi -lo probó.

– Fuimos más que amigos -se lo certificó él sin ambages-. Fuimos novios.

– No lo sabía. Lo siento.

– Lo dejamos hace un mes.

– Aun así…

– La quería.

No se cortaba. Hablaba con seguridad no exenta de dolor. Carla comprendió que estaba habituado a hablar con chicas, y con mujeres. Eso se llamaba experiencia. La misma que le faltaba a ella.

– ¿Por qué lo dejasteis? -Se dio cuenta de que no era la mejor de las preguntas y se arrepintió al instante de haberla formulado-. No, perdona, es que estoy un poco…

– Ella me dejó a mí -se la respondió igualmente el guaperas.

Carla se quedó sin habla.

– Dijo que quería vivir más, tener espacio -continuó envolviendo sus dos últimas palabras con una sonrisa amarga que trató de parecer irónica, o cínica-. La quería pero estaba loca. Loca de remate, aunque fuera la loca más divertida y guapa. Toda una sagitario. Tú te le pareces, ¿sabes?

¿Era un halago?

– ¿Estás haciendo esto por morbo? -habló él de nuevo ante su silencio.

– No, estoy buscando a la amiga de Gabi, Solé.

– ¿A Solé? ¿Por qué?

– Estaban juntas esa noche.

– ¿Y qué?

– ¿Cómo te llamas?

– Brandon.

No era español, por lo menos no lo era el nombre. Brandon debía de ser una mezcla. Un bello mestizo.

– Brandon, mi novio no la mató.

– ¿Quién lo dice, tú?

– Lo dice él.

– ¿Le crees?

– Sí.

– Tiene suerte, aunque no la merezca.

– No sabes nada de él.

– Sé lo suficiente -endureció el gesto-. Sé que ella era única. Loca, desmadrada, fuerte… lo que quieras, lo acepto. Pero era única. Una pasión de la naturaleza. Matarla fue como arrancarle algo muy especial a la vida, ¿sabes? Ese hijo de puta…

– Por favor…

Intercambiaron una mirada más. Desesperada la de Carla, cargada de animadversión y rabia la de Brandon. No hacia ella. Sólo hacia la realidad.

– ¿De qué te servirá hablar con Solé? -preguntó el chico.

– Quiero saber por qué estaban juntas al principio y luego ella la dejó sola, con Diego y su amigo.

– ¿De qué te servirá eso? -insistió.

– Necesito comprender qué pasó, ¿entiendes? Reconstruir esa noche maldita.

– ¿Buscas probar algo?

– Supongo.

– ¿Que él no lo hizo?

Carla hundió los hombros. Era lo que estaba haciendo. Brandon le acababa de poner palabras a sus actos. Perseguía un imposible, un sueño, o tal vez lo hacía para no seguir en casa, quieta, escondida, refugiándose en su habitación y muerta de miedo.

Jugaba a detectives.

Una clienta entró en la tintorería. A pesar de que dentro ya estaba el otro, Brandon no quiso prolongar la conversación. El abismo entre los dos creció de la nada.

– Vive cerca -suspiró-, en la calle Teruel, un portal de obra vista, no sé el número. Justo al lado de una panadería. Su apellido es Borras.

Carla tardó demasiado en reaccionar. Brandon ya estaba cruzando la puerta, por detrás de la parroquiana.

– Gracias… -susurró aún sabiendo que él no podía oírla.

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